La tierra latinoamericana se dibuja en los versos del poeta
chileno como un incendiado abrazo que es capaz de iluminar el futuro. En un
espiral de humo, como ecos del fuego, tocaban el cielo las incendiadas palabras
del hombre que acababa de morir. La casa que había bautizado como La Chascona,
que en quechua significa despeinada, como el poeta llamaba a su Matilde, fue
víctima de la violencia que tantas veces demostraron los militares chilenos
durante la dictadura, que a lo largo de diecisiete años destrozó a su pueblo.
Los libros ardían, como si con ellos hubieran podido quemar la esperanza.
Pablo Neruda (Parral, 12 de julio de 1904 - Santiago de
Chile, 23 de septiembre de 1973) dejó su residencia en la tierra apenas doce
días después del Golpe de Estado contra Salvador Allende, pero su palabra
amorosamente militante sigue pronunciando la vida.
Por televisión, Neruda había visto las llamas destruyendo La
Moneda, los tanques disparando por las calles de Santiago, y por emisoras
radiales argentinas escuchó las narraciones que describían cómo los cadáveres
se deslizaban rumbo a la desmemoria, por el río Mapocho. Se inauguraba en Chile
el terrorismo de Estado, el impuesto silencio de la muerte a destiempo y del
olvido obligatorio. Pero no consiguieron acallar su voz, porque Neruda vibra,
desde siempre y para siempre, en la valentía con que los pueblos de Nuestra
América construyen el imprescindible futuro que viene, el que nace de las
entrañas de la tierra adolorida y sembrada de amores.