¿Por qué imaginario político griego y moderno? ¿Por qué
imaginario? Porque creo que la historia humana, en consecuencia también las
diversas formas de sociedad que conocemos en esta historia, está definida
esencialmente por la creación imaginaria. Imaginaria en este contexto,
evidentemente no significa ficticia, ilusoria, especular, sino
posición de formas nuevas, y posición no determinada sino
determinante; posición inmotivada, de la cual no puede dar cuenta una
explicación causal, funcional o incluso racional.
Estas formas, creadas por cada sociedad, hacen que exista un mundo en el cual esta sociedad se inscribe y se da un lugar. Mediante ellas es como se constituye un sistema de normas, de instituciones en el sentido más amplio del término, de valores, de orientaciones, de finalidades de la vida tanto colectiva como individual.
En el núcleo de estas formas se encuentran cada vez las significaciones imaginarias sociales, creadas por esta sociedad, y que sus instituciones encarnan. Dios es una significación social determinada, pero también lo es la racionalidad moderna, y así sucesivamente. El objetivo último de la investigación social e histórica es restituir y analizar, en la medida en que se pueda, estas significaciones en el caso de cada sociedad estudiada.
Estas formas, creadas por cada sociedad, hacen que exista un mundo en el cual esta sociedad se inscribe y se da un lugar. Mediante ellas es como se constituye un sistema de normas, de instituciones en el sentido más amplio del término, de valores, de orientaciones, de finalidades de la vida tanto colectiva como individual.
En el núcleo de estas formas se encuentran cada vez las significaciones imaginarias sociales, creadas por esta sociedad, y que sus instituciones encarnan. Dios es una significación social determinada, pero también lo es la racionalidad moderna, y así sucesivamente. El objetivo último de la investigación social e histórica es restituir y analizar, en la medida en que se pueda, estas significaciones en el caso de cada sociedad estudiada.
No podemos pensar esta creación más que como la obra no de
uno o de algunos individuos designables, sino del
imaginario colectivo anónimo, del imaginario instituyente, al que, en
este aspecto, denominaremos poder instituyente. Poder que nunca es plenamente
explicitable; este se ejerce, por ejemplo, de modo que todo recién nacido en la
sociedad sufre mediante su socialización la imposición de un lenguaje; pero un
lenguaje no es solo un lenguaje, es un mundo. Asimismo sufre la imposición de
conductas y comportamientos, de atracciones y de repulsiones, etc. Este poder
instituyente nunca puede ser explicitado completamente, en gran parte queda
oculto en los trasfondos de la sociedad. Pero al mismo tiempo toda sociedad
instituye, y no puede vivir sin instituir, un poder explícito, a lo que yo ligo
la noción de lo político; en otros términos, constituye instancias que pueden
emitir exhortaciones sancionables explícita y efectivamente. ¿Por qué un poder
semejante es necesario, por qué pertenece a los pocos casos universales de lo
histórico-social? Lo podemos entender en primer lugar comprobando que toda
sociedad debe conservarse, preservarse, defenderse. Ella es puesta en cuestión
constantemente, primero por la evolución del mundo, el inframundo tal cual es
antes de su construcción social. Está amenazada por ella misma, por su propio
imaginario que puede resurgir y cuestionar la institución existente. También
está amenazada por las transgresiones individuales, resultado del hecho de que
el núcleo de cada ser humano posee una psique singular, irreductible e
indomable. Por último, está amenazada, en principio, por las otras sociedades.
También y sobre todo, cada sociedad está sumergida en una dimensión temporal
indominable, un futuro que está por hacerse, relativo al cual no solo hay
enormes incertidumbres, sino decisiones que deben ser tomadas.
Este poder explícito, del cual hablamos en general cuando
hablamos de: poder, que concierne a lo político, reposa esencialmente no en la
coerción -evidentemente siempre hay en mayor o en menor medida coerción, la
cual, sabemos, puede alcanzar formas monstruosas-, sino sobre la
interiorización, por los individuos socialmente fabricados, de las significaciones
instituidas por la sociedad considerada. No puede reposar en la simple coerción
como lo demuestra el ejemplo reciente del derrumbe de regímenes del Este. Sin
un mínimo de adhesión, aunque sea de una parte del pueblo, a las instituciones,
la coerción es inoperante. A partir del momento en que, en el ejemplo de los
regímenes del Este, la ideología que se queda imponer a la población se
desgastó, luego se derrumbó e hizo surgir su infinita chatura, a partir de ese
momento, la coerción, está condenada a corto plazo, al igual que los regímenes
que la ejercían, al menos en un mundo como el mundo moderno.
Entre las significaciones que animan las instituciones de
una sociedad, hay una particularmente importante: la que concierne al origen y
al fundamento de la institución, o sea a la naturaleza del poder instituyente,
y a lo que llamaríamos en un lenguaje moderno anacrónico, europeocéntrico o, en
rigor, sinocéntrico, su legitimación o legitimidad. En este sentido, tenemos
que hacer una distinción esencial, cuando inspeccionamos la historia, entre
sociedades heterónomas y sociedades en las que el proyecto de autonomía
comienza a surgir. Llamo sociedad heterónoma a una sociedad en la que
el nomos, la ley, la institución, está dada por otro, heteros. De
hecho, lo sabemos, la ley nunca está dada por otro, siempre es la creación de
la sociedad. Pero, en la abrumadora mayoría de los casos, la creación de esta
institución es imputada a una instancia extrasocial, o, en todo caso, que
escapa al poder y al actuar de los humanos vivientes. Inmediatamente se hace
evidente que, durante tanto tiempo como ello se sostenga, esta creencia
constituye el mejor medio de asegurar la perennidad, la intangibilidad de la
institución. ¿Cómo puede usted cuestionar la ley, cuando la ley fue dada por
Dios, como puede decir que la ley dada por Dios es injusta, cuando justicia no
es otra cosa que un nombre de Dios, como verdad no es otra cosa que un nombre
de Dios, «pues tú eres la Verdad, la Justicia y la Luz»? Pero esta fuente
evidentemente puede ser otra que Dios: los dioses, los héroes fundadores, los
ancestros, o de instancias impersonales, pero también extra-sociales en la
misma medida, como la Naturaleza, la Razón o la Historia.
Ahora bien, en esta inmensa masa histórica de sociedades
heterónomas, sobreviene una ruptura en dos ocasiones, y abordamos así nuestro
tema. Estos dos casos están representados por la Grecia antigua de un lado, y
por la Europa occidental a partir del primer Renacimiento (siglos XI y XII) que
los historiadores aún incluyen erróneamente en la Edad Media, del otro. En los
dos casos, encontramos el comienzo del reconocimiento de hecho de que la fuente
de la leyes la sociedad misma, que hacemos nuestras propias leyes, de donde
resulta la apertura de la posibilidad de interrogar y cuestionar a la
institución existente de la sociedad, que ya no es sagrada, o en todo caso no
es sagrada de la misma manera que antes. Esta ruptura, que es al mismo tiempo
una creación histórica, implica una ruptura de la clausura de la significación
tal como fue instaurada en las sociedades heterónomas. Ella instaura de una
sola vez la democracia y la filosofía.
¿Por qué hablar de la clausura de la significación? El
término de clausura tiene aquí el sentido muy preciso que tiene en matemáticas,
en álgebra. Se dice que un cuerpo algebraico está cerrado cuanto toda ecuación
algebraica que puede ser escrita en este cuerpo, con los elementos del cuerpo
posee soluciones que también son elementos del mismo cuerpo. En una sociedad en
la que hay clausura de las significaciones ninguna cuestión que pudiese
plantearse en ese sistema, en ese magma de significaciones, carece de respuesta
en ese mismo magma. La ley de los Ancestros tiene respuesta a todo, la Torah
tiene respuesta a todo, lo mismo sucede con el Corán. Y si quisiéramos ir más
allá, la cuestión ya no tendría sentido en el lenguaje de la sociedad en
cuestión. Ahora bien, la ruptura de esta clausura es la apertura de la
interrogación ilimitada, otro nombre para la creación de una verdadera filosofía;
esta difiere totalmente de una interpretación infinita de los textos sagrados,
por ejemplo, que puede ser extremadamente inteligente y sutil, pero que se
detiene ante un último dato indiscutible: el Texto debe ser verdadero ya que es
de origen divino. Pero la interrogación filosófica no se detiene ante un último
postulado que no podría ser nunca cuestionado.
Lo mismo es válido para la democracia. En su verdadera
significación, la democracia consiste en el hecho de que la sociedad no se
detiene en una concepción de lo que es lo justo, lo igual o lo libre, dada de
una vez por todas, sino que se instituye de tal manera que las cuestiones de la
libertad, de la justicia, de la equidad y de la igualdad siempre puedan ser
replanteadas en el marco del funcionamiento «normal» de la sociedad. Y, por
distinción con lo que llamé unas líneas más arriba lo político, es decir lo que
se refiere al poder explícito en toda sociedad, hay que decir que la política
-no confundir con las intrigas de palacio o con la buena gestión del poder
instituido, que existen en todas partes- concierne a la institución explícita
global de la sociedad, y las decisiones concernientes a su futuro. También es
creada por primera vez en estos dos dominios históricos, como la actividad lúcida,
o que se pretende lúcida, o que se pretende tan lúcida como sea posible, que
aspira a la institución explícita global de la sociedad.
Diré que una sociedad es autónoma no solo si sabe que ella
hace sus leyes, sino si está en condiciones de volver a ponerlas explícitamente
en cuestión. Asimismo, diré que un individuo es autónomo si pudo instaurar otra
relación entre su inconsciente, su pasado, las condiciones en las que vive -y
el mismo en tanto instancia reflexiva y deliberante.
No podemos hablar hasta hoy de una sociedad que haya sida
autónoma en el sentido pleno del término. Pero podemos decir que el proyecto de
autonomía social e individual surge en Grecia antigua y en Europa occidental.
Desde este punto de vista, hay un privilegio político de este estudio, de la
investigación que versa sobre estas dos sociedades porque su dilucidación,
independientemente de sus otros intereses -histórico o filosófico en sentido
estrecho-o nos hace reflexionar políticamente. La reflexión sobre la sociedad
bizantina, o la sociedad rusa hasta 1830 o 1860, o sobre la sociedad azteca,
puede ser fascinante, pero desde el punto de vista político (en el sentido de
la política), no nos enseña nada, ni nos incita a pensar hacia adelante.
Entonces, Grecia. ¿Qué Grecia? Aquí, es necesario ser
riguroso, incluso severo. En mi perspectiva, la Grecia que importa es la Grecia
que va del siglo VII al siglo V. Es la fase durante la cual la polis se crea,
se instituye y, en alrededor de la mitad de los casos, se transforma más o
menos en polis democrática. Esta fase termina con el fin del siglo V; hay más
cosas importantes que suceden en el siglo IV e incluso después, especialmente
tenemos la enorme paradoja de que dos de los más grandes filósofos que hayan
existido, Platón y Aristóteles, son filósofos del siglo IV, pero no son
filósofos de la creación democrática griega. Diré algunas palabras sobre Platón
más adelante. Aristóteles es doblemente paradójico, porque es, en algún
sentido, «anterior» a Platón, y para mí, es demócrata; pero incluso Aristóteles
reflexiona sobre la democracia, y hay ya creaciones de la democracia
que él no comprende verdaderamente, siendo el ejemplo más contundente la
tragedia. Escribe ese texto genial que es La Poética, pero no capta lo
esencial de la tragedia.
Inmediatamente resulta que nuestras fuentes, cuando
reflexionamos acerca de la política griega, no pueden ser los filósofos del
siglo IV y, en todo caso, ciertamente no Platón, imbuido de un odio
inerradicable hacia la democracia o hacia el Demos. A menudo estamos muy
consternados al ver sabios modernos, que por otra parte han aportado mucho a
nuestro conocimiento de Grecia, buscar el pensamiento político en Platón. Es
como si uno buscara el pensamiento político de la Revolución francesa en
Charles Maurras, manteniendo las proporciones en cuanto a la dimensión
espiritual de los dos autores. Por supuesto, Platón deja aparecer por momentos
lo que era la realidad de la democracia, por ejemplo en el discurso de
Protágoras en el diálogo del mismo nombre, discurso que expresa admirablemente
los topoi, los lugares comunes de las creencias y del pensamiento
democrático del siglo V. Se sabe que los dejó aparecer para refutarlos después,
pero eso poco importa. Nuestras fuentes no pueden ser más que la realidad de
la polis, realidad que es expresada por sus leyes. Allí, también y sobre
todo, hay un pensamiento político instituido, materializado, encarnado. También
deben ser buscadas en la práctica de la polis, en su espíritu. Ciertamente,
siempre hay cuestiones de interpretación. Esta realidad nos llega a veces con
un mínimo de difracción, como cuando se trata de las leyes mismas; a veces con
una difracción que queda por definir, como con los historiadores, Heródoto y
sobre todo Tucídides, quienes en este-sentido son infinitamente más importantes
que Platón, u otros, como los trágicos y los poetas en general. En cuanto a las
fuentes relativas al mundo occidental, su extraordinaria abundancia excluye una
descripción, siquiera somera.
Voy a proceder de manera algo esquemática y aparentemente
arbitraria, yuxtaponiendo, lo más brevemente posible, lo que considero como
rasgos fundamentales instituidos del imaginario político griego, es decir del
imaginario en tanto se encarna en las instituciones políticas, y del imaginario
político moderno.
1. Relación de la colectividad con el poder. Vemos
inmediatamente la oposición entre la democracia directa de los Antiguos, y la
democracia representativa de los Modernos. Se puede medir la distancia entre
estas dos concepciones al señalar que en Grecia antigua, en derecho público en
todo caso, la idea de representación es desconocida, en tanto que en los
Modernos está en la base de los sistemas políticos, o excepto en los momentos
de ruptura (por ejemplo, Consejos obreros, o Soviets en su forma inicial) cuando
se rechaza una alienación del poder de los representados por los
representantes, y cuando los delegados indispensables de la colectividad no
solo son elegidos sino que permanentemente son revocables. Ciertamente los
griegos, me limitaré al caso de los atenienses ya que es el que conocemos
mejor, tienen magistrados. Pero estos magistrados se dividen en dos categorías:
los magistrados cuyas funciones implican una especialidad, que son elegidos; y,
como el quehacer, quizá no exclusivo pero central, de las ciudades griegas es
la guerra, la especialidad más importante es la que concierne a la guerra,
entonces se eligen a los estrategas. Toda una serie de otros magistrados, de
los cuales varios son importantes, no son elegidos, llegan a magistrados por
sorteo, o por rotación, o por un sistema que combina ambas cosas, como cuando
se trata de pritanos y de los epístatos de los prítanos que, por un día,
desempeñan el papel de «presidente de la República» de los atenienses.
Se imponen dos señalamientos a este respecto. En primer
lugar, hay varias justificaciones empíricas de la idea de democracia
representativa en los Modernos, pero en ninguna parte en los filósofos
políticos o supuestamente tales encontramos una tentativa de fundar
racionalmente la democracia representativa. Hay una metafísica de la
representación política que determina todo, sin estar nunca dicha o
explicitada. ¿Cuál es ese misterio teológico, esa operación de alquimia, que
hace que vuestra soberanía, un domingo de cada cinco o siete años, se transforme
en un fluido que recorre todo el país, atraviesa las urnas y sale de ellas por
la noche en las pantallas de la televisión con el rostro de los «representantes
del pueblo» o del Representante del pueblo, el monarca llamado «presidente»?
Hay allí una operación visiblemente sobrenatural, que nunca se intentó fundar o
incluso explicar. Nos limitamos a decir que, en las condiciones modernas, la
democracia directa es imposible, entonces se necesita una democracia
representativa. ¿Por qué no? Pero se puede algo más, y menos «empírico».
Luego, se presenta la cuestión de las elecciones. Como dice
Finley, en su libro sobre La invención de la política, los griegos
inventaron las elecciones, pero hay un punto esencial al cual generalmente no
se le presta atención: para los griegos, las elecciones no representan un
principio democrático, sino un principio aristocrático, y esto en la
lengua griega es casi una tautología. Lo es también en los hechos. Cuando usted
elige, nunca trata de elegir a los peores; trata de designar a los mejores –lo
que en griego se dice los aristoi-. Ciertamente, aristoi tiene
múltiples significaciones: significa también los «aristos», los que pertenecen
a grandes e ilustres familias. Eso no impide que los aristoi sean, en
uno o en otro sentido, los mejores. Y cuando Aristóteles propone en
su Política un régimen concebido como una mezcla de democracia y de
aristocracia, este régimen es una mezcla en la medida en que también habría
elecciones. Desde este punto de vista, el régimen efectivo de los atenienses
correspondía a lo que Aristóteles llama su politeia que él considera
como el mejor.
2. En el régimen ateniense existe una participación esencial
del cuerpo político y leyes que procuran facilitar esa participación
política. En el mundo moderno, comprobamos un abandono de la esfera
pública a los especialistas, a los políticos profesionales, interrumpido por
fases de explosión política breves y esporádicas, las revoluciones.
En el mundo antiguo, no hay Estado como aparato o instancia
separada de la colectividad política. El poder, es la colectividad misma que lo
ejerce, por medio también, por supuesto, de instrumentos, entre otros de
esclavos policías, etc. En el mundo moderno, herencia en gran parte de la
monarquía absoluta pero muy reforzado por la evolución posterior, por ejemplo
la Revolución francesa, existe un Estado centralizado, burocrático, poderoso y
dotado de una tendencia inmanente a absorber todo en él.
En la Antigüedad, las leyes se publicaban, se grababan en un
mármol a fin de que todos pudieran leerlas, y había tribunales populares. Todo
ateniense, y en promedio dos veces en su vida, está llamado a ser parte de un
tribunal. Hay un sorteo que Aristóteles, en la Constitución de los Atenienses,
describe ampliamente insistiendo en los procedimientos muy complejos adoptados
para eliminar toda posibilidad de fraude en la designación de los jueces. En el
mundo moderno, la ley es fabricada y aplicada por categorías especializadas,
incomprensible para el común de los ciudadanos, y comprobamos ese double
bind, en el lenguaje de los psiquiatras, esa doble orden contradictoria: se
supone que nadie puede desconocer la ley, pero la ley es imposible de conocer.
Si uno la quiere conocer, necesita cinco años de estudios jurídicos, luego de
lo cual no solo no sabrá la ley; será especialista en derecho comercial, en
derecho penal, en derecho marítimo, etc.
3. En el mundo griego hay un reconocimiento explícito del
poder y de la función del gobierno. En el período moderno, en el cual los
gobiernos son casi omnipotentes, comprobamos una ocultación del gobierno en el
imaginario y en la teoría política y constitucional detrás de lo que llamamos
el poder «ejecutivo», lo que constituye una mistificación y un abuso de
lenguaje fantástico. Pues el poder ejecutivo no «ejecuta» nada. Los escalones
inferiores de la administración, en cambio, ejecutan en el sentido de que
aplican, o se supone que aplican, reglas preexistentes ordenando el
cumplimiento de tal acto específico a partir del momento en que las condiciones
definidas por la regla están dadas. Pero cuando el gobierno declara la guerra,
no ejecuta ninguna ley; actúa en un contexto muy amplio, el contexto de una ley
que le reconoce ese «derecho». Y lo hemos visto en la realidad, en los Estados
Unidos con la guerra de Vietnam, Panamá, Granada, y probablemente lo vamos a
volver a ver con el caso del golfo Pérsico, el gobierno puede hacer la guerra
sin declararla después de lo cual el Congreso no puede sino aprobarla. Esta
ocultación del poder gubernamental, la pretensión de que el gobierno no hace
sino «ejecutar» las leyes (¿qué ley «ejecuta» el gobierno cuando prepara,
propone o impone un presupuesto?) no es más que una parte de lo que se puede
llamar duplicidad instituida en el mundo moderno, de la cual más adelante
veremos otros ejemplos.
En el mundo antiguo, los expertos existen, pero su dominio
es la techné, dominio en el que se puede utilizar un saber especializado y
en el que se puede distinguir los mejores y los no tan buenos: arquitectos,
constructores navales, etc. Pero no hay expertos en el ámbito político. La
política es el dominio de la doxa, de la opinión, no
hay episteme político nitechné político. Es por ello que
las doxai, las opiniones de todos, en una primera aproximación son
equivalentes: luego de la discusión, hay que votar. Notemos al pasar este punto
absolutamente fundamental: el postulado de la equivalencia,prima facie, de
todas las doxai es la única justificación del principio mayoritario
(además de procesal: hay que terminar con la discusión en un momento dado;
bastaría entonces con un sorteo). En el imaginario moderno, los expertos están
presentes en todos los ámbitos, la política está profesionalizada, la
pretensión de una epistemé política, de un saber político aparece
aunque ello en general no sea proclamado en la plaza pública (otro caso de
duplicidad). Es necesario destacar que el primero, al menos que yo conozca, que
se atreve a presentarse con todas las pretensiones ante
unepistemé político evidentemente es Platón. Es Platón quien proclama que
hay que terminar con esa aberración que constituye el gobierno por hombres que
no están sino en la doxa, y confiar la politeia y la conducción
de sus asuntos a poseedores del verdadero saber, los filósofos.
4. En el mundo antiguo, se reconoce que es la colectividad
misma la que es la fuente de la institución, al menos de la institución
política propiamente dicha. Las leyes de los atenienses comienzan siempre con
la famosa cláusula: edoxe tê boulê kai tô demô, le pareció bien al Consejo
y al pueblo... La fuente colectiva de la ley está explicitada. Al mismo tiempo,
comprobamos esta situación extraña de la religión en el mundo griego (y no sólo
en las ciudades democráticas): la religión tiene una fuerte presencia, pero es
una religión de la ciudad, y se la mantiene a distancia de los asuntos comunes.
No creo que se encuentre una sola instancia en la cual una ciudad habría
enviado delegados a Delfos preguntando al oráculo: ¿qué ley debemos votar? Se
pudo preguntar: ¿habrá que librar una batalla aquí o allá? o en última
instancia: ¿tal persona sería un buen legislador? -pero nunca algo que verse
sobre el contenido de una ley. En el mundo moderno, ciertamente tenemos el
avance bastante dificultoso, pero que irrumpe en 1776 y en 1789, de la idea de
soberanía del pueblo, y coexiste con residuos religiosos; al mismo tiempo la
tentativa de fundar esta soberanía del pueblo en otra cosa que ella misma, que
aún subsiste: «el derecho natura!», la Razón y la legitimación racional, las
leyes históricas, etc.
5. En el mundo antiguo no hay «constitución» propiamente
dicha. Entonces surge el problema crucial, a partir del momento en que se sale
del mundo sagrado, de la significación imaginaria de un fundamento
transcendente de la ley y de una norma extra-social de las normas sociales, de
la autolimitación. La democracia es sin duda alguna un régimen que no reconoce
normas provenientes del exterior, y ella debe plantearlas sin poder apoyarse en
otra norma. En ese sentido, la democracia es ciertamente un régimen trágico,
sujeto al hubris, lo sabemos y lo vemos en la última parte del siglo V en
Atenas, la democracia debe hacer frente a la cuestión de su autolimitación.
Pero la necesidad de esta autolimitación es reconocida claramente por las leyes
atenienses. Existen procedimientos claramente políticos, como esa institución
extraña y fascinante que es la graphê paranomôn, es decir la acusación de
un ciudadano por otro ciudadano porque aquel habría hecho adoptar por medio de
la Asamblea una ley ilegítima (pensemos en los abismos que abre esta cláusula).
Existe la separación estricta de lo judicial y su poder que se fue
desarrollando, y que hace que en el siglo IV Aristóteles diga de Atenas casi lo
que uno diría de los Estados Unidos contemporáneos, a saber: que el poder judicial
tiende a devenir superior a los otros. Por último existe, y lamentablemente no
puedo extenderme sobre este vasto tema, la tragedia. Sus significaciones
múltiples están lejos de reducirse a esta, pero la tragedia posee también una
significación política muy clara: el llamado constante a la autolimitación.
Pues la tragedia es también y sobre todo la exhibición de los efectos de
la hybris, y más que eso, la demostración de que pueden coexistir razones
contrarias (es una de las «lecciones» de Antígona) y que no es
obstinándose en la razón (monos phronein) como se hace posible la solución de
graves problemas que pueden aparecer en la vida colectiva (lo que no tiene nada
que ver con el consenso blando de la época contemporánea). Pero por encima de
todo, la tragedia es democrática en el hecho de que conlleva el recuerdo
constante de la mortalidad, a saber, de la limitación radical del ser humano.
En los Tiempos modernos, existen «constituciones formales»; en algunos casos
excepcionales, estas constituciones permanentes, como en los Estados Unidos con
unas veinte enmiendas y una guerra civil, pero en la mayoría de los otros casos
estas constituciones (actualmente hay alrededor de ciento sesenta «Estados
soberanos», miembros de las Naciones Unidas, dotados casi todos de
«constituciones»; resulta dudoso que unos veinte de ellos pudieran ser
calificados de «democráticos», cualquiera que sea la extensión que se le dé a
este término) no son más que borradores de papel.
Por supuesto, se supone que estas constituciones responden
al problema de la autolimitación; en este sentido, no se puede por cierto
rechazar la idea de constitución, o de un Bill of rights. Pero también es
muy fuerte la ilusión constitucional, la idea de que basta con tener una
constitución para que las cuestiones estén arregladas. Nada lo demuestra mejor
que la famosa «separación de los poderes», proclamada prácticamente en todos
las constituciones modernas, pero que es más que problemática. En primer lugar,
detrás del poder legislativo y del poder «ejecutivo», está el verdadero poder
político, al que generalmente no se menciona (como en la actual Constitución
francesa) más que nominalmente: el poder de los partidos. Cuando Margaret
Thatcher propone una ley al Parlamento británico, este Parlamento va a ejercer
su función de «poder legislativo»; pero es el partido de Margaret Thatcher el
que va a votar esta ley. Luego Margaret Thatcher vuelve al 10 Downing Street,
cambia de vestido, se transforma en jefe del «ejecutivo» y envía una flota a
las Malvinas. He aquí la «separación de los poderes». No hay separación de
poderes, es el partido mayoritario el que concentra el poder legislativo y el
poder gubernamental (mentirosamente llamado «ejecutivo»), y en ciertos casos,
lamentablemente como Francia e incluso Inglaterra, el gobierno maneja al poder
judicial: la dependencia del poder judicial con respecto al gobierno en Francia
es escandalosa, no solo en los hechos, sino también en los textos. En cuanto a
los partidos mismos, estructuras burocrático-jerárquicas, estos no tienen nada
de democrático.
6. Detrás de estas instituciones políticas, están las
significaciones imaginarias políticas subyacentes. Lo que domina todo lo demás,
en la Antigüedad, es la idea: la ley somos nosotros, la polis somos nosotros.
Dominando todo lo demás en los Tiempos modernos, está la idea: el Estado son
ellos. Us-them, se dice en Inglaterra. Un indicador característico es la
idea de la delación: no se supone que uno va a denunciar a alguien que cometió
un delito, o incluso un crimen. ¿Por qué? ¿No es vuestra ley, la que ha sido
violada? En Atenas, se sabe, cualquier ciudadano puede llevar ante los
tribunales a otro, no porque este lo habría lesionado personalmente, sino
porque viola la ley (adikei).
7. En los Antiguos, se comprende claramente, y se repite
constantemente, que la sociedad forma al individuo. Fácilmente se multiplicarán
las citas: Simónides, Tucídides, Aristóteles. De allí el peso enorme que recae
sobre la paiadeia, la educación en el sentido más amplio del término, de
los ciudadanos. En los Tiempos modernos, sigue subsistiendo, herencia sin duda
del cristianismo y del platonismo, la idea de un individuo substancia,
ontológicamente autárquico y autoproductor, que entra en un contrato social
(nocional, ciertamente, transcendental si se prefiere), estando de acuerdo con
los otros para formar una sociedad o un Estado (¿podría no haberlo hecho,
incluso nacionalmente o transcendentalmente?). De allí las ideas del individuo
contra el Estado o la sociedad, y de la sociedad civil contra el Estado.
8. En los, Antiguos, el objeto de la actividad política es
ciertamente, en primer lugar, la independencia y el fortalecimiento de la
colectividad política, independencia planteada como un fin en sí; pero también
al menos para la Atenas del siglo V, la colectividad como conjunto de
individuos formados por la paiadeia y las obras comunes - como lo
dice Pericles en el Epitafio de Tucidides -. El objeto de la actividad política
en los Modernos es esencialmente la defensa de los intereses (privados, de
grupo, de clase) y la defensa contra el Estado, o las reivindicaciones que le
son dirigidas.
9. Si consideramos la participación de los individuos en la
colectividad política, en los Antiguos hay, lo sabemos, restricciones
importantes a las condiciones de esta participación. La comunidad política está
limitada a los adultos libres machos; exclusión total de las mujeres,
exclusión, ciertamente, de los esclavos y de los extranjeros. En los Tiempos
modernos, la situación es totalmente diferente. En teoría, los miembros de la
colectividad política que viven en un territorio dado poseen todos los derechos
políticos, con reserva con respecto a su edad y a su nacionalidad; hay una
vocación de universalidad –derechos humanos, etc.-, aunque en la práctica existen
grandes limitaciones a la participación política (sin mencionar la larga lucha
por los derechos políticos de las mujeres que, históricamente, acaba apenas de
concluir, pero con resultados muy limitados en la realidad).
10. En el mundo antiguo, la actividad política instituyente
tiene grandes limitaciones, por no decir que es inexistente, fuera del ámbito
estrictamente político. Por ejemplo, nadie piensa en tocar la propiedad o la
familia (aun cuando Aristóteles probablemente se hace eco de algunas opiniones
de sofistas, pero para reducirlas al absurdo). En los Tiempos modernos, y a mi
entender es el inmenso aporte de Europa, hay una extraordinaria apertura, y de
derecho ilimitada, de la actividad instituyente explícita y ciertamente existe
un cuestionamiento efectivo de las instituciones más inmemoriales, por ejemplo
con el movimiento de las mujeres. En principio, ninguna institución de la
sociedad moderna puede escapar al cuestionamiento.
11. En el mundo griego, existe una limitación insuperable de
la actividad política a la polis, en su ser-así dado, histórico y
efectivo. En el mundo Moderno, existen conflictos entre la dimensión
universalista del imaginario político y otro elemento central del imaginario
moderno: la nación y el Estado-nación. Como preguntaba Burke, ¿se trata de
los rights of man, de los derechos humanos, o los rights of
Englishman, de los derechos del inglés? En teoría, rechazamos esta pregunta; en
los hechos sucede todo lo contrario.
12. El ethos político dominante en los antiguos es
una franqueza brutal. Está presente, por ejemplo, en Tucídides, en el discurso
de los atenienses a los melianos. Los melianos reprochan a los atenienses
haberlos hecho sufrir injusticias; los atenienses responden: seguimos una ley
que no inventamos, que encontramos allí, y que siguen todos los humanos e
incluso los dioses, a saber: la ley del más fuerte. Esto se dice brutalmente, y
va acompañado por la idea implícita de que el derecho solo existe entre
iguales. Los iguales son los miembros de una colectividad que supo instaurarse
como lo suficientemente fuerte para poder ser independiente y en la cual, en su
interior, los hombres pudieron erigirse con la capacidad para reivindicar y
obtener derechos iguales. Aquí podemos hacer un paréntesis en cuanto a la
esclavitud. Se dice que los antiguos justificaban la esclavitud; es una burrada
mayúscula. La primera justificación de la esclavitud que yo conozca se halla en
Aristóteles (si ustedes quieren, pueden hablar también de Platón, con las tres
razas, pero no es lo mismo). Para un griego clásico, es impensable que se pueda
justificar la esclavitud, dado que él aprende a leer y a escribir con
la Iliada, donde se sabe que desde el comienzo las figuras más nobles del
texto van a ser reducidas a la esclavitud (después del poema, en la
continuación de la leyenda) ¿Quién se atrevería en algún momento a pensar que
Andrómaco o Casandro son esclavos «por naturaleza»? Aristóteles será el primero
en tratar de dar una «justificación», a fines del siglo IV. La (concepción
clásica está expresada admirablemente en el famoso fragmento de Heráclito, del
cual, habitualmente, no se citan más que las primeras palabras: la guerra es
padre de todas las cosas, es ella la que mostró (edeixe: reveló una naturaleza
preexistente) quiénes son los dioses y quiénes son los hombres, es ella la que
creó (epoiése: los hizo) a unos libres y a otros esclavos. En el mundo moderno,
comprobamos la duplicidad instituida y la ideología. Ciertamente, hallamos una
vez más el origen en Platón, con la «mentira noble» de la República, pero
esto se prolonga con Roma, el judaísmo y el cristianismo instituido: se dice
una cosa y se hace otra cosa. Todos somos hijos iguales de Dios, pero en todas
las iglesias, hay, al menos había, sillas separadas para el señor, para los
nobles, para los burgueses y el grueso del pueblo que quedaba de pie.
13. El objetivo proclamado de la actividad humana, sobre los
frontispicios del edificio político, es sin duda, en la Antigüedad, el ideal
del hombre kalos kagathos, la virtud, la paiadeia, o como dice
Pericles en el Epitafio (philokaloumen kai philosophoumen) de vivir en y por el
amor de lo bello y de la sabiduría. En los Modernos, el objetivo proclamado es
sin duda la prosecución de la felicidad, felicidad universal, pero que no es
sino la suma de las felicidades privadas. Detrás de los frontispicios, el
objetivo efectivo de los Antiguos es sin duda, en el plano individual así como
en el plano colectivo lo que llaman el kleos y el kudos, la
gloria, el renombre y la consideración. En los Modernos, es sin duda la riqueza
y el poderío, y, como decía Benjamín Constant, «la garantía de nuestros
disfrutes».
14. Detrás de todo esto, hay otra capa, más profunda, del
imaginario: la manera de dotar de sentido, significación, el mundo en su
conjunto y la vida humana. Para los griegos, lo fundamental es la mortalidad.
No conozco otra lengua en la cual la palabra mortal significa humano y humano
significa mortal. Ciertamente, en la poesía francesa del siglo XIX y más tarde,
aparece el término «los mortales»: es un simple recuerdo de los estudios
clásicos, no es el espíritu de la lengua, es decir de la sociedad misma.
Pero Thnetoi, los mortales, para los griegos son los humanos; ser humano,
es eso mismo. De ahí la exhortación repetida, en la tragedia y en otros
textos, thnêta phronein, pensar como un mortal: recuerda que eres mortal.
Vean en Herodoto las historias sobre Solón y Creso; cuando Creso se queja a
Solón porque no lo cita entre los hombres felices que conoció, Solón le
responde, entre otras cosas: pero estás vivo, no se puede decir que eres feliz,
solo se lo podría decir después de tu muerte. La conclusión, evidente,
paradójica, trágica: no es posible ser llamado feliz sino una vez que se ha
muerto, cuando ya no le puede suceder nada que le destruya su felicidad o que
empañe su kleos. Uno nunca es feliz. A Cresus, lo sabemos, le suceden las
más terribles desgracias. Y al mismo tiempo, esta mortalidad está habitada por
la hybris, que no es el pecado, sino la desmesura. El pecado, hebraico o
cristiano, presupone que hay fronteras bien demarcadas (por otro) entre lo que
se debe y lo que no se debe hacer. Lo propio de la hybris es que no
hay frontera trazada; nadie sabe a partir de qué momento comienza
el hybris, y sin embargo hay un momento en que uno está en hybris, y
entonces los dioses o las cosas intervienen para aplastarlo. En los Modernos,
el fantasma de la inmortalidad persiste, incluso después del desencantamiento
del mundo. Fantasma transferido al progreso indefinido, a la expansión del
supuesto dominio racional, y sobre todo manifiesto en la ocultación de la
muerte que es cada vez más característica de la época contemporánea.
15. En los Antiguos hay una ontología implícita, en las
oposiciones de chaos y cosmos, de phusis y nomos; el ser es tanto
caos, a la vez en el sentido de vacío (chainô) y en el sentido de mezcla
indefinible, como cosmos, a saber: ordenamiento visible y bello. Pero el
ser no es en absoluto «racional» de un extremo al otro, una idea semejante se
excluye en la concepción griega, (incluso en Platón). Los dioses y el ser no se
preocupan por los humanos, incluso se puede llegar a decir, en algún sentido,
lo contrario: tho theion phthoneron, lo divino es envidioso, dice
Herodoto. Los dioses no son ni ominiscientes ni omnipotentes. Tampoco son
justos. Basta con leer la Iliada para ver los crímenes cometidos por
los dioses: Héctor es asesinado en función de una triple traición de Atenea.
Ellos mismos, son sometidos a una ley impersonal suprema, la Anankê, que
prepara tal vez su destitución, como lo proclama Prometeo, y que es la ley de
creación/destrucción, que Anaximandro expresa muy claramente. El mundo moderno,
no llega a desprenderse de una ontología unitaria y por ende casi fatalmente
teológica, creada en este caso por Platón, del Ser igual al Bien igual a la
Sabiduría igual a lo Bello, lo que hará que alguien como Heiddeger diga que la
tarea de la filosofía es buscar el sentido del Ser, sin plantearse una sola vez
la cuestión de saber si el Ser tiene o puede tener un sentido, y si esta
pregunta misma tiene un sentido (no tiene ninguno). Detrás de todo esto, queda
una tierra prometida, hebraico-cristiana, este Ser-Bien-Sabiduría-Belleza está
allí, en algún lugar en el horizonte accesible de la historia humana; y,
finalmente, la transferencia de la promesa teológica tuvo lugar en el
«progreso».
Concluyo muy rápidamente. Todo esto, evidentemente, no es
para decir que hay que volver a los griegos, ni siquiera que la creación griega
en este aspecto importe más que la moderna. Destaqué ciertos aspectos, podría
hacerlos con muchos otros, en relación a los cuales hay, no una superación -el
término no tiene sentido- sino la aparición con la modernidad de algo
fundamental para nosotros: un cuestionamiento mucho más radical, una
universalización efectiva hasta un cierto punto, no porque es llevada a cabo,
sino porque está planteada explícitamente como una exigencia. Mi conclusión es
que tenemos que ir más lejos que los griegos y que los modernos. Nuestro
problema es el de instaurar una verdadera democracia en las condiciones
contemporáneas, hacer de esta universalización que permanece formal, o, mejor
dicho, incompleta, en el mundo moderno una universalidad sustancial y
sustantiva. Esto sólo es posible reubicando en su lugar los «disfrutes»,
destruyendo la importancia desmesurada que cobró la economía en la sociedad
moderna y tratando de crear un nuevo ethos,
un ethos centralmente ligado a la mortalidad esencial del hombre.
DEBATE
ROBER-POL DROIT: Leyendo el bosquejo detallado de su
exposición tal como usted me lo envió1, tuve la sensación de chocar con
tres obstáculos. Se transformaron en tres interrogaciones, que no agotan, en
absoluto, la serie de preguntas que surgen en sus análisis.
Primera dificultad: ¿Cómo articula usted por una parte la
singularidad y la contingencia del nacimiento en Atenas de la democracia y de
la filosofía y por otra parte, la universalidad potencial de ese «gennen»
griego y su evacuación de una «filosofía de la historia», en el sentido clásico
del término? Aclaro rápidamente los elementos de esta primera pregunta, a fin
de que el problema sea claro para todos.
Los griegos, y más específicamente los atenienses, son los
únicos que constituyeron una sociedad que delibera explícitamente acerca de
leyes que ella misma crea, que emprende su cambio, que prevé la posibilidad de
su reformulación, que se esfuerza en que sus propias reglas sean visibles,
susceptibles de enmiendas y de rectificaciones. Es en Atenas, y en ninguna otra
parte, donde se constituyó, en un mismo movimiento, la reflexión acerca de los
principios de las leyes -lo justo y lo injusto, el bien y el mal- y acerca de
los elementos de esta reflexión misma: la razón, lo verdadero y lo falso, lo
pensable y lo impensable.
Singular y contingente, el nacimiento griego de la práctica
democrática y de la reflexión filosófica, sin embargo, tiene vocación
universal. La ruptura se produjo en un tiempo y en un lugar dado, pero no se
halla encerrada en un período delimitado ni restringido a un espacio cultural
estrechamente circunscripta. Por el contrario, se dirige virtualmente a todo
hombre de toda cultura, concierne al devenir histórico de la humanidad en su
conjunto. Todo esto fue dicho miles de veces.
¿Dónde está la dificultad? No la hay, o no hay dificultad
infranqueable, a partir del momento en que se postula, como lo hace Hegel o
como lo hace Marx, la existencia de un sentido de la historia, de una racionalidad
dialéctica que explica la marcha necesaria de ella. Pero lo menos que se puede
decir es que no es su caso: la historia no es «un despliegue racional», según
lo que usted dice, y la evacuación de estas visiones de la historia se da
ligada a su tesis de la auto-institución radical de las significaciones
imaginarias.
Entonces, le pregunto cómo articula el hecho griego, en su
forma última de contingencia absoluta, su potencial de universalidad y la
ausencia de toda forma de despliegue racional en su concepción de conjunto de
la historia humana.
La segunda dificultad que encontré está ligada a la cuestión
de la eventualidad de una democracia planetaria. Tal como yo lo entendí, su
análisis de los diferentes puntos de contraste entre democracia griega antigua
y democracia europea moderna puede desembocar, a grandes rasgos, en la idea de
que la primera posee una suerte de universalidad limitada pero «plena» mientras
que la segunda, que proclama una universalidad ilimitada, está atravesada por
conflictos que se sitúan particularmente en las relaciones de los individuos
con el Estado, y con la tecnocracia.
Mi pregunta será: ¿En qué tiene que transformarse la
democracia para que devenga efectivamente universal y no excluya a nadie, sin
distinción de sexo, de cultura o de mundo imaginario?
El tercer y último obstáculo que encontré, es lo que llamo
la tentación pesimista. No tiene nada que ver con la tentación escéptica, a la
cual usted muy a menudo trata con una alegre malicia. Lo que yo llamo de esta
manera, a mi entender, nace de la convergencia de algunos de sus señalamientos
más insistentes. En primer lugar, sus señalamientos sobre esta última mitad de
siglo, que tienden a concluir que la época no es nihilista, sino simplemente
nula, y que ni siquiera es una época. Luego, la ausencia de motor oculto de la
historia que le permitiría recuperar o reciclar todo lo que este siglo tiene de
horrible y de estéril a la vez. «Nadie puede proteger a la humanidad contra la
locura y el suicidio», escribe usted en algún texto.
Entonces, le pregunto qué hace que usted tenga esperanzas y
que luche a pesar de todo, no por su inclinación personal a reír en lugar de
lamentarse, porque también se puede ser feliz en la desesperanza, pero entonces
en nombre de qué, si se puede formular, usted resiste y apuesta a que esto no
es en vano.
No ignoro la desmesura de semejantes preguntas, pero le
agradezco que trate de aportar algunos elementos o al menos algunas respuestas
posibles.
CORNELIUS CASTORIADlS: Disculpe mis respuestas insatisfactorias
o demasiado breves. Lo serán ciertamente para mí, pues las preguntas formuladas
son absolutamente fundamentales. Abordaré conjuntamente la primera y la tercera
pregunta, que están relacionadas, ambas, con nuestra visión general de la
historia, no diría del ser, sino de la historia. Del mismo modo que no podemos
vivir sino a partir de una ética de la mortalidad, nuestra reflexión filosófica
misma debe estar profundamente impregnada de esta idea de mortalidad y no solo
de muerte individual. Si me permite esta expresión grandilocuente, el ser es
creación y destrucción: ambas van unidas. Anaximandro lo sabía, pero esto se
tuvo muy poco en cuenta. Sin embargo esto está en el centro de una reflexión
acerca de la historia que trataría de salir de esos mitos escatológicos que
constituyen los esquemas «progresistas» de la historia, ya sea que se trate de
Kant, de Hegel o de Marx. Creo que hay que salir de eso.
La humanidad misma es un accidente local. Las formas que la
humanidad ha dado a su creación son igualmente contingentes. En estas
creaciones, hay elementos, que dado el conjunto de las condiciones físicas, por
ejemplo, no son contingentes. Somos animales: tenemos que comer y nos tenemos
que reproducir, y necesitamos que exista una regulación social de estas
necesidades. Pero ello no explica la variedad infinita de las formas en la
historia. Siempre estamos condicionados por el pasado, pero nadie dijo que ese
pasado era necesario. Esta creación, por ejemplo la de la democracia ateniense,
es contingente. Pero tiene, al menos para nosotros, ese carácter absolutamente
extraordinario que es el hecho de que esta contingencia no impide una suerte de
perennidad virtual de ciertos logros. ¿Cómo y por qué? Es la pregunta de
Roger-Pol Droit. Es difícil de detallar, pero lo explicaré en pocas palabras.
La sociedad no puede vivir sino creando la significación.
Significación quiere decir idealidad, pero no en el sentido tradicional de la
filosofía. La idealidad aquí significa algo muy importante, más importante que
las cosas materiales, un elemento imperceptible inmanente de la sociedad. Las
instituciones, en el sentido verdadero del término, son algo del orden de lo
imperceptible inmanente, al igual que el lenguaje.
Sucede que algunas de estas idealidades superan su lugar de
origen, ya sea en su ámbito lógico-matemático o en el ámbito estético. Pero no
discutimos aquí acerca de la creación de reglas aritméticas o geométricas, ni
de la creación de obras artísticas. Nos preocupa otra cosa. Se trata de la
puesta en cuestión de si mismo, individual o colectiva. Ponerse a distancia de
sí, producir esta extraña dehiscencia en el ser de la colectividad así como en
el de la subjetividad, decirse: «Yo soy yo, pero lo que pienso tal vez es
falso», son creaciones de Grecia y de Europa. Es un accidente local. No puedo
ni quiero insertarlo en cualquier teología o teleología de la historia humana.
Hubiera sido perfectamente posible que Grecia no hubiese existido. En cuyo caso
no estaríamos aquí esta noche, porque la idea de un debate público libre, en el
que cualquiera puede cuestionar la autoridad de cualquier otro, no habría
surgido. No hay nada de necesario en esto, hay que admitirlo.
Pero también hay que admitir que el privilegio de estas dos
creaciones (la griega y la europea) reside en la constitución de un universal
que ya no es el universal lógico o incluso técnico. Un hacha sirve en cualquier
cultura: si la gente no sabe usarla, aprende en seguida. Lo mismo sucede con un
Jeep o con una ametralladora. La universalidad de la autorreflexividad, en el
plano individual o colectivo, es de otro tipo. Esta autorreflexividad, que está
en el fundamento de la democracia, es como un virus o un veneno. Existe una
susceptibilidad de los seres humanos a ser «envenenados» por la reflexión, en
ser tomados en este quehacer de la reflexividad, en la reivindicación de la
libertad de pensar, y de la libertad de acción. Pero esto no pertenece a una
naturaleza humana.
Por otra parte, la institución social puede crear un
obstáculo infranqueable a esta contaminación liberadora. Por ejemplo, para un
verdadero musulmán, con todo el respeto debido a todas las creencias, es
evidente que la filosofía no puede en absoluto cuestionar el hecho de que el
Corán es divino como texto. Sobre este punto no hay discusión razonable
posible. Cuando uno pregunta, como lo hace Roger-Pol Droit, como me lo estoy
preguntando yo mismo, cuáles son los logros mediante los cuales las sociedades
occidentales pueden iniciar estos universos de creencias, no es posible hallar
una respuesta general. Tenemos que tener la esperanza de que el ejemplo
occidental, por más rengo que se haya vuelto, corroa poco a poco este conjunto
de significaciones esencialmente religiosas, que abra las brechas a partir de
las cuales pueda comenzar un movimiento de autorreflexión, a la vez político e
intelectual.
Dije «Occidente rengo». Me permito retomar un ejemplo de mi
último libro, porque me viene en seguida a la memoria. No se pueden corroer las
culturas islámicas persuadiéndolas de que Madonna es superior al Corán. Pero lo
que se le dice actualmente es casi lo mismo. Dichas culturas no están corroídas
por la Declaración de los derechos humanos, sino por Madonna o por sus
equivalentes. Ese es el drama de Occidente y de la situación actual.
La segunda pregunta presenta un problema inmenso, que
realmente no es posible discutir aquí ¿Qué querría decir, si se hiciera, la
universalización efectiva de las instituciones democráticas, una democracia
planetaria, etc.? ¿Qué presupone? Es absolutamente evidente que una democracia
semejante, presupone, antes que nada, la aceptación por todos, cualquiera que
fueran sus creencias privadas, que una sociedad humana no puede existir sino
sobre bases que no están fijadas por un dogma revelado, cualquiera que fuese. Pero
debemos suponer todavía mucho más que eso. Y, sobre todo, existen formas
concretas que hay que crear. Pues sería tan desatinado pensar que se puede
aplicar la democracia ateniense a las dimensiones de la nación francesa como
pensar que se podría aplicar, digamos -aunque no es un modelo- la Constitución
de la Vª República al planeta entero. La distancia en ambos ejemplos es la
misma. Es éste, entonces, un campo de creación que el futuro debe constituir.
Por último, en relación con todo esto, ¿se puede ser
pesimista u optimista? Roger-Pol Droit cree ver, en su última pregunta, una
tentación pesimista a la cual yo resisto. Por mi parte, no vivo en absoluto las
cosas así. En la medida en que siga habiendo gente que reflexione, que
cuestione el sistema social o su propio sistema de pensamiento, habrá
creatividad de la historia sobre la cual nadie puede poner una lápida. El lazo
que tenemos con esta creatividad pasa por individuos vivientes. Estos
individuos existen, aun cuando sean muy pocos actualmente y aun cuando,
efectivamente, el tono dominante de la época no es agradable en absoluto.
Público: Si se universalizara la democracia en el
planeta entero, ¿no existiría el riesgo de ver desaparecer toda forma de
alteridad, de ver constituirse un mundo sin otro, y, en consecuencia, sin
representación de su propia muerte potencial?
C.C.: A menudo se piensa que no es posible definirse
sino contra un otro. ¿En qué medida esto es cierto? Este postulado es
absolutamente arbitrario. Pero este término, inocente, en apariencia, se presta
a la confusión. En fonología, que yo sepa, las labiales no están en guerra con
las dentales. Las labiales no exigen la muerte de las dentales para existir
como labiales. El término «oposición» aquí es un fantástico abuso de lenguaje.
Se trata de distinción, de diferenciación.
Su argumento se sostendría si alguien dijera: «Pido y
propongo una sociedad en la cual no haya ninguna diferenciación, en la cual
todos seamos parecidos.» Allí, usted podría decir, no que es una utopía ni
siquiera una contradicción, sino que es algo del orden de la infradebilidad
mental. Una sociedad semejante no puede existir y no es en absoluto deseable.
Es la muerte... Tal vez Ceaucescu pensaba en eso: clonarse para tener una
Rumania con 24 millones de Ceaucescu. Es posible, pero estaba loco. En otras
palabras, cada uno de nosotros vive por diferencia con respecto a los otros,
pero no en oposición a los otros. Eso es lo que hay que entender.
UN AUDITOR: Usted habló del nacimiento de la democracia
ateniense como una ruptura en esta clausura de las significaciones constituida
por el universo religioso ¿Pero esta ruptura puede ser total alguna vez?
C.C.: Nunca puede haber ruptura total de la clausura,
eso es seguro. Pero existe una diferencia cualitativa enorme entre un mundo en
el que hay una clausura, tal vez con fisuras porque nunca nada se sostiene
absolutamente, y un mundo que abre esta clausura.
En el cristianismo más cerrado, siempre está la gran espina
de la teodicea. Al final siempre hay que decir: «Sólo Dios puede saber por qué
hay niños mogólicos.» Pero nunca hay ruptura total de la clausura. Incluso en
la filosofía más radical, siempre hay muchísimas cosas que no pueden ser
cuestionadas, y que probablemente no podrán serlo después. Por otra parte, una
filosofía que vale la pena, en un sentido tiende a cerrar. Por más que repita
«no quiero cerrar», cierra al menos en su forma de no cerrar, etc., es decir
que determina algo. Y la verdad, es este movimiento de ruptura de una clausura
tras otra. No es la correspondencia con algo.
P.: ¿No es posible pensar que los griegos detestaban el
poder y no veían en él más que un mal necesario, como lo demuestra, por
ejemplo, el sorteo en lugar de una elección?
C.C.: Seré un poco más sutil que usted en cuanto que
los griegos detestaban el poder, la idea de que era un mal necesario, etc.
Pericles, por ejemplo, no ejerce el poder en Atenas por haber sido elegido
estratega, sino en función de la influencia que tiene sobre el pueblo ¿Pero
como logró esa influencia? Visiblemente porque buscó tenerla. No se puede decir
que detestaba el poder, ni que lo habían obligado. Creo que lo que hay que ver
en el régimen ateniense, si usted lo toma en el momento de su gran esplendor,
digamos lo que se llama el siglo de oro de Pericles, es ese frágil equilibrio
entre el deseo del poder de unos, el control ejercido por el pueblo, y la no
supresión de la individualidad.
Después, efectivamente, el deseo de poder -es verdaderamente
un terreno clásico, para encontrar demostraciones tan impactantes-a medida que
la democracia se desvanece, deviene en otra cosa. Es Alcibíades. Para
Alcibíades, todos los medios son buenos para conquistar el poder: votar la
absurda expedición de Sicilia, traicionar a su patria, pasarse a los
Lacedemonios, darles la estrategia del triunfo para la guerra del Peloponeso,
pasarse una vez más a los Atenienses, etc. Allí, tiene el fin de la democracia
ateniense.
UN AUDITOR: ¿Cómo conciliaban los griegos el principio
de igualdad sobre el cual reposa la democracia y su gusto por la lucha, por el
combate, por la competencia, el agôn, en el cual solo el mejor gana? ¿Y
qué hacer con este mismo problema hoy?
C.C.: En primer lugar hay que destacar que la
concepción que los atenienses tiene de la democracia es totalmente relativa a
la idea de que no hay derecho sino entre iguales. Ahora bien, ¿quiénes son los
iguales? Son los machos libres. Eso es bien claro, en todos lados, tanto en
Tucídides como en todo el mundo. Y es muy sorprendente ver que Aristóteles, en
el libro V de La Ética para Nicómaco, que está consagrado a la justicia,
cuando llega a la cuestión de la justicia pública, dice precisamente que no hay
justicia o injusticia en la política. La política aquí no es la gestión de los
asuntos corrientes, en los que evidentemente existe lo justo y lo injusto, sino
que es la institución. Para Aristóteles, que en este punto es muy profundamente
griego, y con el cual estaríamos en desacuerdo, uno no puede juzgar el núcleo
fundamental de la institución política de la Ciudad. Ésta da el poder a
los oligoi, a los pocos, o a los demos o a quien sea. Allí no
hay justicia o injusticia. Las consideraciones de Aristóteles en La Política
misma no son consideraciones de justicia o de injusticia para los regímenes
políticos, sino consideraciones de conveniencia, de apropiación o de adecuación
a la naturaleza humana. Eso es lo que hace que algunos regímenes sean mejores y
otros no tan buenos, y no el hecho de que sean justos o injustos.
No se trata de conciliar la concepción agonística absoluta
con la democracia. No decimos que queremos instaurar la democracia para los más
fuertes ni para los más débiles. Precisamente ésa es una de las grandes
experiencias de los Tiempos modernos, que está germinalmente, efectivamente, en
la invención que los griegos hicieron de un logos que se pretende
universal, pero cuya universalidad permaneció en ellos sin una verdadera puesta
en marcha política. El gran aporte de los Tiempos modernos, es que queremos la
democracia para todos. Ahora, en el interior de la democracia, ciertamente hay
que dejar lugar para el elemento agonístico que está en todo ser humano y
actúa, de manera tal que este elemento no se traduzca ni en matanzas ni en el
tipo de escenas que siguen a cada partido de fútbol en el que los simpatizantes
de Liverpool aplastan a los de Milán, etc.
El ejemplo de los griegos en este punto puede sernos útil.
Jakob Burckhardt lo vio primero: Grecia es una cultura en la que existe, en el
lugar central, el elemento agonístico. Está presente en la Atenas democrática,
no solamente contra las otras ciudades, sino en el interior de la Ciudad ¿Pero
qué forma cobra? Es, por ejemplo -tomo el ejemplo más útil para mi
argumentación, pero importa poco cuál es- los concursos de tragedias, agôn
tragikos, la lucha trágica, es decir la competencia entre tres, cuatro o cinco
poetas, de los cuales el mejor será coronado. Los juegos Olímpicos no son
«juegos»: son agônes. Hay concursos poéticos y también, ante el demos, la
competencia de los que piensan ser jefes políticos o líderes políticos, que
quieren ser los mejores por los argumentos, etc. Esto quiere decir que incluso
el elemento agonístico es canalizado en el interior de la Ciudad hacia formas
que ya no son destructoras de la colectividad, sino por el contrario creadoras
de obras positivas para esta colectividad.
Nota
1 La modalidad adoptada para los
debates de la tarde preveía la apertura de la discusión por medio de algunas
preguntas preparadas antes de las intervenciones del público.