Gustavo Márquez Marín
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Especial para La Página
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A 20 años de la
Primera Cumbre de la Tierra (1992) se agudizó la crisis ecológica y de ello da
cuenta el avance del calentamiento global, con sus efectos desbastadores sobre
millones de seres humanos que padecen las terribles consecuencias del cambio
climático, preludio de la hecatombe hacia la cual marcha la humanidad atada al
carro de la decadente civilización del capital.
En aquella oportunidad, las grandes corporaciones
transnacionales a través de sus voceros gubernamentales de EEUU y la UE, en comparsa con sus ONG y
funcionarios de los organismos internacionales satélites, plantearon como
salida el “desarrollo sostenible” pero
sin cuestionar el modelo de crecimiento económico sin límites motorizado
por la acumulación capitalista. Veinte años después, en la antesala de la Cumbre Río+20 maniobran nuevamente para evitar que el
debate se centre en la crisis del
sistema capitalista, como causa matriz de los desequilibrios ambientales y
sociales planetarios.
Ahora, inventaron la
“economía verde” como una suerte de
caballo de Troya que contiene el germen de la reproducción del modelo
desarrollista capitalista, sustentado en la lógica del lucro y del mercado y,
en el supuesto de la inagotable capacidad de la tecnología para ajustar los
desafueros ecológicos del capital en su afán de crecimiento sin barreras.
La propuesta gatopardiana
de la “economía verde” surge para corregir las “fallas del mercado” de la
“economía marrón”, a través de políticas públicas, regulaciones e incentivos
que promoverán las “inversiones verdes”, aplicadas en la producción de
“tecnologías verdes” y “bienes y servicios verdes” pero, garantizando que la comercialización de éstos incremente
la tasa ganancia. De esa forma
buscan profundizar la mercantilización de la naturaleza, con la
consiguiente privatización e inclusión
en el mercado global de valores de los ecosistemas, “globalizando” el agua y
las fuentes de energía renovable, las tierras agrícolas y el oxígeno de los
bosques, constituyentes de lo que denominan
el “capital natural” cuya
posesión ambicionan. Eso sí, con el sello verde certificado por sus
“Agencia de Cooperación Verdes”.