La Primera Guerra Mundial no fue simplemente una erupción de
masacres a escala masiva en el corazón de los países imperialistas. Tras un
siglo de relativa paz interna supuso, al mismo tiempo, el colapso de su
oponente histórico, el movimiento obrero europeo organizado esencialmente en
torno a la Segunda Internacional. El término «desastre» resulta adecuado,
aunque Alain Badiou lo utiliza para referirse a la refutación final de una
cierta forma de política emancipatoria, resultado del reciente colapso de los así
llamados regímenes comunistas del Este europeo^ Si consideramos que este
segundo desastre golpeó precisamente la verdad política que bajo el nombre de
«Octubre de 1917», o igualmente de «Lenin», nació en respuesta al primero,
entonces el mismo se convierte en el rizo final del «corto siglo XX», que se
cerró con esta repetición del desastre. Paradójicamente, por lo tanto, no es un
mal momento para volver al principio, el momento en que en medio del barro y la
sangre que anegó Europa el verano de 1914, surgió este siglo.
El desastre
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Arrastradas por el torbellino del conflicto, las sociedades
europeas y no europeas tuvieron su primera experiencia de la guerra total'.
Toda la sociedad, los combatientes y no combatientes, las economías y las
políticas, el Estado, la sociedad civil (sindicatos, iglesias, medios de
comunicación), participaron por completo en una movilización general que
carecía de precedentes en la historia.
La dimensión traumática de los acontecimientos no tenía parangón con cualquier otra confrontación armada que se hubiera producido con anterioridad. De la monstruosa carnicería que se produjo en las trincheras, una auténtica industria de la masacre, altamente tecnológica y practicada tanto sobre el campo de batalla como fuera de él (con el bombardeo de civiles, el desplazamiento de poblaciones y la destrucción de zonas fuera del frente de batalla), surgió un sentimiento generalizado del fin de una «civilización». La industria de la aniquilación en masa se entretejió estrechamente con los mecanismos para controlar la vida social de las poblaciones directa o indirectamente involucradas en el conflicto. Esta atmósfera apocalíptica, cuyos ecos resonaron con claridad en toda la cultura del periodo posterior a la Guerra (de la propia Guerra surgió el dadaísmo, más tarde el surrealismo y las demás vanguardias de los años veinte y treinta) se extendió por toda la vida contemporánea. En la actualidad nos podemos hacer una idea de ello leyendo «El panfleto de Junius» de Rosa Luxemburg, uno de los textos más extraordinarios de la literatura socialista, donde cada página certifica el carácter sin precedentes de la barbarie que se estaba produciendo'.
La dimensión traumática de los acontecimientos no tenía parangón con cualquier otra confrontación armada que se hubiera producido con anterioridad. De la monstruosa carnicería que se produjo en las trincheras, una auténtica industria de la masacre, altamente tecnológica y practicada tanto sobre el campo de batalla como fuera de él (con el bombardeo de civiles, el desplazamiento de poblaciones y la destrucción de zonas fuera del frente de batalla), surgió un sentimiento generalizado del fin de una «civilización». La industria de la aniquilación en masa se entretejió estrechamente con los mecanismos para controlar la vida social de las poblaciones directa o indirectamente involucradas en el conflicto. Esta atmósfera apocalíptica, cuyos ecos resonaron con claridad en toda la cultura del periodo posterior a la Guerra (de la propia Guerra surgió el dadaísmo, más tarde el surrealismo y las demás vanguardias de los años veinte y treinta) se extendió por toda la vida contemporánea. En la actualidad nos podemos hacer una idea de ello leyendo «El panfleto de Junius» de Rosa Luxemburg, uno de los textos más extraordinarios de la literatura socialista, donde cada página certifica el carácter sin precedentes de la barbarie que se estaba produciendo'.
Lenin en la Bliblioteca de Ginebra, Suiza 1908 |
El alcance del embrutecimiento de todas las relaciones
sociales, a pesar de lo terrible que fue y que sigue pareciendo, no debería
encubrir las innovaciones a gran escala que trajo el conflicto. Realmente es
algo sabido que todas las guerras son auténticos laboratorios de
«modernización» de las relaciones sociales, pero el carácter total y absoluto
de esta última otorgó al proceso un alcance desconocido hasta entonces. El
conflicto mundial hizo posible el establecimiento a gran escala de campos de
concentración y las políticas de deportación de poblaciones y limpieza de
territorios, que hasta entonces habían estado reservadas a las colonias, lo
cual supuso importar a las metrópolis la clase de violencia que hasta entonces
se había desarrollado en la periferia imperial. Las formas de planificación y
control estatal de la economía, entre las que se incluían la integración de los
sindicatos en las economías de guerra, adoptaron la apariencia de una completa
racionalización capitalista teorizada por el político y empresario alemán
Walter Rathenau. El recurso al trabajo de la mujer en la industria, combinado con
la ausencia de los hombres que se hallaban en el frente, tuvo sus consecuencias
sobre la estructura familiar y la dominación masculina de la vida social. La
guerra experimentó con las formas de condicionamiento practicadas a gran escala
sobre los combatientes y la opinión pública por un impresionante mecanismo de
control de la información y el desarrollo de nuevos medios de distribución
(radio, cinematógrafo). Y, por supuesto, el conflicto dio lugar al surgimiento
de los gobiernos de la union sacrée,
que aseguraron la participación de los partidos obreros en la cumbre del Estado
y la introducción de formas de planificación y consenso en el plano económico.
Ni un solo aspecto de la vida colectiva e individual permaneció sin alterar por
esta experiencia, auténticamente radical.
Nada volvería a ser como antes, y sobre todo el movimiento
obrero. El colapso de la Segunda Internacional, su total impotencia para hacer
frente al desencadenamiento del conflicto imperialista, de hecho únicamente
revelaba unas tendencias fuertemente arraigadas, que ya existían antes de la
Primera Guerra Mundial, hacia una «integración» de las organizaciones de este
movimiento (y de una gran parte de su base social) en compromisos que apoyaban
el orden político y social de los países metropolitanos, especialmente de su
dimensión imperialista. El «colapso», utilizando el término de Lenin, fue el de
la totalidad de la práctica política de los trabajadores y del movimiento
socialista, que se veía obligado a efectuar reconsideraciones radicales: «El
mundo ha cambiado las condiciones de nuestra lucha y al mismo tiempo nos ha
cambiado radicalmente a nosotros mismos», escribía Rosa Luxemburg, que apelaba
a un «implacable sentido autocrítico» como «vida y aire del movimiento
proletario»
Lenin, aunque estaba lejos de encontrarse entre los menos
preparados (aunque en algunos aspectos él mismo no se diera cuenta), estuvo con
todo entre los que de manera inmediata se vieron sacudidos por el desastre. Su
incredulidad de cara a los votos unánimes de la socialdemocracia alemana a
favor de los fondos para la guerra, y de manera más general frente al colapso
de la Internacional y de Kautsky como centro de su ortodoxia, así como la
lentitud y el carácter extraño de sus intervenciones iniciales después de
agosto de 1914, son muy significativas. Revelan no tanto una supuesta falta de
lucidez (aunque sea cierto que sus primeros anhelos de «ortodoxia», que
Luxemburg no compartía, contribuyeron a la ilusión retrospectivamente desvelada
por el desastre), sino el carácter genuinamente sin precedentes de lo que
estaba sucediendo.
Este contratiempo en la intervención política se ponía de
manifiesto más claramente con la evolución de su posición sobre la actitud
revolucionaria de los socialistas frente a la guerra. Cuando se produjo su
estallido, y el «horror» del colapso de la Internacional era la carga más
pesada que todos tenían que soportar, el dirigente bolchevique lanzó una
consigna de «emergencia» que todavía estaba dentro de la cultura «antiguerra»
de la difunta Internacional. La consigna democrática de «la transformación de
todos los Estados europeos en unos Estados Unidos de Europa republicanos»
encajaba en las ideas jacobinas y kantianas, y hablaba de una transformación
que implicaba el derrocamiento, entre otras, de las dinastías alemana,
austrohúngara y de los Romanov''. Ya en 1905 abandonaba esta posición debido a
lo problemático de su contenido económico (capaz de ser interpretado como un
apoyo a un imperialismo europeo unificado) y a su rechazo categórico de
cualquier concepción eurocéntrica de la revolución. Se trataba de un rechazo
que denotaba inequívocamente una apreciación muy pesimista del estado del
movimiento obrero europeo: «Ha pasado para siempre el momento en que las causas
del socialismo y la democracia estaban directamente atadas a Europa»'. Su
afirmación simultánea del «derrotismo revolucionario», que suponía una
innovación radical para la cultura del movimiento obrero internacional, aparece
así inseparable de su reflexión sobre las devastadoras consecuencias de la
implosión de agosto de 1941. Más exactamente, aparecía inseparable de la poco
habitual ocupación a la que Lenin se entregaría en los meses que siguieron a
estos acontecimientos.