“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

28/10/08

Comiendo en Hungría


Goulash: Plato nacional húngaro

Omar Montilla

Desde hace algún tiempo tenía una deuda pendiente con Hungría. Siempre he querido escribir algo sobre las impresiones de mi visita a ese maravilloso país. Pero han pasado tantos años desde la última vez, que ahora se me hacen borrosos. Lo primero que se me ocurrió fue referirme a la gastronomía húngara, entre las más destacadas del mundo, sobretodo con el elemento común que la vincula con otras de la misma estatura como la hindú, la mexicana y la peruana: los ajíes.

Pero además de los ajíes y de los corposos vinos húngaros, el más grato recuerdo que siempre he tenido es haber encontrado, leído y disfrutado un libro escrito al alimón entre Pablo Neruda y Miguel Ángel Asturias, quienes cambiaron sus oficios al escribir Neruda en prosa y Asturias en verso [1]. Pero me he topado con un texto del recordado escritor cubano Lisandro Otero, y como lo considero insuperable, no tengo más remedio que publicarlo, como si lo hubiera escrito yo mismo.

La mesa puede ser campo de fiesta, convivio, gusto por la charla, disfrute de la hospitalidad… 

Lisandro Otero [2]

En 1938 Rafael Alberti y Miguel Ángel Asturias vivían en París, en el segundo piso de un edificio que albergaba en su planta baja una librería. En la vidriera se mostraban las abundantes obras de Víctor Hugo. Al bajar diariamente Alberti y Asturias tenían por costumbre medir su silueta contra los tomos acumulados para comprobar el incremento de sus siluetas que comenzaban a adquirir perfiles mofletudos. 

Rafael, desalentado exclamaba: "Ya estoy pasando el quinto tomo de Los Miserables" y Miguel Ángel le respondía: "Voy bien, no he aumentado, sigo en el segundo tomo de Notre Dame de Paris". Eran dos epicúreos aficionados al buen arte del comer y el beber. 

En 1965 coincidieron en Budapest Pablo Neruda y Asturias. Animados de un apetito pantagruélico recorrieron los principales restaurantes de una capital de bien ganada reputación por la calidad de su gastronomía. 

En el restaurante Alabardero cenaron tan a gusto que les surgió la idea de escribir a cuatro manos un libro sobre la cocina local. Al día siguiente, en una taberna de marineros, a orillas del Danubio, reafirmaron su proyecto. Comenzaron a recorrer las villas de donde eran originarios los platos que degustaban. Fueron recibidos por alcaldes y notables, cocineros y sumilleres. 

También probaron los legendarios vinos de aquella tierra: "seca transparencia y delirante dulzura, siete colores del rubí, sangre de toro, sangre de venado, sangre de león", escribiría Asturias. "El que comulga con ajíes, vuelve a vivir el sacrificio humano", diría Neruda. 

Les llamó la atención la mantelería primaveral de los mesones, el aroma del goulasch, "violento, goyesco, picante, casi incendiario", exclamó Asturias. Las sopas de cangrejo y de tortuga, de crestas de gallo, de jabalí, de conejo, de pulpa de calabaza motivaron su entusiasmo. 

"País de potajes que hacen temblar los cartílagos". No olvidaron la carpa con estragón, ni la berenjena con sabor de oro, ni los champiñones multiplicados por la lluvia. Al comentar el foie-gras Neruda lo proclamó "hígado de ángel —peso puro del goce— tu sabor toca el arpa en una ola de delicia". 

Asturias alabó esa gran industria de la alimentación que tiene a un país como alacena y granero, como arcón de maravillas caseras, como fuente de vinos exquisitos y construye un sabio uso de picantes y especias mientras impugna a quienes están sometidos a prohibiciones religiosas en el comer, a dictados dietéticos, a restricciones de salud, a normas de moda o a horarios implacables que les impiden el pleno disfrute de banquetes infinitos. 

También tronaron contra quienes renuncian a los postres, usan sacarina en vez de azúcar, beben leche desnatada y aliñan las ensaladas con limón solamente. 

Neruda ensalzó el vino Sangre de Toro: "tu cornada mortal nos da la vida y nos deja tendidos en el suelo respirando y cantando por la herida". Al Tokay le llamó "fuego de ámbar, luz de la miel, camino de topacio, verdad de oro, rectitud del mediodía", néctar que llena las copas "con su fogosa fuerza delicada". 

Cuando visitaron el famoso restaurante Hungaria vieron con interés la colección de fotos de sus más ilustres comensales: Maurice Ravel, Thomas Mann, Maurice Chevalier, Ricardo Strauss, Arturo Toscanini, Harold Lloyd y José Raúl Capablanca. Allí disfrutaron de ciruelas, duraznos y peras sobre una torre de hielo picado. 

En aquellos días Neruda y Asturias reeditaron las enseñanzas de Brillat Savarin, quien ordenó la sucesión de platos tal como la conocemos hoy: de los más ligeros a los más sustanciales; trataron de reproducir el famoso festín de Trimalción, narrado por Petronio, con su aluvión de salchichones, longanizas, butifarras y chorizos; remedaron las bodas de Camacho, que nos cuenta Cervantes, donde cincuenta cocineros prepararon una docena de lechones y un novillo entero junto a sesenta odres de vino y dos calderos de aceite para freír. 

Asturias concluye que "comer es vulgar" pero la mesa puede ser campo de fiesta, convivio, gusto por la charla, disfrute de la hospitalidad. Los hartazgos son una tradición de siglos y señalan hitos como la vendimia, bodas, bautizos y funerales. Muchas recetas son consagradas por el uso popular y avaladas por su repetición durante siglos.

NOTAS

  1. Publicado en 1969 por editorial Corvina, de Budapest y Lumen, de Barcelona
  2. Ver:http://www.cubaliteraria.com/autor/lisandro_otero/biografia

Correo: omar1montilla@gmail.com