Traducción de Carles
Soriano
Un muchacho avanza solitario por el borde de la calzada que
une el aeropuerto con el centro urbano. Viste la típica chaqueta deportiva
americana, esas que en la espalda, generalmente, llevan vistosamente inscrito
el nombre de un equipo de básquet o la bandera de barras y estrellas. Sin
embargo, en su chaqueta figura una sola palabra de cinco letras: Black. Me acerco para hablarle y preguntarle noticias sobre el
lugar donde estoy. Me contesta, lacónico, que vive aquí desde que nació; que se
ha acostumbrado. El escenario donde acontece nuestra conversación es
surrealista. Jamás había visto nada igual. Sigo mirando a mi alrededor y me doy
cuenta de cuan ciertas son las cosas leídas sobre este lugar.
Estoy rodeado de
un sinfín de edificios abandonados. Viejas fábricas, abandonadas desde hace
décadas, con la apariencia de gigantescas ruinas, corroídas por el tiempo y la
intemperie.
Edificios destripados, vidrios rotos esparcidos por doquier,
maquinarias cubiertas por el hielo y la nieve. Un desierto habitado tan solo
por perros descarriados, drogadictos sin hogar y otros individuos marginados de
la sociedad. Estoy en Detroit: la ciudad fantasma. Uno de los ejemplos más
impactantes de la otra América, la que no aparece nunca en las aterciopeladas
series televisivas ambientadas en Manhattan o en las películas tridimensionales
producidas en Hollywood.
La llamaban Motor City
Si la arqueología industrial fuera una nación, Detroit sería
entonces su capital. Y sin embargo, su historia comprende desarrollo y
esplendor. Conocida como la Motor City – de donde surgió el calificativo
Motown, tomado por la célebre discográfica de soul y rhythm and blues -,
Detroit fue durante décadas el principal centro automovilístico del globo. En
1902, la ciudad vio nacer el Cadillac. Y justo aquí, un año más tarde, Henry
Ford inauguró las fábricas de donde, en 1908, salió el ejemplar originario de
Modelo T, el primer automóvil de la historia producido en una cadena de
montaje. La General Motors se inauguró aquel mismo año y la Chrysler poco
después, en 1925. En definitiva, todo lo referente a la industria
automovilística en los Estados Unidos comenzó en Detroit.
Sobre las alas del progreso, la ciudad creció
considerablemente. En la segunda década del siglo XX, se dobló la población y
Detroit se convirtió en la cuarta aglomeración urbana más numerosa del país.
Una parte importante de sus nuevos habitantes procedía de los estados del sur.
Constituía un sector de aquel grupo de afroamericanos en busca de trabajo (tan
solo a Detroit en este periodo llegaron más de 120.000) que fue protagonista
del fenómeno denominado la “primera gran migración”.
La expansión no tuvo que ver sólo con el mundo de las cuatro
ruedas. Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, el principal centro de
Michigan se transformó, según el slogan acuñado por Franklin Roosevelt, en el
“gran arsenal de la democracia”. Detroit se desarrolló rápidamente debido a la
producción de armas y es sabido que contribuyó a la guerra más que ninguna otra
ciudad americana (tras el ataque a Pearl Harbor muchísimos trabajadores de
ambos sexos se desplazaron a Detroit). Gracias a esta expansión, en la década
siguiente el número de habitantes alcanzó a su máximo: 1.865.000 en 1956.
Ilustres profesores y prestigiosos periodistas de la época la glorificaron como
el mejor ejemplo del fin de la lucha de clases; como el emblema del objetivo
logrado, por parte de grandes masas de trabajadores, de entrar en las filas de
clase media y poder beneficiarse de los placeres del aburguesamiento.
Cuanto ha llovido desde entonces! Con los años sesenta
empezó el declive, que se aceleró tras las crisis petroleras de 1973 y 1979.
Detroit apenas cuenta hoy con 700.000 habitantes, el número más bajo de los
últimos cien años. La espiral descendente no parece tener fin. De hecho, en la
primera década del siglo XXI, la ciudad ha perdido todavía un cuarto de su
población total, que continúa disminuyendo a ritmo constante: cada veinte minutos
otra familia recoge sus pertenencias, las manda a un nuevo destino y deja
Detroit a sus espaldas.
Cien mil solares
vacios
Prosigo mi recorrido por sus barrios y es como estar en un
lugar habitado por fantasmas. En su perímetro hay más de 100.000 solares vacios
y casas abandonadas. Estas últimas en ruinas o en situación inestable. En los
próximos cuatro años tendrían que demolerse diez mil edificios y casas, pero
faltan recursos para hacerlo. La sensación que se respira recorriendo la ciudad
es desoladora, pues, a menudo, en una
manzana entera de casas, tan solo queda una todavía habitada. Detroit
está talmente desierta que en sus espacios vacios cabrían Boston o todo San
Francisco. Para contrarrestar este estado de desolación extrema, la administración
local está intentando concentrar la población en determinadas áreas y
transformar otras en explotaciones agrícolas. En realidad, la crisis expone
este escenario de modo aún más lúgubre. La ciudad está al borde de la
bancarrota y del colapso financiero y recientemente se han suprimido los
últimos servicios públicos, incluido el autobús que es el único medio de
transporte para las clases menos acomodadas, y las luces nocturnas en las zonas
periféricas.
La situación social no es mejor que la ambiental. En
Detroit, una de cada tres personas es pobre, condición que afecta a más de la
mitad de los menores. El nivel de segregación racial todavía es altísimo. Más
del 80% de la población es de origen afroamericano y vive en el centro,
mientras que los trabajadores “blancos”, o mejor la última parte de ellos que
aún no han conseguido irse, se han trasladado a suburbios protegidos junto a
grandes almacenes. Evidencia de que, con la correspondiente diferencia en el
tiempo, el racismo que hizo de esta ciudad el teatro de guerra de la violenta
revuelta de Julio de 1967 – cuando Lyndon Johnson envió los tanques que
causaron 43 muertes, 7200 arrestos y la destrucción de más de 2000 edificios –
no ha sido aún erradicado. La tasa de criminalidad es una de las más altas del
país e, ironías del destino, a pesar de que el automóvil haya nacido
precisamente en estas calles, no existe en América un sitio más caro donde
contratar un seguro. El desempleo real llega al 50% y el dinero invertido en el
gran casino, que ocupa la principal arteria del centro, ha producido una única
transformación, la de crear una legión de desesperados que, cada tarde,
aferrados a la amarga ilusión de su salvación personal, hace cola ante las
máquinas tragaperras para jugarse sus últimas esperanzas y los pocos dólares
aún disponibles.
Chatarras hacia China
En el 2009, golpeadas por la crisis, la General Motors y la
Chrysler se declararon en bancarrota, mientras que la Ford padeció una dura
recesión. Las ayudas a las Big Three, por parte de la administraciones de Bush
y Obama, al final de la pasada década ascendían a 80 mil millones de dólares.
Dichas ayudas iban acompañadas de drásticas “reestructuraciones”, es decir
despidos, recortes salariales y mayor precariedad. En otras palabras, han
servido para extender aún más el modelo desarrollado por compañías como la
American Axle & Manufacturing, fundada en 1994 con el objetivo de
suministrar, a bajo coste, componentes de automóviles a General Motors y
Chrysler. Aun cuando la compañía registrase pingües beneficios, muchos de sus
empleados, contratados por horas, han visto como en febrero del año pasado les
rescindían sus contratos. Después de una huelga contra la reducción de la paga
de 28 a 14 dólares la hora, otra fábrica de Detroit despidió a todos sus trabajadores
y cerró las puertas. De este modo, junto a los establecimientos abiertos en los
últimos años por la American Axle & Manufacturing en México, Brasil y
Polonia, una reciente declaración, supuestamente filantrópica, de uno de sus
presidentes, nos ilumina el futuro: “construir Asia es nuestra máxima
prioridad”. El próximo capítulo de esta historia se escribirá en China, donde,
en efecto, la compañía opera con dos nuevas fábricas desde el 2009.
En el fondo, Detroit nos habla no solo del siglo XX, sino de
las transformaciones de hoy en día y de lo que nos depara el futuro. El epílogo
de su historia nos cuenta en qué medida desempleo y pobreza son consecuencia de
los dictámenes económicos que han impedido que conquistas y mejoras
tecnológicas se pusieran al servicio de la colectividad. Nos muestra que las
fábricas están vacías no porqué no haya trabajo, sino porqué la producción ha
sido relocalizada hacia lugares donde el coste del trabajo es menor y la lucha
por el reconocimiento de los derechos sociales es más débil.
Anochece rápido en el invierno de Detroit. Cerca de la
salida de la autopista algunas personas piden limosna. Más adelante, en el
corazón de lo que una vez fue la zona industrial, se entrevé un fuego. Lo ha
encendido un grupo de jóvenes que pretende desmantelar los restos de una
fábrica para ser luego expedidos, por vía marítima, a Oriente. Estas chatarras
se pagan a dos dólares y medio por libra y son los últimos objetos útiles de
los que sacar algo con que llegar a fin de mes. Representan uno de los principales
productos de la exportación estadounidense a China, y Detroit es la ciudad que
más ofrece de todas. Sirven para construir en otro sitio lo que antes estaba
aquí. Para crear las infraestructuras que permitirán un mayor beneficio a los
patronos. Una explotación generada por una porción de plusvalor mayor, por usar
palabras de otros tiempos. Sin embargo, no se hagan ilusiones. Con las nuevas
fábricas surgirán nuevos conflictos y nuevas esperanzas.