Sir Bertrand Russell |
- Creo que a los que tienen preocupaciones impersonales intensas, que impliquen actividades apropiadas, les será más fácil conseguir una vejez afortunada.
- Nunca hago nada pensando que será bueno para la salud, aunque, en la práctica, lo que me gusta hacer es en su mayor parte saludable.
A pesar del título, este artículo tratará, en realidad, de
cómo no envejecer, que, a mis años, es un tema mucho más importante. Mi primer
consejo sería que escogiesen ustedes sus antepasados cuidadosamente. Aunque mi
padre y mi madre murieron los dos jóvenes, me he portado bien, a este respecto,
por lo que se refiere a mis otros antepasados. Mi abuelo materno, es verdad, se
extinguió en la flor de su juventud, a la edad de 67 años; pero mis otros tres
abuelos vivieron más de ochenta años. Entre mis ascendientes más alejados, sólo
puedo encontrar uno que no alcanzase una gran longevidad, y ése murió de una
enfermedad que es ahora rara: la decapitación.
Una de mis bisabuelas, que fue amiga de Gibbon, vivió hasta los noventa y dos y, hasta sus últimos días, fue el terror de sus descendientes. Mi abuela materna, después de tener nueve hijos que vivieron, uno que murió en la infancia y bastantes abortos, en cuanto se quedó viuda se consagró a la causa de la educación superior para las mujeres. Fue una de las fundadoras del Girton College, y trabajó obstinadamente para que el ejercicio de la medicina fuese abierto a las mujeres. Solía relatar que se encontró en Italia, con un caballero anciano que parecía muy triste. Le preguntó la causa de su melancolía y él respondió que acababa de separarse de sus dos nietos. «¡Bendito sea Dios! —exclamó ella— Tengo setenta y dos nietos y, si me pusiera triste cada vez que me tengo que separar de alguno de ellos, llevaría una existencia deplorable». « ¡Madre desnaturalizada!» replicó él. Pero, hablando como uno de esos setenta y dos, prefiero la fórmula de mi abuela. Después de los ochenta, ésta, como hallara alguna dificultad para dormirse, se pasaba, desde la medianoche hasta las tres de la madrugada, leyendo divulgación científica. Creo que nunca tuvo tiempo para darse cuenta de que estaba envejeciendo. Esta, según pienso, es la receta adecuada para permanecer joven. Si ustedes pueden ser todavía útiles en actividades amplias e interesantes y se preocupan vivamente por ellas, no se verán obligados a pensar en el hecho meramente estadístico del número de sus años y, aún menos, en la probable brevedad de su futuro.
Una de mis bisabuelas, que fue amiga de Gibbon, vivió hasta los noventa y dos y, hasta sus últimos días, fue el terror de sus descendientes. Mi abuela materna, después de tener nueve hijos que vivieron, uno que murió en la infancia y bastantes abortos, en cuanto se quedó viuda se consagró a la causa de la educación superior para las mujeres. Fue una de las fundadoras del Girton College, y trabajó obstinadamente para que el ejercicio de la medicina fuese abierto a las mujeres. Solía relatar que se encontró en Italia, con un caballero anciano que parecía muy triste. Le preguntó la causa de su melancolía y él respondió que acababa de separarse de sus dos nietos. «¡Bendito sea Dios! —exclamó ella— Tengo setenta y dos nietos y, si me pusiera triste cada vez que me tengo que separar de alguno de ellos, llevaría una existencia deplorable». « ¡Madre desnaturalizada!» replicó él. Pero, hablando como uno de esos setenta y dos, prefiero la fórmula de mi abuela. Después de los ochenta, ésta, como hallara alguna dificultad para dormirse, se pasaba, desde la medianoche hasta las tres de la madrugada, leyendo divulgación científica. Creo que nunca tuvo tiempo para darse cuenta de que estaba envejeciendo. Esta, según pienso, es la receta adecuada para permanecer joven. Si ustedes pueden ser todavía útiles en actividades amplias e interesantes y se preocupan vivamente por ellas, no se verán obligados a pensar en el hecho meramente estadístico del número de sus años y, aún menos, en la probable brevedad de su futuro.
Por lo que se refiere a la salud, nada útil puedo decir,
puesto que tengo escasas experiencias en materia de enfermedades. Como y bebo
lo que quiero, y duermo cuando no puedo permanecer despierto. Nunca hago nada
pensando que será bueno para la salud, aunque, en la práctica, lo que me gusta
hacer es en su mayor parte saludable.
Psicológicamente, existen dos peligros contra los que hay
que estar vigilante cuando se llega a viejo. Uno de ellos consiste en
absorberse indebidamente en el pasado. No se debe vivir de memorias,
lamentándonos por el buen tiempo pasado, tristes por los amigos que murieron.
Nuestros pensamientos deben estar dirigidos hacia el futuro y hacia cosas en
las que se pueda hacer algo. Esto no siempre es fácil; el propio pasado es un
peso que va gradualmente creciendo. Es fácil pensar, para sí, que nuestras
emociones solían ser más vividas de lo que son ahora, y nuestra mente más
penetrante. Pero, si esto es cierto, debe olvidarse, y, si se olvida,
probablemente no será cierto.
Otra cosa que se debe evitar es adherirse a la juventud con
la esperanza de aspirar vigor de su vitalidad. Cuando sus hijos crezcan,
querrán vivir sus propias vidas, y si usted continúa interesándose tanto por
ellos como cuando eran pequeños, es muy probable que le consideren una carga, a
no ser que posean una insensibilidad no corriente. No quiero decir que no
deberíamos ocuparnos de ellos, sino que nuestro interés debe ser contemplativo
y, si es posible, filantrópico y no demasiado emotivo. Los animales llegan a
ser indiferentes ante sus pequeños en cuanto éstos pueden bastarse por sí
mismos; pero los seres humanos a causa de su prolongada infancia, hallan esto
difícil.
Creo que a los que tienen preocupaciones impersonales
intensas, que impliquen actividades apropiadas, les será más fácil conseguir
una vejez afortunada. En esta esfera es, realmente, donde resulta fructífera
una larga experiencia y donde la sabiduría que nace de la experiencia, puede
ejercitarse sin que sea opresiva. No sirve para nada decir a los niños en
proceso de educación que no comentan errores, pues, por un lado, no le harán
ningún caso y, por otro, los errores forman una parte esencial de la educación.
Pero, si usted es uno de ésos que son incapaces de tener preocupaciones
impersonales, se dará cuenta de que su vida está vacía, a no ser que se
preocupe de sus hijos y de sus nietos. En ese caso, comprobará que, si bien
usted puede aún ser de alguna utilidad material para ellos, puede pasarles
regularmente cierta suma o hacerles «jerseys», no debe esperar que se diviertan
en su compañía.
Algunas personas ancianas están oprimidas por el miedo a la
muerte. Durante la juventud, este sentimiento está justificado. Los jóvenes que
tienen razones para temer que los maten en alguna batalla, pueden justificadamente
sentir amargura al pensar que se les ha robado lo mejor que la vida es capaz de
ofrecer. Pero, en un anciano, que ha conocido las alegrías y las tristezas
humanas, que ha terminado la obra que le cabía hacer, el temor a la muerte es
algo abyecto e innoble. El mejor modo de superarlo —por lo menos, ésta es mi
opinión— consiste en ampliar e ir haciendo cada vez más impersonales sus
intereses, hasta que, poco a poco, retrocedan los muros que encierran al yo, y
su vida vaya sumergiéndose crecientemente en la vida universal. Una existencia
humana individual debería ser como un río: al principio, pequeña, estrechamente
limitada por las márgenes, fluyendo apasionadamente sobre las piedras y
arrojándose por las cascadas. Lentamente el río va haciéndose más ancho, las
márgenes se apartan, las aguas corren más mansamente y, por último, sin ningún
sobresalto visible, se funden con el mar y pierden, sin dolor, su ser
individual. El hombre que, en su vejez, sea capaz de considerar su vida de esta
manera, no sufrirá el temor a la muerte, pues las cosas que él estima seguirán
existiendo. Y, si con la decadencia de la vitalidad aumenta la fatiga, no será
mal recibido, entonces, el pensamiento de que está próxima la hora del
descanso. Yo desearía morir en pleno trabajo, sabiendo que otros continuarán lo
que yo ya no puedo hacer, y contento al pensar que se hizo lo que fue posible
hacer.
Extracto de ‘Retratos de
memoria y otros ensayos’, 1956