Sus libros y sus ideas marcaron mi adolescencia y mis años
universitarios, desde que descubrí sus cuentos de El muro, en 1952, mi último
año de colegio. Debo haber leído todo lo que escribió hasta el año 1972, en que
terminé, en Barcelona, los tres densos tomos dedicados a Flaubert (El idiota de
la familia), otra de las tetralogías que dejó incompletas, como las novelas de
Los caminos de la libertad y su empeño en fundir el existencialismo y el
marxismo, Crítica de la razón dialéctica, cuya síntesis final, prometida muchas
veces, nunca escribió.
Después de veinte años de leerlo y estudiarlo con verdadera devoción, quedé decepcionado de sus vaivenes ideológicos, sus exabruptos políticos, su logomaquia y convencido de que buena parte del esfuerzo intelectual que dediqué a sus obras de ficción, sus mamotretos filosóficos, sus polémicas y sus úcases, hubiera sido tal vez más provechoso consagrarlo a otros autores, como Popper, Hayek, Isaías Berlin o Raymond Aron.
Después de veinte años de leerlo y estudiarlo con verdadera devoción, quedé decepcionado de sus vaivenes ideológicos, sus exabruptos políticos, su logomaquia y convencido de que buena parte del esfuerzo intelectual que dediqué a sus obras de ficción, sus mamotretos filosóficos, sus polémicas y sus úcases, hubiera sido tal vez más provechoso consagrarlo a otros autores, como Popper, Hayek, Isaías Berlin o Raymond Aron.
Sin embargo, confieso que ha sido una experiencia
estimulante —algo melancólica, también— la relectura de su polémica con Albert
Camus del año 1952, sobre los campos de concentración soviéticos, de su
recuerdo y reivindicación de Paul Nizan, de marzo de 1960, y del larguísimo
epitafio (casi un centenar de páginas) que dedicó a la memoria de su compañero
de estudios, aventuras políticas y editoriales, amigo y adversario, el filósofo
Maurice Merleau-Ponty (1961).
Era un soberbio polemista y su prosa, que solía ser siempre
inteligente pero seca y áspera, en el debate se enardecía, brillaba y parecía
insaciable su afán de aniquilación conceptual de su contrincante. No se
equivocó Simone de Beauvoir cuando dijo de él que era “una máquina de pensar”,
aunque habría que añadir que ese intelecto desmesurado, esa razón razonante,
podía ser también, por momentos, fría y deshumanizada como un arenal. Leída
hoy, no cabe la menor duda de que su respuesta a Camus era equivocada e
injusta, y que fue el autor de El extranjero quien defendió la verdad,
condenando la muerte lenta a que fueron sometidos millones de soviéticos en el
gulag por el estalinismo a menudo por sospechas de disidencia totalmente
infundadas y sosteniendo que toda ideología política desprovista de sentido
moral se convierte en barbarie. Pero, aun así, los argumentos que esgrime
Sartre, pese a su entraña capciosa y sofística, están tan espléndidamente
expuestos, con retórica tan astuta y persuasiva, tan bien trabados e
ilustrados, que suscitan la duda y siembran la confusión en el lector. Arthur
Koestler pensaba en Sartre cuando dijo que un intelectual era, sobre todo en
Francia, alguien que creía todo aquello que podía demostrar y que demostraba
todo aquello en que creía. Es decir, un sofista de alto vuelo.
Sartre considera a Nizan como un ejemplo, porque rompe
moldes ideológicos
La evocación de Paul Nizan (1905-1940), su condiscípulo en
el liceo Louis le-Grand y en la École Normale Supérieure, a quien lo unió una
amistad tormentosa, es soberbia y —adjetivo que rara vez merecían sus escritos—
conmovedora. Hijo de un obrero bretón que, gracias a su talento, recibió una
educación esmerada, Nizan fue muchas cosas —un dandi, un anarquista, autor de panfletos
disfrazados a veces de novelas que seducían por su violencia intelectual y su
fuerza expresiva— antes de convertirse en un disciplinado militante del Partido
Comunista. Cuando el pacto de la URSS con la Alemania nazi, Nizan renunció al
partido y criticó con dureza esa alianza contra natura. Poco después, apenas
comenzada la Segunda Guerra Mundial, murió en el frente de una bala perdida.
Pero su verdadera muerte fue la pestilencial campaña de descrédito desatada por
los comunistas para envilecer su memoria.
Camus rompió con Sartre por la cercanía de éste con el
Partido; Nizan, por las diferencias y reticencias que guardaba con aquél. En su
ensayo, que sirvió de prólogo a Aden, Arabie, Sartre hace un recuento muy vivo
de la fulgurante trayectoria de ese compañero que parecía destinado a ocupar un
lugar eminente en la vida cultural y que cesó, de aquella manera trágica, a sus
35 años. En tanto que, cuando refuta a Camus, aparece como un perfecto
compañero de viaje, en el que dedica a defender la vida y la obra de Nizan,
Sartre es un debelador implacable del sectarismo dogmático que cubría de
calumnias infames a sus críticos y prefería descalificarlos moralmente antes
que responder a sus razones con razones. El ensayo es también una premonición
de lo que podría llamarse el espíritu de mayo de 1968, pues en él Sartre
propone a Nizan como un ejemplo para las nuevas generaciones, por haber sido
capaz de romper los moldes ideológicos y las convenciones y esquemas dentro de
los que se movía la izquierda francesa, y haber buscado por cuenta propia y a
través de la experiencia vivida un modo de acción —una praxis— que acercara el
medio intelectual a los sectores explotados de la sociedad.
El ensayo sobre Merleau-Ponty es, también, una autobiografía
política e intelectual, un recuento de los años que compartieron, como
estudiantes de filosofía en la École Normale Supérieure, su descubrimiento de
la política, del marxismo, de la necesidad del compromiso, y, sobre todo, su
toma de conciencia del odio que les inspiraba el medio burgués de que ambos
provenían. Este odio impregna todas las frases de este ensayo y se diría que, a
menudo, es él, antes que las ideas y las razones, y antes también que la
solidaridad con los marginados, el que dicta ciertas tomas de posición y
pronunciamientos de los dos amigos. Sartre es muy sincero y poco le falta para
reconocer que, en su caso, la revolución no tiene otro objetivo primordial que
borrar de la tierra a esa clase social privilegiada, dueña del capital y del
espíritu, en la que nació y contra la que alienta una fobia patológica. En este
ensayo aparece la famosa afirmación sartreana (“Todo anticomunista es un
perro”) que llevó a Raymond Aron a preguntar a Sartre si había que considerar a
la humanidad una perrera.
Leída hoy, su respuesta a Camus era equivocada e injusta
Merleau-Ponty fue el último de los intelectuales de alto
nivel con los que Sartre fundó Les Temps Modernes en romper con la revista que,
durante años, fue para muchos jóvenes de mi generación una especie de Biblia política.
A partir del alejamiento de Merleau-Ponty, en los años cincuenta, sólo
quedarían con Sartre los incondicionales, que, durante toda la guerra fría,
aprobarían sus idas y venidas y sus retruécanos a veces delirantes en esa danza
sadomasoquista que vivió hasta el final con todas las variantes comunistas
(incluida la China de la revolución cultural).
Este ensayo impresiona porque muestra la fantástica
evolución de Europa en el medio siglo transcurrido desde que se escribió.
Cuando Sartre lo publica, la URSS parecía una realidad consolidada e
irreversible. La guerra fría daba la impresión de poder transformarse en
cualquier momento en guerra caliente y, aunque Sartre y Merleau-Ponty discrepan
sobre muchas cosas, ambos están convencidos de que la tercera guerra mundial es
inevitable y que, una vez que estalle, el Ejército soviético tardará muy poco
en ocupar toda Europa occidental.
La política impregna hasta los tuétanos la vida cultural en
todas sus manifestaciones y los extremos apenas dejan espacio a un centro
democrático y liberal que tiene pocos defensores en el mundo intelectual. No
sólo Sartre y Merleau-Ponty ven en De Gaulle y la Quinta República a un
fascismo renaciente y en Estados Unidos a un nuevo nazismo. Semejante disparate
es en aquellos años de esquematismo e intolerancia un lugar común. Produce
vértigo que pensadores que nos parecían los más lúcidos de su tiempo se dejaran
cegar de ese modo por los prejuicios políticos.
Ahora bien. Pese a las orejeras ideológicas que delatan,
aquellos debates tienen algo que en el mundo de hoy ha sido barrido por, de un
lado, la banalidad y la frivolidad, y, por otro, el oscurantismo académico: la
preocupación por los grandes temas de la justicia y la injusticia, la
explotación de los más por los menos, el contenido real de la libertad, cómo
conciliar ésta con la justicia e impedir que sea sólo una abstracción
metafísica, etcétera. En nuestros días los debates intelectuales tienen un
horizonte muy limitado y transpiran una secreta resignación conformista, la idea
de que aquellas utopías de los tiempos de Sartre y Camus han quedado para
siempre erradicadas de la historia. Hoy por hoy, tratándose de política, el
sueño está prohibido, ya sólo son admisibles los sueños literarios y
artísticos.