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Foto: Adolfo Sánchez Vásquez |
Fernando Buen Abad Domínguez | No somos pocos, por suerte, los endeudados
para siempre con la obra [1] de Adolfo Sánchez Vázquez [2], militante de la
inteligencia cuyo trabajo es indispensable contra “Un mundo injusto,
abismalmente desigual; insolidario, competitivo y egoísta; un mundo en el que,
por ejemplo, una potencia –los Estados Unidos– se burla del derecho
internacional y recurre a la forma más extrema de la violencia contra los
pueblos: la guerra preventiva, y a la más bárbara y repulsiva práctica contra
los individuos inocentes: la tortura; un mundo en el que la dignidad personal
se vuelve un valor de cambio y en que la política –contaminada por la
corrupción, el doble lenguaje y el pragmatismo– se supedita a la economía”.
Este endeudamiento voluntario con Sánchez Vázquez no se salda con fiebres
apologéticas. Acaso lo que menos desearía el propio Sánchez Vázquez es
pertenecer al santoral de las lisonjas ceremoniosas. Quienes lo vimos y leímos
tenemos la responsabilidad, que debe tenerse ante el trabajo de todo
revolucionario, de aprovechar y perfeccionar críticamente su obra como
herramienta viva para la construcción de una alternativa al capitalismo -como
el socialismo- cada minuto más urgente. Herramienta dialéctica para un trabajo
que tiene la obligación histórica de fortalecer la inteligencia en la praxis
revolucionaria, fortalecer la voluntad y la sensibilidad para que tal praxis
revolucionaria sea un acto creador colectivo y enamorado. Ética, estética y
praxis hacia el socialismo.