- “Frente a lo desconocido, algunos sueños nuestros no tienen menos significado que nuestros recuerdos”: André Malraux, Antimemorias
Es complejo vivir, en el espacio social de la democracia,
sin el armazón estructural del pasado. Sin conocer los lazos que nos unen con
el suelo que pisamos, sin las leyendas que riegan nuestro tejido cultural. La
memoria individual (recuerdos y sensaciones) y la memoria histórica
(reconocimiento y asunción de lo ocurrido) componen la red simbólica de nuestro
presente. Sociedades, como la nuestra, que desconocen su Historia reciente
-amputada hace años de la educación pública, negada por las instituciones-,
carecen del sentido del tiempo, ignoran su identidad y están a merced de
narraciones falsificadas, ideologemas convertidos en dogmas: el discurso único
de la razón (instrumental) de Estado. Ante el caos de las ficciones paralelas,
contradictorias, carentes de sustrato real, alimentadas por la subjetividad,
frente a la impostura del huracán de la novedad, se alza la Historia común, un
valor superior, incluso, al propio interés común: “la tradición no se hereda,
se conquista”, escribió Malraux.
Nacido para la acción y la recreación de la memoria, André
Malraux (1901-1976), sincopado enfermo de Tourette, aventurero en Oriente y
África, escritor dotado para las metáforas imposibles y las comparaciones
inauditas, Premio Goncourt 1933 por La condición humana, resistente y
Ministro de Cultura (1958-1969) del general De Gaulle, reposa, esencia de la grandeur,
en el Panteón de París, corazón moral e intelectual del Barrio Latino. Escoltado,
entre otros, por Rousseau, Voltaire, Zola, Hugo y Dumas, una detenida mirada a
su obra permite, hoy, cuando los mitos modernos son anuncios publicitarios y la
reflexión ha sido sustituida por la banalidad del yo, una mirada consciente
sobre la memoria del presente: la herramienta más eficaz, quizá la única,
contra la barbarie neoliberal.
Toda lectura del pasado, todo recuerdo común, es una
necesaria ficción sustentada sobre la trágica tozudez de unos datos objetivos,
historiográficos, irrefutables, que nos impide mentir. El conocimiento
interiorizado de la guerra y posguerra de España, de la represión, del
entramado corrupto y sanguinario del régimen nacional-católico, de las luces y
sombras de la Transición, es el salvoconducto que la sociedad democrática
requiere para acceder al instante constitutivo (y constituyente) de lo común.
Sin memoria colectiva, no hay comunidad. Y sin comunidad no existe la
posibilidad de articular alternativas concretas al huracán destructor de la
mercantilización. Malraux, durante la guerra de España, lírico antifascista,
guerrera de cuero, boina de medio lado, combatió con una escuadrilla aérea
organizada por él, que no era piloto, ni mecánico, siendo nombrado por el
Gobierno teniente coronel.
Ante la rígida disciplina de las Brigadas Internacionales
(André Marty y Palmiro Togliatti al mando en Albacete), se negó a recibir
órdenes que no provinieran del general Hidalgo de Cisneros, jefe de la Aviación
republicana. Filocomunista, Coronel Berger en la Brigada Alsacia-Lorena,
gaullista, fascinado por Mao, embajador plenipotenciario de la cultura francesa
en el mundo, ladrón y falsificador, en su juventud, de obras de arte en Asia,
soñador en Tombuctú, tras las huellas de la Reina de Saba: era un joven gauchiste de
espíritu libre. Ante preguntas hostiles sobre su pasado reinventado hubiera
respondido: Papá está en viaje de negocios. Malraux sabe que la memoria de
las gestas, de las acciones heroicas, el asalto a la tradición conservadora, es
la mejor contribución a la estabilidad y riqueza de las naciones: su lógica de
progreso. Su último error (cometió, sin duda, más de uno), fue, quizá por edad
o hastío, por falta de visión estratégica, no ponerse al frente -una vuelta de
tuerca más- de las reivindicaciones de Mayo 68. El error del gaullismo social:
su suicidio político. Un personal canto del cisne, la otra ceremonia del
adiós, de un vanguardista que no supo ver el fin de su época.
Malraux escribía libros, artículos, daba conferencias,
viajaba por el mundo envuelto en la gloria revolucionaria de la tricolor y, en
nombre del General, vivía, noche y día, insomne de tabaco y conversación, como
si fuera el último. Inventaba, exageraba; hacía más grande lo hermoso,
significativo lo anecdótico y elevaba a categoría de teoría estética una mirada
o una puesta de sol sentado, pitillo en mano, en las escaleras de un templo
camboyano o en la serranía de Málaga, disfrazado de ceniza y guerrilla. Como
dijo en la oración fúnebre con motivo del traslado de Jean Moulin al Panteón,
1964: “la Resistencia se ha convertido en un universo de limbos en que la
leyenda se mezcla con la organización.” Malraux, un desapacible 19 de
diciembre, ante las autoridades y el pueblo resistente, se alza como conciencia
audaz, cívica, de la República, de cualquier república de ciudadanos libres con
memoria.
La obra de Malraux, anclada en el tiempo es, sin embargo, un
periplo por la modernidad crítica, un ejemplo de cómo escribir el siglo en el
siglo, dentro de él, sin caer en un historicismo de cartón ni en impostadas
versiones edulcoradas de los hechos. Escribir es combatir la amnesia, un
instrumento de combate. Malraux miente, fabula, porque sabe que la mentira
forma parte de la historia de la tradición. Y miente, escritor y político,
porque sabe que en el reverso de las cosas se haya la otra parte de cualquier
verdad. En este sentido, la lectura de La esperanza (Gallimard, 1937,
varias ediciones en castellano), novela consagrada a su participación en la
guerra de España, ilustra, mejor que cualquier análisis, la esencia dramática
que supone, para Malraux, la escritura del presente. Huye de las formas
convencionales, torrente semántico, sintaxis de ametralladora, para enmarcar
los símbolos como eje lógico de toda construcción literaria, humana, política.
“Malraux actuó con pasión”, recuerda Olivier Todd en su monumental biografía
(Tusquets, 2002), del ronco y profético escritor.
La invención de la memoria colectiva es un “apocalipsis de
fraternidad” o no es nada. Malraux, aturdido por la fiebre revolucionaria de
Saint-Just, imaginaba la memoria común como el conjunto de elementos históricos
-un engranaje impregnado de verdad- de una sociedad en un tiempo concreto. La
memoria de España, de sus pluralidades, es la ilusión dormida de un tiempo
consumido, le temps de cerises; una juventud destrozada, atada a la pata
de una silla de un colegio religioso por ser zurda.
El 16 de marzo de 1943, André Gide, mandarín de la cultura
europea, que había leído con admiración tres obras de Dashiell Hammet, Cosecha
roja, El halcón maltés y El hombre delgado, anota en su diario
que Malraux le había recomendado “calurosamente” la lectura de La llave de
cristal. Otro ejemplo, uno más, de la necesidad humana, literaria y política,
de articular la memoria del presente. Esa llave de cristal que debería abrir el
cofre de las ideas comunes y cerrar, para siempre, el baúl del interesado
olvido.