Gustavo Robles
Estamos, en términos históricos, en las vísperas del centenario de la fecha más importante de la Humanidad: la Revolución Rusa. El 7 de noviembre de 2016 se han cumplido 99 años de aquella gesta, en la que los explotados de la Rusia zarista tomaron el Palacio de Invierno y el Poder, guiados y vanguardizados por los bolcheviques. Con Lenin a la cabeza, estos se propusieron crear una sociedad totalmente diferente a las que los seres humanos modelaron a lo largo de la historia: una donde no existiera la explotación del hombre por el hombre, ni sus consecuencias nefastas, la desigualdad, la injusticia y la miseria.
Estamos, en términos históricos, en las vísperas del centenario de la fecha más importante de la Humanidad: la Revolución Rusa. El 7 de noviembre de 2016 se han cumplido 99 años de aquella gesta, en la que los explotados de la Rusia zarista tomaron el Palacio de Invierno y el Poder, guiados y vanguardizados por los bolcheviques. Con Lenin a la cabeza, estos se propusieron crear una sociedad totalmente diferente a las que los seres humanos modelaron a lo largo de la historia: una donde no existiera la explotación del hombre por el hombre, ni sus consecuencias nefastas, la desigualdad, la injusticia y la miseria.
La Revolución Bolchevique abrió la puerta de innumerables
procesos revolucionarios en el mundo que maduraron a su luz. Hizo ver que se
podía. Lo pobres podían rebelarse y triunfar. Y es que, más allá de las
diferencias culturales de los pueblos de la Tierra, ninguno escapaba (ni
escapa) a las lacras de la explotación y la pobreza. La virtud de los
revolucionarios rusos fue comprender la realidad de su pueblo, su cultura y
nivel de consciencia general, sus angustias y aspiraciones, para capitalizar
toda esa potencia en pos del objetivo revolucionario, todo enmarcado en la
teoría que ha guiado a millones de personas con el mismo anhelo desde mediados
del siglo 19: el marxismo. Por supuesto que eso no fue casualidad, pues fueron
Marx y Engels quienes mejor explicaron la estructura de la sociedad capitalista
de la época, y la relación de poder de los explotadores sobre los explotados de
todas las épocas. Y lo hicieron no con el sólo ánimo de explicar la realidad,
sino de modificarla, tal cual expresara el filósofo alemán en la Tesis 11 de su
Tesis sobre Feuerbach.
Octubre (según el calendario juliano), la Revolución, el
Estado Soviético, su esplendor y sobre todo su caída nos llaman desde la
esencia de la Historia Humana para interpelarnos a quienes tuvimos aquello como
un faro, como norte, y a quienes sueñan con un mundo donde el hombre sea
hermano del hombre y nunca lobo.
Es necesario erradicar el culto y analizar aquél periodo con
la rigurosidad que exige la ideología que le dio sustento: más allá de las
pasiones, lejos de toda idealización, que es lo que hubiesen hecho y exigido,
en definitiva, los mismísimos Marx, Engels y Lenin. No puede ignorarse
semejante implosión después de 70 años de experiencia soviética, derrumbe que
el pueblo atestiguó desde sus casas. No puede atribuirse simplonamente a la
acción contrarrevolucionaria del imperialismo burgués: si bien obviamente la
hubo, la URSS hoy existiría si se hubiesen hecho las cosas como era debido
hacerlas. Que la caída haya sido una experiencia de las contradicciones y
claudicaciones de la cúpula, tiene todo que ver con la forma en que se
desarrolló aquel Estado después de la muerte de Lenin, donde el PCUS llevó las
riendas y relegó a la clase a recibir los “beneficios” de las políticas del
partido, en lugar de socializar el poder en las masas, contradiciendo al propio
líder de Octubre cuando, en sus Tesis de Abril, había labrado la consigna “todo
el poder a los soviets”. Eso, en los hechos, no ocurrió nunca. Como tampoco se
vio la etapa del socialismo, si se entiende como tal la socialización de los
medios de producción y el gobierno de la clase (y no del partido): en lo que
vulgarmente se conoció como “socialismo real”, nunca se superó la etapa del
“capitalismo de estado”, donde la burocracia del PC se transformó concretamente
en la nueva burguesía.
Si la característica principal del sistema capitalista es la
propiedad privada y el trabajo asalariado, en el bloque soviético la propiedad
privada pasó a ser “estatal” pero nunca “social”, y el trabajo asalariado…
nunca dejó de existir.
Tal vez por ese lado, porque las desigualdades nunca se
extinguieron, haya que buscarle la vuelta a la explicación de semejante
fracaso.
Quienes vivimos aunque sea algunos años de aquél mundo
extinto, donde la clase obrera (con las desviaciones del caso) había logrado
niveles de organización tales que podía discutir la estructuración de la
Humanidad con la burguesía imperialista, hoy somos apenas sobrevivientes del
naufragio. La realidad nos ha golpeado de manera brutal, y nos exige asumirla
con entereza pero también inteligencia, dignidad y humildad para afrontar la
lucha presente y futura. Venimos de una derrota. Y esa derrota ha calado en la
sociedad mundial transformándose en cultura, lo que se suma a la cultura ya
impuesta por la burguesía como clase dominante y su modo de producción. Para la
mayoría de los seres humanos “el comunismo murió”, aunque no tengan idea de lo
que es el comunismo o lo hayan asociado a una experiencia “dirigida por
comunistas” que ni siquiera llegó a la etapa del socialismo. Los instrumentos
de dominación cultural de la burguesía imperialista se han encargado desde
entonces de afirmar esa falacia y convertirla en “verdad” para los habitantes
de la Tierra.
Marx y Engels explicaron claramente cómo se organiza la
sociedad capitalista, dividida en la estructura, donde se desarrollan el modo
de producción y las fuerzas productivas, y la superestructura, donde se
desenvuelve la ideología dominante en la sociedad y crea su Estado, sus leyes,
sus instrumentos de convencimiento, de formación y de represión. También explicaron
que toda relación en la naturaleza es dialéctica y en las construcciones
humanas. Y que por lo tanto, tanto en la estructura como en la superestructura
se expresan las contradicciones que genera el sistema: en la estructura, la
contradicción económica y social palpable y concreta que es la de los intereses
de los capitalistas contra los intereses de los trabajadores; y en la
superestructura, la ideológica, donde la burguesía ha impuesto e impone la
suya, en detrimento de la de los trabajadores, hoy más confusa que nunca, pues
mientras hasta hace unos años se luchaba por la liberación política y social y
por el poder, hoy se contenta con pelear por formas de explotación más
humanizadas. Más allá de lo que quieran esgrimir los denostadores del marxismo,
queda expuesto que Marx y Engels se ocuparon de las cuestiones objetivas de
la explotación capitalista, expresadas en la estructura social, basándose en
las formas del capitalismo de su época; pero también de las cuestiones subjetivas,
plasmadas en la superestructura y tan importantes o más que las meramente
economicistas. “El obrero tiene más
necesidad de respeto que de pan” decía Marx, y con ello hacía hincapié en
lo verdaderamente importante de su pensamiento: si había respeto entre los
seres humanos, habría igualdad y si había igualdad, habría pan para todos. “De cada quién según su capacidad, a cada
cual según su necesidad”, otra de las frases humanistas del gran Karl. Los
fundadores del socialismo científico sabían que la conciencia social se forjaba
en el modo de producción del sistema imperante, por lo cual había que dominar
el conocimiento de ese factor concreto de la realidad para poder cambiarlo,
pero el objetivo era una sociedad donde cada ser humano pudiese ser
objetivamente libre y subjetivamente feliz. El obrero tiene más necesidad de
respeto que de pan, pero para poder lograr ese respeto, debería destruir las
condiciones materiales que determinaban su carácter de explotado.
Si el modo de producción genera las ideas para sostenerlo y
con ello los privilegios de quienes dominan, su imposición en la sociedad toda
genera una cultura, entendiendo
la cultura como los usos, tradiciones
y costumbres de un pueblo. Es por eso que para el trabajador del sistema
burgués, no hay trabajo si no hay patrón, y no hay otra realidad que la que
vive. Su lugar en la sociedad está determinado de antemano y no se puede
modificar. Para afirmar ello, están las herramientas del sistema más allá de
los lugares de trabajo, como los medios de comunicación masivos o los planes de
estudio en las políticas educativas. Entonces, es allí donde debe estar la
tarea fundamental de todo revolucionario: en interponer la cultura de lo nuevo
(el socialismo) a la impuesta por la clase dominante, a través de la acción
política. Ésa es la tarea. Convencer. Convencer a las mayorías de que otra
realidad es posible. La revolución no es un instante, es un proceso que implica
la acumulación de todo el conocimiento humano en el marco de la lucha de
clases.
Hay que entender que sólo con el convencimiento de las
masas, con el cambio de paradigmas superestructurales en la estructura social,
cualquier cambio será duradero. Los pueblos deben persuadirse de que el sistema
en el cual han vivido durante siglos ya no les puede solucionar los problemas
de la vida cotidiana, para abrazarse en un nuevo paradigma. Si eso pasa, el
cambio es irreversible. Es lo que ha pasado a lo largo de la historia con el
esclavismo y el feudalismo. Y si bien esos conceptos subsisten en lo concreto
en algunas expresiones de la sociedad mundial actual, son marginales y
minoritarios, absorbidos por el modo de producción burgués y su avasallante
dominio de las relaciones sociales del presente planetario. Para terminar con
ello, debe haber una acción de masas que de fin a esa hegemonía e imponga la
suya propia. A eso Marx y Engels llamaron “dictadura del proletariado”, pues
vieron que sólo la clase trabajadora tenía las herramientas necesarias y
concretas para llevar a cabo tal labor, guiando a las demás clases explotadas y
marginadas por los capitalistas. La tarea de todo revolucionario es generar las
condiciones para hacer realidad ese concepto. Entonces, se pueden discutir las
diferentes visiones de la política revolucionaria, se pueden y se deben debatir
las tácticas y hasta las estrategias, pero lo que no puede dejar de verse es
que para abordar las conciencias de los pueblos debe hacerse desde la
coherencia ideológica para que el mensaje sea potente y creíble. Sin embargo,
la confusión en el espectro revolucionario es total. Desde el caos, desde el
desorden, desde el desatino, desde la necedad no se convence a nadie. Así como
hay quienes se han quebrado o vendido a los brazos del Capital, pasando a ser
la izquierda que legitima el sistema, hay quienes creen que “la verdad” está encerrada
en cada uno de los grupúsculos que lo componen. Y digo grupúsculos no en forma
peyorativa, sino más bien descriptiva, porque está claro que hoy el pensamiento
de izquierda es marginal a nivel de masas, y en relación a ellas, cualquier
grupo, sea de 500 o de 5000, es insignificante . A pesar de ello, de manera
delirante, imperan los que creen que todo militante debe seguir sus consignas,
sus políticas y sus estrategias, tildando de “contra” al que no lo hace.
Generan un dogma que mata
de hecho al espíritu crítico que dicen tener y fomentar. Y como cada grupo cree
y hace lo mismo, el resultado es la división permanente. En tiempos de derrota,
cuando la cordura debería primar y empujar al reagrupamiento para volver a
encarar la lucha de la manera más consensuada e inteligente posible, se insiste
con la discordia y el desmembramiento. En lugar de dialogar y debatir como
exigen la ideología y la razón para tratar de encontrar el mejor camino, cada
uno se planta en la suya… y los burgueses de fiesta. La izquierda entonces
aparece como un “manojo de loquitos” ante la clase y el pueblo que dice querer
liberar. Todos dicen más o menos lo mismo, pero todos se pelean entre todos, se
acusan entre todos, lo que les hace perder credibilidad ante las masas.
Es imposible el pensamiento único, es contrario a la
naturaleza humana, por lo tanto, pretender organizar a la clase o incluso a la
militancia bajo esa premisa es absolutamente utópico, disparatado y
contraproducente. Va en contra de los objetivos que se dice tener. La realidad
de la izquierda hoy, en nuestro país y en el mundo, es la de un sector de la
sociedad con aspiraciones adultas pero comportamiento infantil. Un sector de la
sociedad que dice querer dejar atrás la cultura de la burguesía, pero que la
termina reproduciendo en todo lo que pergeña. Un sector de la sociedad que dice
estar en contra de la propiedad privada, pero que cada espacio que genera lo
considera propio y no socializable. Deberemos madurar más temprano que pronto
porque la división ya no es tolerable y es absolutamente funcional a los
privilegios de los explotadores del mundo.
Eso es lo que nos demanda Octubre y la memoria de los
bolcheviques, a casi 100 años de su heroica gesta: ser merecedores de su
legado, asumiendo lo que realmente hay que hacer, dejando de lado todo lo que
nos divide. Debatir cómo combatir a nuestros enemigos de clase sin tratar como
enemigos a los que quieren lo mismo que nosotros pero con algún matiz.
Tolerando desacuerdos y hasta contradicciones con quienes compartimos los
sueños de un mundo justo.
Lenin nos llama desde el fondo de la historia. Marx y Engels
nos convocan. Los bolcheviques nos interpelan. Sin dudas, un Congreso de la
Izquierda revolucionaria se impone como el futuro a abordar, para dejar atrás
los vicios de la vieja izquierda y su división eterna. Sólo así seremos dignos
de aquellos que escribieron la página más gloriosa de los marginados de la
Tierra.
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