“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

10/11/16

Lenin como lector de Hegel — Hipótesis para una lectura de los ‘Cuadernos Filosóficos’ sobre ‘La ciencia de la lógica’

Stathis Kouvélakis

La Primera Guerra Mundial no fue simplemente una erupción de masacres a escala masiva en el corazón de los países imperialistas. Tras un siglo de relativa paz interna supuso, al mismo tiempo, el colapso de su oponente histórico, el movimiento obrero europeo organizado esencialmente en torno a la Segunda Internacional. El término «desastre» resulta adecuado, aunque Alain Badiou lo utiliza para referirse a la refutación final de una cierta forma de política emancipatoria, resultado del reciente colapso de los así llamados regímenes comunistas del Este europeo^ Si consideramos que este segundo desastre golpeó precisamente la verdad política que bajo el nombre de «Octubre de 1917», o igualmente de «Lenin», nació en respuesta al primero, entonces el mismo se convierte en el rizo final del «corto siglo XX», que se cerró con esta repetición del desastre. Paradójicamente, por lo tanto, no es un mal momento para volver al principio, el momento en que en medio del barro y la sangre que anegó Europa el verano de 1914, surgió este siglo.
El desastre
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Arrastradas por el torbellino del conflicto, las sociedades europeas y no europeas tuvieron su primera experiencia de la guerra total'. Toda la sociedad, los combatientes y no combatientes, las economías y las políticas, el Estado, la sociedad civil (sindicatos, iglesias, medios de comunicación), participaron por completo en una movilización general que carecía de precedentes en la historia.

La dimensión traumática de los acontecimientos no tenía parangón con cualquier otra confrontación armada que se hubiera producido con anterioridad. De la monstruosa carnicería que se produjo en las trincheras, una auténtica industria de la masacre, altamente tecnológica y practicada tanto sobre el campo de batalla como fuera de él (con el bombardeo de civiles, el desplazamiento de poblaciones y la destrucción de zonas fuera del frente de batalla), surgió un sentimiento generalizado del fin de una «civilización». La industria de la aniquilación en masa se entretejió estrechamente con los mecanismos para controlar la vida social de las poblaciones directa o indirectamente involucradas en el conflicto. Esta atmósfera apocalíptica, cuyos ecos resonaron con claridad en toda la cultura del periodo posterior a la Guerra (de la propia Guerra surgió el dadaísmo, más tarde el surrealismo y las demás vanguardias de los años veinte y treinta) se extendió por toda la vida contemporánea. En la actualidad nos podemos hacer una idea de ello leyendo «El panfleto de Junius» de Rosa Luxemburg, uno de los textos más extraordinarios de la literatura socialista, donde cada página certifica el carácter sin precedentes de la barbarie que se estaba produciendo'.

Lenin en la Bliblioteca de Ginebra, Suiza 1908
El alcance del embrutecimiento de todas las relaciones sociales, a pesar de lo terrible que fue y que sigue pareciendo, no debería encubrir las innovaciones a gran escala que trajo el conflicto. Realmente es algo sabido que todas las guerras son auténticos laboratorios de «modernización» de las relaciones sociales, pero el carácter total y absoluto de esta última otorgó al proceso un alcance desconocido hasta entonces. El conflicto mundial hizo posible el establecimiento a gran escala de campos de concentración y las políticas de deportación de poblaciones y limpieza de territorios, que hasta entonces habían estado reservadas a las colonias, lo cual supuso importar a las metrópolis la clase de violencia que hasta entonces se había desarrollado en la periferia imperial. Las formas de planificación y control estatal de la economía, entre las que se incluían la integración de los sindicatos en las economías de guerra, adoptaron la apariencia de una completa racionalización capitalista teorizada por el político y empresario alemán Walter Rathenau. El recurso al trabajo de la mujer en la industria, combinado con la ausencia de los hombres que se hallaban en el frente, tuvo sus consecuencias sobre la estructura familiar y la dominación masculina de la vida social. La guerra experimentó con las formas de condicionamiento practicadas a gran escala sobre los combatientes y la opinión pública por un impresionante mecanismo de control de la información y el desarrollo de nuevos medios de distribución (radio, cinematógrafo). Y, por supuesto, el conflicto dio lugar al surgimiento de los gobiernos de la union sacrée, que aseguraron la participación de los partidos obreros en la cumbre del Estado y la introducción de formas de planificación y consenso en el plano económico. Ni un solo aspecto de la vida colectiva e individual permaneció sin alterar por esta experiencia, auténticamente radical.

Nada volvería a ser como antes, y sobre todo el movimiento obrero. El colapso de la Segunda Internacional, su total impotencia para hacer frente al desencadenamiento del conflicto imperialista, de hecho únicamente revelaba unas tendencias fuertemente arraigadas, que ya existían antes de la Primera Guerra Mundial, hacia una «integración» de las organizaciones de este movimiento (y de una gran parte de su base social) en compromisos que apoyaban el orden político y social de los países metropolitanos, especialmente de su dimensión imperialista. El «colapso», utilizando el término de Lenin, fue el de la totalidad de la práctica política de los trabajadores y del movimiento socialista, que se veía obligado a efectuar reconsideraciones radicales: «El mundo ha cambiado las condiciones de nuestra lucha y al mismo tiempo nos ha cambiado radicalmente a nosotros mismos», escribía Rosa Luxemburg, que apelaba a un «implacable sentido autocrítico» como «vida y aire del movimiento proletario»

Lenin, aunque estaba lejos de encontrarse entre los menos preparados (aunque en algunos aspectos él mismo no se diera cuenta), estuvo con todo entre los que de manera inmediata se vieron sacudidos por el desastre. Su incredulidad de cara a los votos unánimes de la socialdemocracia alemana a favor de los fondos para la guerra, y de manera más general frente al colapso de la Internacional y de Kautsky como centro de su ortodoxia, así como la lentitud y el carácter extraño de sus intervenciones iniciales después de agosto de 1914, son muy significativas. Revelan no tanto una supuesta falta de lucidez (aunque sea cierto que sus primeros anhelos de «ortodoxia», que Luxemburg no compartía, contribuyeron a la ilusión retrospectivamente desvelada por el desastre), sino el carácter genuinamente sin precedentes de lo que estaba sucediendo.

Este contratiempo en la intervención política se ponía de manifiesto más claramente con la evolución de su posición sobre la actitud revolucionaria de los socialistas frente a la guerra. Cuando se produjo su estallido, y el «horror» del colapso de la Internacional era la carga más pesada que todos tenían que soportar, el dirigente bolchevique lanzó una consigna de «emergencia» que todavía estaba dentro de la cultura «antiguerra» de la difunta Internacional. La consigna democrática de «la transformación de todos los Estados europeos en unos Estados Unidos de Europa republicanos» encajaba en las ideas jacobinas y kantianas, y hablaba de una transformación que implicaba el derrocamiento, entre otras, de las dinastías alemana, austrohúngara y de los Romanov''. Ya en 1905 abandonaba esta posición debido a lo problemático de su contenido económico (capaz de ser interpretado como un apoyo a un imperialismo europeo unificado) y a su rechazo categórico de cualquier concepción eurocéntrica de la revolución. Se trataba de un rechazo que denotaba inequívocamente una apreciación muy pesimista del estado del movimiento obrero europeo: «Ha pasado para siempre el momento en que las causas del socialismo y la democracia estaban directamente atadas a Europa»'. Su afirmación simultánea del «derrotismo revolucionario», que suponía una innovación radical para la cultura del movimiento obrero internacional, aparece así inseparable de su reflexión sobre las devastadoras consecuencias de la implosión de agosto de 1941. Más exactamente, aparecía inseparable de la poco habitual ocupación a la que Lenin se entregaría en los meses que siguieron a estos acontecimientos.