Las reformas económicas se discuten en Cuba
evaluando la transformación mayúscula que ha registrado China. La nueva
potencia asiática no es sólo un socio comercial de primer orden. Por su
envergadura económica y su relevancia internacional se ha convertido en un
importante aliado geopolítico para contrapesar las agresiones estadounidenses.
Pero en un análisis desde la izquierda China interesa por un motivo adicional:
¿su modelo actual mantiene perfiles socialistas?[1].
Dos etapas
diferenciadas
China ocupa en la actualidad un lugar tan
significativo como el alcanzado por la URSS en el pasado. No sólo es una gran economía
en ascenso. Su expansión introdujo en las últimas décadas cambios
significativos en el orden internacional.
El país ya integra el club de las economías centrales luego de multiplicar 13 veces su PBI (1978-2010). Logró prosperar en medio de tres grandes temblores contemporáneos. No fue afectada por las décadas pérdidas que demolieron a los países subdesarrollados en los años 80-90, se mantuvo al margen del desplome sufrido por el bloque soviético y actuó como socorrista de los bancos internacionales en la reciente crisis del 2008 (Lo, Zhang, 2011).
El país ya integra el club de las economías centrales luego de multiplicar 13 veces su PBI (1978-2010). Logró prosperar en medio de tres grandes temblores contemporáneos. No fue afectada por las décadas pérdidas que demolieron a los países subdesarrollados en los años 80-90, se mantuvo al margen del desplome sufrido por el bloque soviético y actuó como socorrista de los bancos internacionales en la reciente crisis del 2008 (Lo, Zhang, 2011).
Su crecimiento no partió de cero, puesto que
ya poseía en los años 80 un PBI superior a muchos emergentes actuales. Pero
posteriormente consumó un salto histórico que aproxima, empareja o sitúa a
China por encima de varias potencias.
Es evidente la importancia del acervo
acumulado durante las transformaciones anticapitalistas previas al avance
actual. Sin la industrialización, la alfabetización, la superación del hambre,
la modernización productiva y la acumulación extensiva hubiera sido imposible
la extraordinaria expansión posterior. Basta comparar esas mutaciones con el
subdesarrollo continuado que por ejemplo afectó a la India (Amin, 2012).
Pero la incógnita radica en lo ocurrido
posteriormente. ¿En la nueva trayectoria afianzó o abandonó el proyecto
socialista? La tesis oficial subraya la continuidad. El Partido Comunista
continúa dirigiendo los destinos del país y sus líderes declaran oficialmente
la preeminencia de un modelo de “socialismo de mercado”, compatible con los
principios del marxismo. Esta visión resalta la presencia de elementos pos-capitalistas,
junto a las reglas de la acumulación y la ganancia imperantes en la economía.
El enfoque oficial destaca que los principios
socialistas introducidos en los años 50-70 fueron posteriormente ajustados a
las necesidades de la modernización. Considera que esa evolución se adapta a la
tradición milenaria de una civilización, que ha seguido rumbos de desarrollo
muy distintos al patrón occidental.
El diagnóstico opuesto subraya la preeminencia
de un proceso de restauración capitalista, asentado en la explotación del
trabajo, la polarización social y la corrupción de las elites (Hart-Landeberg,
2011). Otros enfoques intermedios caracterizan al proceso en curso como una
fase de acumulación primitiva transitoria, que puede desembocar en la
estabilización capitalista o en la renovación del socialismo (Yi, 2009). ¿Quién
tiene razón?
Para
clarificar este complejo problema conviene reconocer la existencia de las dos
situaciones diferenciadas. Entre 1978 y 1992 se reintrodujo limitadamente el
mercado dentro de un sistema de propiedad pública. Se buscaba fomentar el desarrollo
agrícola, la expansión del consumo y la gravitación de la pequeña empresa, en
un marco de precios parcialmente libres.
En esa etapa se registró un crecimiento
balanceado impulsado por el mercado interno y la flexibilizaron los precios
agrícolas. Este cambio incrementó el poder compra en el sector rural y generó
un desahogo urbano. La tasa de crecimiento repuntó aceleradamente y la
inversión fue incentivada mediante una rigurosa selección estatal de los
sectores priorizados.
Ese modelo incluía cierta diferenciación
social y zonas francas para las transnacionales, pero mantenía restricciones
compatibles con una construcción socialista. Pero a principios de los 90 se
implementó una orientación distinta. Comenzaron las privatizaciones en gran
escala, la generalización de normas capitalistas de gestión y la formación de
una clase de grandes empresarios con exponentes directos en los organismos
dirigentes.
Este nuevo esquema comenzó con inversiones
destinadas al mercado interno y se afianzó privilegiando las exportaciones. En
la última década se acrecentó la apropiación privada de las grandes empresas,
en un escenario de creciente desigualdad y precarización del empleo.
La
principal transformación social generada por esta reconversión ha sido el
surgimiento de una clase capitalista local, asociada a las empresas
transnacionales y promotora de una ideología neoliberal. La gravitación de este
sector en las altas esferas del régimen político se verifica en el pragmatismo
de esta conducción. La tradición maoísta de la revolución cultural es rechazada
y los empresarios son bienvenidos dentro del partido. El pensamiento de Marx y
Confucio son combinados, en función de las necesidades políticas de cada momento
(Xie, 2009).
En esta segunda etapa varios rasgos clásicos
del capitalismo han quedado incorporados a la economía china. Hay competencia,
beneficio, explotación y acumulación. La desigualdad aumenta a un ritmo más
acelerado que en el resto de la región y los niveles de explotación se ubican
por encima de Corea, Taiwán o Singapur.
El alcance de la restauración
Los teóricos del “socialismo de mercado”
reivindican la acelerada industrialización y el desarrollo tecnológico autónomo,
que le permitieron a China contar primero con los resguardos defensivos
requeridos para afrontar la presión imperialista. El país construyó una bomba primero
atómica (1964), luego otra de hidrógeno (1970) y finalmente colocó un satélite
en el espacio (1970). Sobre estos pilares negoció la apertura hacia Occidente,
a partir del emblemático viaje de Nixon (1972).
También consideran que ese período de economía
planificada se agotó y fue sucedido por mecanismos de gestión mercantil que
revitalizaron el socialismo, permitiendo el gran desenvolvimiento de las
últimas décadas (Yang, 2009).
Pero este razonamiento confunde la extensión
de la gestión mercantil con la introducción de normas capitalistas. Desde los
años 90 no sólo se flexibilizó el manejo de los precios, sino que también se
afirmó la nueva propiedad de los capitalistas sobre un sector muy significativo
de la economía. Este cambio en la posesión de las empresas estratégicas es
incompatible con cualquier perspectiva de socialismo.
Una transición hacia la sociedad igualitaria
puede incluir formas de gestión centralizadas o descentralizadas, con
modalidades más o menos flexibles de planificación. Pero el afianzamiento de
clases propietarias y desposeídas de los medios de producción sólo augura la
vigencia del capitalismo.
Los teóricos de las mixturas entre ambos
sistemas afirman que esa combinación se está consumando en los hechos, a través
de modificaciones paralelas en el capitalismo mundial, que habría incorporado
formas del estado de bienestar y valores de igualdad (Yang, 2009).
Pero
omiten que la tendencia contemporánea predominante de este sistema ha sido
exactamente la opuesta. El neoliberalismo de las últimas décadas ha sepultado
las conquistas sociales de posguerra, para garantizar las ganancias de los
grandes bancos y empresas. En lugar de un amoldamiento del capitalismo al
ímpetu socialista de China se verifica un proceso opuesto: aumenta la
gravitación de los patrones de rentabilidad y explotación en la economía
asiática.
Esta
incidencia es incluso inocultable para defensores del curso actual. Reconocen
la magnitud de las diferencias de ingreso y esperan que la propia dinámica del
mercado achate esas inequidades (Yang, 2009).
Pero
nunca explican cómo ese mecanismo corregiría el defecto que ha introducido. Su
expectativa es inconsistente y desconoce que las brechas sociales se originan
en la existencia de una nueva clase capitalista interesada en afianzar esas
diferencias.
Otros
enfoques del mismo tipo aceptan la existencia de segmentos patronales pero relativizan
su influencia. Presentan la incorporación de empresarios al Partido Comunista,
como un signo de patriotismo de los enriquecidos y una manifestación de madurez
del funcionariado (Ding, 2009).
Pero,
en los hechos, los nuevos capitalistas consolidan su posición social al ganar
influencia en las cúpulas del sistema político. Cualquiera sea la veracidad de
sus pronunciamientos patrióticos afianzan una fractura de clases, que
contradice los enunciados básicos del socialismo. Se puede discutir cuál es el grado
de intercambio mercantil que debería prevalecer en una sociedad pos-capitalista
ya avanzada, pero resulta insólito imaginar que ese estadio incluiría
explotación, plusvalía y altos niveles de desigualdad social.
Estas
incongruencias han sido resaltadas por muchos críticos del curso actual, que
presentan indicios contundentes del curso de la restauración. Un ejemplo son
los cambios en el sistema de fijación de precios planificados. El declive de
esos guarismos a favor de cotizaciones mercantiles ha sido monumental.
El primer tipo de precios decayó del 97,8% (1978)
al 2,6% (2003) en el rubro minoristas y del 100% (1978) al 10% (2003) en el
sector industrial. Otra evidencia de la misma tendencia se verifica en la
pérdida de gravitación de la propiedad estatal en la industria, que declinó del
100% (1978) al 41.9% (2003). El estado sólo mantiene la supremacía en cinco
sectores y ha perdido peso en las 23 actividades más dinámicas (Hart-Landeberg,
2011).
Esta misma evolución pro-capitalista se
corrobora en la erosión del tejido social generado por el avance de la
precarización y la declinación del empleo tradicional. De los 30 millones de
obreros que fueron despedidos entre 1998 y 2004 quedaron 21,8 millones viviendo
con el ingreso mínimo.
En muchas empresas rigen, además, jornadas
laborales de 11 horas durante 26 días al mes. Las super-explotación afecta
duramente a los 200 millones de trabajadores rurales que emigraron a las
ciudades en los últimos 25 años, sin lograr el status de residencia (Hart-Landeberg,
2011).
China se ha ubicado al tope de los índices de
desigualdad medidos por el coeficiente Gini. En la región es tan sólo superada
por Nepal y luego de Estados Unidos alberga al mayor número del billonarios del
mundo. Por esta razón florecen los negocios del lujo y los clubs de yate. Toda
la generación de ahijados del viejo liderazgo comunista maneja las grandes
compañías. Allí se concentra la nueva elite. Basta observar que un tercio de
los 800 individuos más ricos del país son miembros del PCCH.
Estos
datos económicos, sociales y políticos no dejan ningún margen de duda sobre la
tendencia a la restauración del capitalismo que rige en China. Los neoliberales
se congratulan de este cambio y los heterodoxos se limitan a presentarlo como
un momento necesario de la acumulación.
Pero muchos teóricos del marxismo enfrentan
este escenario con desconcierto. Algunos hacen malabarismos para presentar los
datos de China como signos de modernización del socialismo. Más allá del
desgastado recurso de subrayar las singularidades del país (“socialismo con
características chinas”), no logran demostrar cómo se compatibiliza ese sistema
con el creciente poderío de los acaudalados.
El lenguaje diplomático, las abstracciones y
el reemplazo del término capitalismo por mercado, no alcanzan para disfrazar un
curso evidente. Es discutible el grado de consolidación alcanzado por la
restauración capitalista, pero no la primacía de esta tendencia (Weil, 2009).
Las nuevas resistencias
Al caracterizar la existencia de dos períodos
diferenciados -introducción del mercado en una economía planificada (1978-92) y
giro pro-capitalista (1992-2014)- se puede entender la naturaleza de la
transformación en curso. El pasaje del primer modelo al segundo marca una
ruptura cualitativa, que ha bloqueado (o sepultado) cualquier transición
socialista.
Ese cambio no implicó sólo otra política
económica (de primacía del consumo a la inversión) o de entrelazamiento del sector
financiero con el productivo. Tampoco se redujo a un pasaje de las comunas rurales
a unidades agro-industriales o a una conformación de zonas francas en la costa para
fabricar bienes exportables mediante inversiones extranjeras.
La modificación central entre ambos períodos
ha sido un cambio en la reglas de propiedad, que facilitó la conversión de una
elite de funcionarios en dueños de grandes empresas. Este giro fue acompañado
con el otorgamiento de mayores atribuciones a los gerentes para reorganizar las
unidades de producción. Mientras que el elevado crecimiento económico permitió
reducir la pobreza, el esquema de gran desigualdad instaurado impide
actualmente a las familias obreras afrontar los gastos corrientes de salud y educación
(Li, Piovani, 2011).
La segunda etapa económica de China estuvo
signada por un explosivo crecimiento económico y acompañado de agudas
manifestaciones de corrupción. Por esa vía la nueva clase privilegiada se
apropia de una gran tajada del desarrollo actual.
Esos grupos de la alta burocracia debieron
tolerar -durante el largo período que sucedió a la revolución- la preeminencia
de grandes conquistas populares, que obstruían su enriquecimiento. Cuando
alcanzaron el poder suficiente para arrebatar esas mejoras, comenzó el salto
hacia su nuevo status capitalista. Actualmente sostienen su poder en el manejo del
estado y cuentan con el apoyo social de una clase media, que ascendió soñando
con alcanzar el estilo de vida norteamericano (Li, 2009).
Entre los autores que resaltan este nítido
curso pro-capitalista muchos dejan abierta una definición sobre la madurez de
esta involución. ¿Se ha consumado por completo la restauración, como ocurrió en
Rusia o los países de Europa Oriental?
El carácter irreversible de este giro es
puesto en duda por quienes cuestionan la solidez de la nueva clase capitalista.
Afirman que el estado mantiene un gran poder de intervención y una consiguiente
capacidad para introducir cambios de tendencias (Lin, 2009; Lo, Zhang, 2011).
Otros destacan la persistencia del legado socialista
en la vida cotidiana y la sensibilidad (o temor) de las autoridades ante
cualquier expresión de descontento popular. Señalan que la reacción de estas
elites es muy distinta a la conducta de clases opresoras de Occidente, que
acumulan siglos de experiencia en el ejercicio de su dominación (Wang, 2009).
Finalmente, las nuevas resistencias populares
que irrumpieron en los últimos años son vistas como otro síntoma de grandes
reservas de oposición al rumbo capitalista, que subyacen en la sociedad china (Li,
Li, Xie, 2012).
Esta variedad de argumentos ilustra cuán complejo
es definir el grado de concreción de la restauración capitalista. Este proceso
no supone solamente transformaciones objetivas en la escala de la propiedad
privada vigente, sino también drásticos cambios en el nivel de aceptación
subjetiva del capitalismo. La restauración implica un proceso dual de
consolidación de ambos componentes.
En nuestra caracterización de estos procesos
establecimos cinco criterios para mensurar esa restauración, subrayando tres aspectos
económicos (precios libres, planificación reducida, crisis por acumulación), un
pilar político (modalidad institucional) y un elemento social-subjetivo de
resistencia y defensa del ideal socialista (Katz, 2006: 72-76).
En el plano económico las reglas del
capitalismo se encuentran muy avanzadas en China, tanto en la forma que asume
el ciclo y la gestión macroeconómica, como en el manejo de las empresas. Este
dato es reconocido por los propios defensores del modelo actual, que describen
el comportamiento de una clase capitalista con influencia preeminente en todas
las instituciones y medios de comunicación. Pero las elites más neoliberales no
dominan todo el aparato del estado y los grandes desequilibrios regionales,
sociales y agrarios que desata la acumulación ponen en duda la consistencia del
naciente capitalismo.
El desemboque final de este proceso es
incierto, puesto que a diferencia de lo ocurrido en la URSS la clase obrera
está recuperando protagonismo. Hay grandes huelgas que imponen concesiones a
los gobernantes. El número de protestas creció de 58.000 (2003) a 87.000 (2005)
y a 94.000 (2006). Desde el 2009 el incremento de estas resistencias determinó
un cambio de conducta de los dirigentes, que optaron por sustituir la reacción
represiva inicial por negociaciones y concesiones (Yu, 2012).
Este cambio converge con la multiplicación de
corrientes críticas y planteos anticapitalistas de tendencias de izquierda, que
demandan medidas de renacionalización y reversión de las privatizaciones. Exigen
restaurar la gratuidad de la educación y la salud y confrontan con los
enriquecidos (Zhu, Kotz, 2011).
Estos segmentos
militantes son más influyentes que lo supuesto en Occidente. Suelen combinar reivindicaciones
básicas con demandas de cambio en los impuestos y los patrones de crecimiento.
Muchos mixturan la defensa del igualitarismo con propuestas de democratización
política. Todas las referencias a un “modelo chino al socialismo” deberían ser
identificadas con estas vertientes de resistencia por abajo a la restauración (Choi,
2009).
La política
internacional
Algunos
analistas registran líneas de continuidad de China con su pasado
antiimperialista. Consideran que el país retoma los principios de soberanía y cooperación
impulsados durante el emblemático encuentro de 1955 con Egipto (Nasser) e India
(Nehru) (Revista Bandung, 2011).
Pero resulta muy difícil corroborar algún
resabio de esos proyectos. China está embarcada en un curso radicalmente
opuesto de ampliación de las inversiones en el exterior y afianzamiento de los
tratados de libre-comercio.
Otros autores estiman que el país edifica los
basamentos del nuevo modelo global, que reemplazará la decadente hegemonía de
Estados Unidos. Suponen que erigirá un esquema de cooperación favorable al
grueso de la periferia. Esta visión fue difundida por Arrighi, al contraponer
el belicismo yanqui en declive, con un ascendente “Consenso de Pekín” basado en
el pacifismo de la potencia asiática (Arrighi, 2007: cap 5-6).
Este
mismo enfoque es presentado por quienes suponen que este país orientará la
economía mundial hacia el igualitarismo, liderando el nuevo bloque contra-
hegemónico de los BRICS.
Pero
no es sensato concebir algún devenir pos-capitalista bajo la dirección de una potencia
que emerge en términos capitalistas y con tanta rivalidad como asociación con
Estados Unidos. Los propios dirigentes chinos enfatizan este perfil en todas
las iniciativas que asumen a escala mundial. Suelen exhibir una ideología más
próxima a la idolatría mercantil- liberal que a cualquier vestigio de mensajes
socialistas.
La
significativa asociación de las elites chinas con los principales bancos y
empresas de Occidente contradice la esperada formación de un bloque de economía
cooperativa global. Ese entrelazamiento con el capital extranjero se verifica
dentro de China en la incidencia de ese sector en las ventas industriales.
También se expresa en la fanática adopción de principios del libre comercio
luego del ingreso a la OMC. El país asciende en el escenario mundial como socio
de las grandes compañías y es un natural custodio del status quo vigente.
Este
importante vínculo con la producción, el comercio y las finanzas globalizadas
impide a la nueva potencia cumplir con un papel progresista. Se ha convertido
en un pilar de la mundialización neoliberal y no puede actuar simultáneamente
como gestor de modelos pos-capitalistas.
Las
propias tendencias generadas por la crisis del 2008 confirman esa
imposibilidad. Si China decide reforzar su posición en el escenario mundial
-transformando en propiedades sus enormes acreencias en dólares- consolidará su
asociación con grandes empresas capitalistas. Los bienes adquiridos a su rival
serían reciclados bajo el mismo esquema de la globalización neoliberal,
afectando a todos los perdedores de la reorganización capitalista[2].
Pero
no es necesario evaluar estas hipótesis para verificar cuál es el
comportamiento internacional predominante de las elites chinas. Los acuerdos
concertados con sus abastecedores de materias primas están regulados por
estrictos principios de libre-comercio.
La asociación de los capitalistas chinos con
sus pares occidentales ha obstruido, además, el esperado desacople
internacional y el consiguiente giro chino hacia el crecimiento interno. Los
efectos de esta limitación ya pesan severamente sobre una economía que ha
reducido significativamente su ritmo de crecimiento. Los vínculos
transnacionales recortan los márgenes de acción autónoma de la nueva potencia.
En la propia dirección china los partidarios
de estrechar la relación con Occidente (elite de la Costa) chocan con los
críticos de esa asociación (elite del Interior). Pero ninguna de las dos
vertientes promueve los cursos de ruptura antiimperialista requeridos para
gestar un modelo internacional cooperativo.
En este terreno se verifica una significativa
diferencia con la estrategia postulada por los dirigentes de la vieja URSS.
También allí todos los sectores de la burocracia gobernante habían archivado
cualquier perspectiva de estrategia socialista. Pero la coexistencia pacífica
que mantenían con el imperialismo se basaba en un principio de división
territorial (“áreas de influencia”), que recreaba los permanentes conflictos de
la guerra fría. Los campos de acción económica estaban totalmente separados y
los vínculos comerciales, financieros o productivos entre los dos contendientes
eran mínimos.
En el curso de las últimas décadas la
burocracia china siguió un camino diferente de integración plena al mercado
mundial. Por esta razón el programa de Nuevo Orden Internacional (NOEI) -que
impulsaba la URSS para asociar al Segundo y Tercer Mundo- no tiene continuidad
en el liderazgo chino.
Esta dirección concibe todas sus acciones
internacionales partiendo del entrelazamiento que estableció con las empresas y
bancos del Primer Mundo. Por eso desarrolla una política exterior más cautelosa
que los soviéticos, con bajo perfil, alto realismo y convivencia con la
economía estadounidense.
Alianzas
sin imitación
En su configuración actual China puede ser
vista como un socio de los procesos transformadores de América Latina, pero
nunca como el modelo a seguir para la construcción del socialismo. El gigante
asiático se ha distanciado estructuralmente de ese objetivo.
Al igual que la URSS en el pasado, China es
muy importante en la actualidad para Cuba y América Latina. La región necesita
aliados para cualquier batalla contra el imperialismo estadounidense. El
gigante del Norte sigue tratando a las naciones situadas al sur del Río Grande
como piezas de su patio trasero. Nunca abandonó sus pretensiones de anexar
Centroamérica y tutelar Sudamérica. Envió marines, organizó golpes de estado y
diseñó todas las masacres requeridas para perpetuar su dominación.
Estados Unidos respondió al surgimiento de
proyectos socialistas en el hemisferio con sabotajes, invasiones y
conspiraciones. Comandó un estricto monitoreo anticomunista y llevó a cabo
explícitas acciones de intervención contra Chile y Nicaragua. Las décadas de
bloqueo que soporta Cuba o las conspiraciones que afronta Venezuela retratan
esta injerencia.
Es
totalmente falsa la creencia que Estados Unidos se ha olvidado de América
Latina y que ha renunciado al intervencionismo. Basta registrar el protagonismo
yanqui en el golpe de Honduras, el despliegue general de la IV Flota o las
nuevas bases en Colombia para desmentir esas ilusiones. Hay cambios en el
lenguaje (del anticomunismo al antiterrorismo) y mayor delegación de acciones
en militares locales. Pero el Pentágono persiste como la principal barrera para
cualquier perspectiva no sólo de socialismo, sino de efectiva independencia.
El desahogo que se observa en los últimos años
(declive de la OEA, surgimiento de la CELAC, retorno de Cuba a la diplomacia
regional) es un resultado provisorio del escenario creado por las rebeliones
populares. Hay gobiernos más autónomos, pero la obstrucción imperial a
cualquier proyecto de emancipación de la América Latina no ha cambiado.
Resulta
por lo tanto indispensable apuntalar las alianzas internacionales que permitan
proteger los procesos antiimperialistas en la región del abrumador poderío del
Pentágono. Por su peso geopolítico a escala global, China puede actuar como
contrapeso de esa amenaza.
La trayectoria seguida por Cuba desde los años
60 aporta un interesante antecedente de la forma de implementar una política
exterior revolucionaria, sin subordinación a los mandatos de los grandes
jugadores mundiales. El Che puso en práctica una estrategia de expansión
internacional del socialismo, en contraposición al status quo permanente con el
imperialismo que propiciaban los líderes de la ex URSS. En su discurso de Argelia
fue particularmente crítico con la escasa solidaridad de estos dirigentes hacia
las sublevaciones del Tercer Mundo.
Guevara convocó a forjar “uno, dos, tres,
muchos Vietnam”, en oposición a la pasividad del Kremlin. Impulsaba esas
sublevaciones frente a la utopía de restringir la edificación del socialismo a
un solo país o región. En el Congo puso el cuerpo y en Bolivia entregó su vida
a esos ideales (Katz, 2008; Sánchez Vázquez, 2007).
Más allá del resultado de esas acciones, la experiencia
cubana ilustró cómo la alianza con una potencia para contrabalancear el peso
del imperialismo, no implica sometimiento o imitación del socio. Ese modelo
ofrece un importante punto de partida para concebir las relaciones con China de
los procesos radicales actuales y futuros de América Latina.
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Resumen
China ha transitado por sucesivos períodos de transformación
anticapitalista, adaptación mercantil y formación de una clase dominante. La
dinámica de la acumulación, la desigualdad y la precarización laboral ilustran un
avanzado estadio de restauración capitalista. Pero esta regresión no es
definitiva por los desequilibrios que genera y las resistencias sociales que
afronta. Este dato introduce una diferencia con lo ocurrido en la ex URSS.
El entrelazamiento con capitales foráneos y la
estrategia de libre-comercio impiden a China forjar un bloque internacional
cooperativo. Pero América Latina necesita el contrapeso de esa potencia como socio
comercial y aliando geopolítico frente a la dominación estadounidense. Cuba
aporta un importante antecedente de estrategias revolucionarias autónomas.
Notas
[1] Este texto continúa el análisis abordado en:
Katz (2014).
http://lapaginademontilla.blogspot.com/ |