- El azar situó en un mismo avión, en 1965, al guerrillero heroico y a Roberto Fernández Retamar. En aquella travesía de Praga a La Habana ocurrió un diálogo hondo, en el que el actual presidente de la Casa de las Américas descubrió al Che para el que «la conversión de un hombre en revolucionario genuino es como un proceso de purificación similar al que aspiran algunos religiosos».
Roberto Fernández
Retamar | Mi siguiente (y más memorable) encuentro con
el Che se debió a un azar: un «seguro azar», en las palabras de Salinas. En los
primeros días de marzo de 1965, al ir a abordar ese avión Praga-Habana que todo
cubano toma, o aspira a tomar, alguna vez, y que se va haciendo familiar como
un tranvía de barrio, tuve la alegría de saber que haría el vuelo no solo con
muchos alumnos becados, sino también con el Che y otros compañeros del Gobierno
(Osmany Cienfuegos, Arnol Rodríguez), además del secretario del Che, Manresa.
Cruzamos unas palabras, y todo no habría pasado de allí. Pero, por desperfecto
del aparato, el vuelo supuso una larga detención en Shannon, Irlanda, y
significó dos días con sus noches. En esas condiciones, sin tabaco que fumar,
prácticamente sin libros que leer (el Che acabó leyéndose la antología poética
compilada por De Onís, que yo llevaba, así como mi ensayo Martí en su (tercer)
mundo, con el que fue generoso, y a pesar de ocasionales incursiones en el
ajedrez y el dominó, la conversación adquirió una importancia especial. Debo a
ese hecho fortuito el haber hablado algunas
horas con el Che, lo que es una de las cosas gratas y aleccionadoras que en estos tiempos me han ocurrido.
El Che es persona difícil de elogiar. Con una mirada, una sonrisa, o llegado el caso una frase mordaz, desarma al candoroso (o malicioso) alabador. Deplora a los turiferarios y sus variantes. Por otra parte, es imposible no sentir en su compañía, incluso en esa temporal y accidental intimidad, la impresión de rectitud y grandeza que emana de él. Y desde luego de austeridad. A la pobre aeromoza del avión de Cubana que en el aeropuerto de Shannon le llevó una caja de tabacos, le preguntó si la acababa de comprar en dólares, y al responderle ella afirmativamente, le pidió que la devolviera y reclamara el dinero.
horas con el Che, lo que es una de las cosas gratas y aleccionadoras que en estos tiempos me han ocurrido.
El Che es persona difícil de elogiar. Con una mirada, una sonrisa, o llegado el caso una frase mordaz, desarma al candoroso (o malicioso) alabador. Deplora a los turiferarios y sus variantes. Por otra parte, es imposible no sentir en su compañía, incluso en esa temporal y accidental intimidad, la impresión de rectitud y grandeza que emana de él. Y desde luego de austeridad. A la pobre aeromoza del avión de Cubana que en el aeropuerto de Shannon le llevó una caja de tabacos, le preguntó si la acababa de comprar en dólares, y al responderle ella afirmativamente, le pidió que la devolviera y reclamara el dinero.
La evidencia de la superioridad humana del Che la ha
expresado admirablemente uno de los escritores más rigurosos de nuestra América
en estos años: don Ezequiel Martínez Estrada. También él sintió esa impresión,
y la dijo en su Che Guevara, capitán del pueblo. Véanse esas páginas del
escritor menos áulico del continente, y me será más fácil hacerme entender.
Ellas expresan, mejor de lo que yo podría hacerlo, la experiencia que me fue
dado tener en esas horas. Que no estaban hechas, por supuesto, de meros
asentimientos.
Se comprenderá que en horas se habla de muchas cosas.
Algunas iban a adquirir después, para mí, valor especial. En general, el Che
volvía entusiasmado con África, y lamentaba lo poco que entre los pueblos
africanos habíamos divulgado nuestros hechos, y lo poco que nosotros conocíamos
los suyos. Es menester salvar ambas lagunas: enviarles, traducidos al inglés y
al francés, nuestros textos más importantes, y editar aquí los de ellos. Él
había recomendado la publicación entre nosotros del libro fundamental de Fanon,
Los condenados de la tierra, y hablamos de él. A partir de la experiencia
concreta de África, Fanon llegó, por sus propios pasos, a conclusiones bien
cercanas a las de nuestra Revolución. Nos es menester pensar por nuestra cuenta
los problemas y las soluciones.
Es bien pobre, por ejemplo, lo que existe en relación con la
economía política del período de transición. Hay que ir a las fuentes, estudiar
acuciosamente a Marx y Lenin. Sólido conocimiento de los clásicos, y fidelidad,
en los planteamientos, a nuestras realidades, nos permitirán eludir el
escolasticismo contemporáneo. Esa es tarea particularmente importante y difícil
para nuestros países, los países de eso que ahora han dado en llamar el tercer
mundo. Carecemos de cuadros especializados, pero no por eso podemos quedarnos
de brazos cruzados. Hay que interrogarse ante los errores, dar con sus raíces,
rectificarlos. Arriesgamos quedar presos en la ley del valor y sus
consecuencias, aun cuando creamos asumir posiciones inequívocamente
revolucionarias.
Hablamos de un trabajo que había aparecido recientemente en
la revista de Sartre, Les Temps Modernes. Se trata de El castrismo:
la larga marcha de la América Latina. Su autor, Régis Debray, joven estudioso
francés que viviera en Cuba y en otros países de la América Latina, es un
admirador irrestricto del Che. En su casa, que yo acababa de visitar, solo hay
un retrato: una foto del Che que le tomó él mismo en La Habana. Esto no se lo
dije al Comandante, pero de la lectura del artículo se desprendía más de lo que
yo pudiera decir. Dicho artículo es sin duda notable, y al Che le interesaba,
aunque aquí o allá hubiera propuesto rectificaciones.
No sé cómo pasamos a hablar de lecturas juveniles. El Che
tuvo esa formación de francotirador propia de muchos intelectuales
latinoamericanos y caribeños: se entusiasmó con Freud y se separó de él ante el
fanatismo estrecho de muchos psicoanalistas; no desconoció a Spengler, quien
tanto influiría precisamente en Martínez Estrada; le atrajo la literatura, pero
estudió Medicina. El resto de lo que sus biógrafos llamarán su evolución,
pertenece ya a la historia de nuestros años. El Che en Guatemala, en México, en
Cuba; el Che guerrillero, estadista, economista, escritor, teorizante. Se trata
de uno de esos grandes hombres múltiples que nuestras tierras mestizas dan de
tiempo en tiempo, y es ya inimaginable en un país capitalista desarrollado.
Le mencioné la nueva edición de su libro La guerra de
guerrillas, que yo le había pedido para hacer con él un Bolsilibro, en las
ediciones de la UNEAC, donde ya habíamos publicado los Pasajes. El Che no
estaba conforme con reeditar el libro tal como está en la actualidad: quiere
reescribirlo, de acuerdo con nuevas experiencias, o al menos hacerlo preceder
de un prólogo aclaratorio. Yo le expliqué que nos interesaba la obra en sí, por
el valor histórico que ya posee, pero el Che pensaba sobre todo en la utilidad
que podría prestar. También hablamos de sus Pasajes, y de una nueva
estructura que hubiera querido darles.
Al abordar las publicaciones cubanas, mencionamos los libros
de la colección "Arte y sociedad", que él había leído. La necesidad
de arte, de Fischer, le parecía interesante y útil, aunque considerara excesivo
nuestro entusiasmo por el libro. Yo le hablé de la posibilidad de dar a conocer
allí alguna obra non sancta (concretamente, Literatura y Revolución, de
Trotski), y ello no le preocupó, aunque me sugirió que le añadiera un prólogo
mío. Pero mucho de lo publicado por autores cubanos lo estimaba distante
todavía de la calidad requerida.
Coincidiendo en principio con él, le sugerí sin embargo que
acaso esa opinión era un capítulo del contrapunto entre el hombre de acción y
el hombre de contemplación. Este último aparece siempre a los ojos de aquel
como defectuoso. Pero no: el Che no escatimó su elogio para aquellas obras
cubanas de primer orden, especialmente la novelística de Alejo Carpentier, y
fue generoso en muchos de sus juicios. Desde luego, consideraba imprescindible
el mayor compromiso revolucionario por parte de nuestros intelectuales. Me
prometió entonces dejarme ver copia de un trabajo que había escrito sobre esto.
El lector supondrá que se trataba de El socialismo y el
hombre en Cuba, que ha sido amplia y justamente divulgado. Yo hubiera
preferido, y así se lo hice saber personalmente y luego en una carta larga y
acaso excesiva, que no metiera en un mismo saco a todos los escritores y
artistas de su generación; pero los puntos de vista de ese trabajo son de una
extraordinaria importancia, y enriquecerán mucho nuestro ámbito. Por cuestiones
meramente profesionales, hablamos sobre todo de aquellas partes tocantes a la
literatura y el arte. El Che ha desencuadernado, para siempre entre nosotros,
los errores del llamado realismo socialista, si bien insiste en que no podemos
bastarnos con esa actitud, sino proseguir hasta dar con un arte que sea
expresión de nuestro grandioso proceso revolucionario.
Aunque me detuviera en esos puntos, por las razones mencionadas,
ellos distan mucho de ser los más importantes del trabajo. Es tonto que ahora
me ponga a glosar lo que ya está dicho, y muy bien dicho, en esas páginas
memorables. Pero sí podría comentar sobre lo que no está escrito allí, y me
pareció entender. Me pareció entender que el Che considera la conversión de un
hombre en revolucionario genuino como una ascesis, un proceso de purificación
similar a aquel a que aspiran algunos religiosos. De más está decir que estas
palabras no pretendo atribuírselas a él. Se trata de hacerse mejor, para
decirlo en términos sencillos, de darse a los demás, de olvidarse de sí,
cumpliendo un deber exigente. No encontramos otras ideas en José Martí. Por
supuesto, cuando la vara de medir es el propio Che Guevara, y él se considera
como un aspirante a esa meta, no puede parecer extraño que su juicio sobre los
demás (los intelectuales, por ejemplo) sea duro. El Che es él mismo un
intelectual, pero un intelectual que ha sufrido la experiencia de esa
conversión, de esa purificación, al contacto con el pueblo, con sus miserias,
con sus padecimientos, con sus luchas. No es cierto que no haya habido
intelectuales en la Sierra: los hubo, comenzando por el propio Fidel.
Ese es el caso del Che, sin duda. Pero se trata de
intelectuales que fueron capaces de ir más allá, de transformarse, para servir
más. En Martí, en Rubén Martínez Villena, Cuba nos había ofrecido ejemplos así.
Naturalmente que no se supone que todos los intelectuales logren esa dimensión,
que será alcanzada por los dirigentes, por la vanguardia, para decirlo en los
términos del Che. Y son ellos los que, al hacer posible la configuración
histórica del país, hacen posible, también, la tarea de los otros trabajadores
intelectuales. A esos trabajadores intelectuales les ha sido dada una
responsabilidad inmensa, que es un desafío: ser los contemporáneos, y alguna
vez los contertulios, de los revolucionarios más importantes de estos años.
Algo así como ser contemporáneo de Lenin, o, en nuestra área, de Bolívar. No
cabe duda de que una zona de nuestro arte se ha lanzado a aceptar ese magno
desafío; no cabe duda, tampoco, de que los resultados (y acaso los métodos)
todavía no están por regla general a la altura de lo que se requiere. Negar lo
primero, es equivocarse; también negar lo segundo. Pero no quiero desviarme
hacia ese tema.