Sueño de mariposa ✆ Ayla Mahler |
- En este fragmento del libro ‘El más sublime de los histéricos’, que acaba de aparecer, Slavoj Žižek avanza en una revisión crítica –sobre la base del psicoanálisis– del concepto marxista de ideología y llega a una pregunta crucial: en qué consiste la diferencia, absoluta, entre el capitalismo y todos los modos de producción que lo precedieron en la historia.
En el Seminario 11, Lacan se refiere a la paradoja muy
conocida de Chuang Tzu, quien, después de soñar que era una mariposa, ya
despierto se pregunta si él no es la mariposa que sueña ser Chuang Tzu. Según
Lacan, éste tenía razón al hacerse esa pregunta: en primer lugar, porque “es lo
que prueba que no está loco, que no se toma por alguien absolutamente idéntico
a sí mismo”; en segundo lugar, porque “precisamente cuando era mariposa, se
aferraba a alguna raíz de su identidad –que era y es en su esencia, esa
mariposa que se pinta con sus propios colores– y por esa vía, en la última
raíz, él era Chuang Tzu”.
La primera razón corresponde a la exterioridad de la red simbólica que determina la identidad del sujeto: Chuang Tzu es Chuang Tzu porque lo es “para los demás”, porque esa identidad le fue conferida por la red intersubjetiva de la que él forma parte: estaría loco si pensara que los otros lo tratan como Chuang Tzu porque él ya es Chuang Tzu en sí mismo, independientemente de esa red simbólica. La verdad del sujeto se decide fuera, el sujeto “en sí mismo” es una nada, un vacío sin ninguna consistencia.
La primera razón corresponde a la exterioridad de la red simbólica que determina la identidad del sujeto: Chuang Tzu es Chuang Tzu porque lo es “para los demás”, porque esa identidad le fue conferida por la red intersubjetiva de la que él forma parte: estaría loco si pensara que los otros lo tratan como Chuang Tzu porque él ya es Chuang Tzu en sí mismo, independientemente de esa red simbólica. La verdad del sujeto se decide fuera, el sujeto “en sí mismo” es una nada, un vacío sin ninguna consistencia.
Ahora bien, reducir al sujeto al vacío, sin ninguna verdad
más que la verdad exterior, “disolverlo” en la red simbólica, ¿es todo lo que
podemos decir de él? ¿Acaso el “contenido” del sujeto se reduce a lo que es
para los demás, a las determinaciones simbólicas, a los títulos, a los mandatos
que se le han conferido? El sujeto dispone, a pesar de todo, de un modo de dar
consistencia a su identidad más allá de los títulos, las referencias que lo
sitúan en la red simbólica universal, una manera de Ser-ahí en su carácter
“patológico”, en su particularidad absoluta: la fantasía. En el objeto
fantasmático, el sujeto “se aferra a alguna raíz de su identidad”: Chuang Tzu
tenía razón al tomarse por una “mariposa que sueña que es Chuang Tzu”, pues la
mariposa es el objeto que constituye el marco, el esqueleto de su identidad
fantasmática. En ese sueño que llamamos la “realidad” sociosimbólica, él es
Chuang Tzu, pero en lo real de su deseo es la mariposa; todo su Dasein, su
existencia, consiste en “ser la mariposa”.
A primera vista, la paradoja de Chuang Tzu no hace sino
invertir de manera simétrica la relación llamada “normal” entre la vigilia y el
sueño: en lugar de Chuang Tzu que sueña que es una mariposa, tenemos una
mariposa que sueña que es Chuang Tzu. Pero, como lo subraya Lacan, esta
simetría es engañosa: Chuang Tzu despierto puede tomarse por el Chuang Tzu que
en su sueño es una mariposa, pero, cuando es una mariposa, no puede preguntarse
“si, cuando es el Chuang Tzu despierto, no es la mariposa que está soñando que
es” (Lacan), vale decir, no puede tomarse por la mariposa que, en su sueño, es
Chuang Tzu. La ilusión no puede ser doble, simétrica, porque en ese caso estaríamos
en la situación insensata descripta por Alphonse Allais: Raoul y Margherite,
los amantes, se dan cita en el baile de máscaras; estando en el baile creen
reconocerse y buscan intimidad en un rincón apartado, se quitan las máscaras y,
¡sorpresa!, “los dos lanzan al mismo tiempo un grito de estupor. Ninguno de los
dos reconoce al otro. El no era Raoul y ella no era Margherite”. (Encontramos
la misma paradoja en varias historias de ciencia ficción contadas desde el
punto de vista del protagonista, quien descubre gradualmente que todas las
personas que lo rodean no son seres humanos sino autómatas con apariencia de
personas; el golpe de efecto final consiste en que el héroe termina
descubriendo que él mismo también es un autómata.)
El psicoanálisis está, por lo tanto, lejos de la ideología
del “sueño universalizado” en el sentido de “la realidad entera no es más que
una ilusión”; el psicoanálisis insiste en ese resto, esa roca, ese “núcleo
duro” que escapa al espejismo universalizado de las apariencias; la única
diferencia con el “realismo” ingenuo que cree en la “realidad dura de los
hechos” estriba en que, según la teoría analítica, ese “núcleo duro” se anuncia
justamente en el sueño. Unicamente en el sueño uno se acerca a lo real, a esa
Cosa traumática que es el objeto causa del deseo, es decir, solo en el sueño
uno está al borde de la vigilia y se despierta justamente para poder continuar
durmiendo, para evitar el encuentro con lo real. Al despertar, uno se dice “era
sólo un sueño”, cegándose al hecho decisivo de que, precisamente, como seres
despiertos, no somos más que “la conciencia de ese sueño” (Lacan).
Lo mismo puede decirse del famoso “sueño ideológico”: uno
intenta en vano salir de ese sueño abriendo los ojos a la realidad, porque
justamente, en cuanto sujetos de una mirada que llamamos “objetiva”,
“desideologizada”, “liberada de las ilusiones ideológicas”, sobria, la que
“toma los hechos tales como son”, no somos más que la conciencia de su sueño
ideológico. La única manera de salirse es confrontarse con lo real que se
anuncia en él; por ejemplo, no “liberándose de los prejuicios contra los
judíos” y “mirándolos tales como son en realidad” –la vía más segura para
seguir siendo, sin advertirlo, prisionero de esos prejuicios–, sino
interrogándose sobre la manera en que esa figura del judío toca cierto
conflicto irresuelto de lo real de nuestro deseo.
Esta cuestión nos impone redefinir radicalmente el concepto
de ideología. En la perspectiva marxista predominante, la ideología se entiende
como “falsa conciencia”, invertida, que disimula la esencia efectiva de las
relaciones sociales que están detrás de ella; se busca la esencia oculta, las
relaciones sociales efectivas (por ejemplo, las relaciones de clase disimuladas
por el universalismo de los derechos formales burgueses). Pero si uno concibe
el campo social como una estructura que se articula alrededor de su propia
imposibilidad, está obligado a definir la ideología como un edificio simbólico
que oculta, no una esencia social escondida, sino el vacío, lo imposible
alrededor de lo cual se estructura el campo social. Es por ello que la “crítica
de la ideología” ya no intenta penetrar hasta la esencia oculta: subvierte un
edificio ideológico a fin de denunciar, entre sus elementos, el que representa su
propia imposibilidad. En la perspectiva marxista predominante, la mirada
ideológica es una mirada parcial que ciega a la totalidad de las relaciones
sociales, mientras que, en la perspectiva analítica, la ideología denuncia,
antes bien, una totalidad que quiere borrar las huellas de su imposibilidad. No
hace falta subrayar que esta diferencia corresponde a la que separa el concepto
marxista del concepto freudiano del fetichismo: en el marxismo, el fetiche
disimula la red positiva de las relaciones sociales, en tanto que en Freud el
fetiche disimula la falta (la “castración”), alrededor de la cual se articula
la red simbólica.
Del hecho de que lo real sea lo que siempre retorna en el
mismo lugar surge además otra diferencia, no menos decisiva, entre las dos
perspectivas. Desde el punto de vista marxista, el procedimiento ideologizante
por excelencia es el de la eternización y de la universalización falsa: una
coyuntura que depende de la constelación histórica concreta se presenta como
condición eterna, universal, o bien, un interés particular se presenta como
interés universal. El procedimiento crítico ideológico debe precisamente
denunciar esta falsa universalidad, detectar en el Hombre en general al hombre
burgués; en los derechos burgueses universales, la forma que hace posible la
explotación capitalista; en la familia nuclear patriarcal, una forma
históricamente limitada y de ninguna manera una constante universal, etcétera.
No obstante, parece que, en la perspectiva analítica, uno debería, antes bien,
cambiar los términos y definir el procedimiento ideológico más “astuto” como el
de la historización apresurada. La apuesta última de la crítica y la
relativización histórica de lo que llamamos la “familia patriarcal”, del
“edipismo” y del “familiarismo” analíticos, ¿no es justamente permitirnos
eludir el “núcleo duro” de la familia que se anuncia en esas formas, lo real de
la Ley, la roca de la castración? Dicho de otro modo, si la universalización
apresurada propone una Imagen casi universal cuya función es cegarnos a su
determinación historico-simbólica, la historización apresurada nos ciega al
núcleo real que retorna como lo mismo a través de las diversas
historizaciones/simbolizaciones.
Por consiguiente, lo que falla en el edificio teórico
marxista, centrado en la lectura sintomática del texto ideológico, es la
dimensión de lo real. Trataremos de demarcar esa falta a partir de los
callejones sin salida del concepto marxista de la plusvalía.
Plus de gozar y
plusvalía
La prueba de la pertinencia del gesto de Lacan que modeló el
concepto de plus de gozar a partir del concepto marxista de la plusvalía, es
decir, la prueba de que la plusvalía de Marx efectivamente anuncia la lógica
del objeto a (minúscula) en cuanto plus de gozar, es ya la fórmula clave mediante
la cual Marx, en el tercer tomo de El capital, trata de fijar el límite lógico
histórico del capitalismo: “El límite del capital es el capital mismo, vale
decir, el modo de la producción capitalista”.
Esta fórmula abre dos posibilidades de lectura. La primera,
habitual, historicista evolucionista, entiende este límite en el nivel del
modelo desafortunado de la dialéctica de las fuerzas productivas y de las
relaciones de producción como la dialéctica del “contenido” y de la “forma”
(véase el “Prefacio” a la Crítica de la economía política). Ese modelo sigue la
metáfora de la serpiente que, de cuando en cuando, se de-sembaraza de su piel,
demasiado estrecha y adherida: se propone como móvil último del desarrollo
social, como su constante, por decirlo así, natural, automática, el crecimiento
incesante de las fuerzas productivas (en la regla reducida al desarrollo de las
técnicas), al cual suceden, con un retraso mayor o menor, como momento inerte,
las relaciones de producción. Así, hay épocas en las que las relaciones se
equilibran con las fuerzas; luego, cuando las fuerzas se desarrollan y superan
el marco de las relaciones, ese marco llega a ser un obstáculo a su desarrollo
ulterior hasta que la revolución vuelve a equilibrar las relaciones y las
fuerzas reemplazando las antiguas relaciones por otras nuevas, correspondientes
al nuevo estado de las fuerzas. Vista en esta perspectiva, la fórmula del
capital entendido como su propio límite significaría, sencillamente, que las
relaciones de producción capitalistas, que primeramente habían hecho posible el
desarrollo rápido de las fuerzas productivas, han llegado a ser en cierto punto
un impedimento para su desarrollo ulterior, que esas fuerzas han crecido más
allá de su marco y exigen una nueva forma de relaciones sociales.
El mismo Marx está lejos, por supuesto, de semejante
representación vulgar evolucionista; para comprobarlo, basta con examinar los
pasajes de El capital donde trata la relación entre la subsunción formal y la
subsunción real del proceso de producción bajo el capital: la subsunción formal
precede a la real, es decir, el capital subsume primero el proceso de
producción tal como lo ha encontrado (el artesanado, etcétera) y solo después,
sobre esa base, cambia gradualmente las fuerzas productivas, dándoles la
estructura que le conviene; contrariamente a la llamada representación vulgar,
es, pues, la forma de las relaciones de producción lo que impulsa el desarrollo
de las fuerzas productoras de su “contenido”.
Aquí habría que hacerse una pregunta completamente ingenua:
¿dónde se encuentra ese punto –aunque ideal– a partir del cual se puede decir
que las relaciones de producción capitalista se han convertido en un
impedimento al desarrollo de las fuerzas productivas? O bien, el reverso de la
misma pregunta: ¿cuándo se puede hablar de que hay una concordancia entre las
fuerzas productivas y las relaciones de producción en el marco del modo de
producción capitalista? Un análisis severo nos lleva a una sola respuesta
posible: nunca. En esto precisamente difiere el capitalismo de los modos de
producción previos; en estos últimos, uno puede hablar de períodos de “acuerdo”
durante los cuales el proceso de la producción y de la reproducción se
desarrolla según un movimiento circular apacible, y períodos durante los cuales
la contradicción entre las fuerzas y las relaciones se agrava; mientras que en
el capitalismo esta contradicción, la discordia fuerzas/relaciones, forma parte
de su “concepto mismo” (con la forma de la contradicción entre el modo social
de producción y el modo individual, privado, de apropiación). Esta
contradicción es lo que obliga al capital a ampliar permanentemente su
reproducción, a de-sarrollar incesantemente sus condiciones de producción, a
diferencia de los modos de producción previos cuya (re)producción, en su estado
“normal”, tiene la forma de un movimiento circular. Pues bien, si esto es así,
la lectura evolucionista de la fórmula del capital entendido como su propio
límite no alcanza: no se trata de ninguna manera de que, en cierto punto, el
marco de las relaciones de producción frenen el desarrollo ulterior de las
fuerzas productivas, sino que, por el contrario, ese límite inmanente, esa
“contradicción interior” es lo que impulsa al capitalismo a desarrollarse
permanentemente. El movimiento “normal” del capitalismo es revolucionar
permanentemente sus condiciones de existencia: desde el comienzo, “corrompe”,
está marcado por una contradicción, por una distorsión, un de-sequilibrio
inmanente y, por esta razón misma, cambia y se desarrolla sin cesar; el
desarrollo incesante es la única manera de soportar, de resolver cada día,
nuevamente, la contradicción fundamental, constitutiva, que lo caracteriza.
Lejos de frenarlo, su límite se vuelve, pues, el móvil de su desarrollo. He
aquí la paradoja del capitalismo, su recurso último; es capaz de transformar su
dificultad, su impotencia misma, en fuente de poder y de crecimiento; cuanto
más “corrompe”, tanto más se agrava su contradicción inmanente y tanto más debe
revolucionarse para sobrevivir.
De esto se desprende claramente el vínculo entre la
plusvalía –“causa” que pone en movimiento el proceso de producción capitalista–
y el plus de gozar, objeto-causa del deseo: la topología paradójica del
movimiento del capital, el bloqueo fundamental que se resuelve y se reproduce a
través de una actividad frenética, la potencia excesiva como la forma misma de
una impotencia fundamental, ese paso inmediato, esas coincidencias del límite y
el exceso, de la falta y el excedente, ¿no son las del objeto-causa del deseo,
ese excedente, ese resto que traduce una falta constitutiva?
Todo esto Marx “lo sabe perfectamente, pero aun así”: de
todas maneras, en el pasaje decisivo del “Prefacio” a la Crítica de la economía
política, hace como si no lo supiera al describir el paso del capitalismo al
socialismo en los términos de la mencionada dialéctica vulgar de las fuerzas
productivas y las relaciones de producción; cuando las fuerzas se desarrollan
por encima de cierta medida, las relaciones capitalistas pasan a ser el
obstáculo de su de-sarrollo ulterior, lo que pone en el orden del día la
revolución socialista que debe volver a establecer relaciones que concuerden
con las fuerzas, reestablecer las relaciones de producción que hagan posible un
desarrollo acelerado de las fuerza productoras como fin en sí mismo. ¿Cómo no
detectar en esto el hecho de que tampoco Marx lograba dominar las paradojas del
plus de gozar? Y la venganza irónica de la historia para este fracaso es que
hoy existe una sociedad para la que parece valer aquella dialéctica
evolucionista de las fuerzas y de las relaciones: el “socialismo real”. ¿No es
ya, en efecto, un lugar común decir que el “socialismo real” ha hecho posible
el proceso de industrialización rápida pero que, desde el momento en que las fuerzas
productivas alcanzaron cierto grado de desarrollo (el que necesitó el paso a lo
que se llama la “sociedad posindustrial”), las relaciones del “socialismo real”
comenzaron a frenar el crecimiento?
* Fragmento del libro ‘El más
sublime de los histéricos’, Editorial Paidós