Friedrich Nietzsche ✆ Shigeru Ito |
telegráfico, más metálico y machacante. Nietzsche resopló: “¿Acaso tus pensamientos no dependen de la calidad del papel y la pluma que uses? Nuestros útiles de escritura inciden en la formación de nuestros pensamientos”.
A Nietzsche le fascinaba la historia de cuando San Agustín
conoció a San Ambrosio, el hombre que lo convertiría al cristianismo: Agustín
llegó al claustro de Ambrosio en Milán, lo descubrió leyendo silenciosamente
para sí mismo y quedó asombradísimo de que no necesitara leer en voz alta para
entender. Tanto los griegos como los romanos preferían que un esclavo les
leyera, a leer ellos mismos: para entender era más fácil escuchar. Para
Ambrosio, en cambio, leer era un acto de introspección, solitario, meditativo.
Dicen que fue ahí que Agustín tuvo la iluminación de preguntarse cómo sería
escribir tal como leía Ambrosio, con ese recogimiento, ido del mundo, y supo de
golpe que así sería posible escribir cosas que nadie se atrevería jamás a
dictarle a un escriba (por ejemplo ese extraordinario pedido que le hará a
Dios: “Oh, señor, dame castidad, pero no
todavía”).
Creo que fue el divino Agustín el que dijo que un mapa es el
relato de un camino. La paradoja de los mapas es que se fueron haciendo más
precisos en la medida en que se hacían más abstractos. Y más portátiles también
(Borges nos lo hizo entender con aquel delirante mapa del Imperio que tenía el
exacto tamaño del territorio que cartografiaba: si la proporción del mapa es
uno a uno, no sirve; un mapa tiene que ser portátil, para viajar en nuestro
bolsillo). Lo que hicieron los mapas con el espacio lo hizo el reloj con el
tiempo. El reloj y su antecesor, el campanario. Antes, la vida estaba dominada
por ritmos agrarios: la salida y la caída del sol, los ciclos de las estaciones
y las cosechas. Pero en los monasterios necesitaban un cronograma más riguroso
para rezar. Así nació la puntualidad: las pérdidas de tiempo como afrentas a
Dios. Ya no era el sol sino las campanas de la iglesia las que regían el
tiempo. Entonces vino el reloj y destronó al campanario: empezamos a llevar el
tiempo con nosotros adonde fuéramos.
Lo que hicieron los mapas con el espacio, y los relojes con
el tiempo, fue cambiar nuestra manera de pensar. Y con los libros pasó lo
mismo, cuando todos empezamos a leer como leía San Ambrosio. Es decir, para
adentro. Esa es la paradoja del libro: que, cuando leemos, nos vamos del mundo,
pero ese irse del mundo enriquece nuestra experiencia del mundo. Ya sé, me
faltó la paradoja del reloj. Cortázar la describió mejor que nadie: cuando te
regalan un reloj, te regalan un calabozo de aire.
El siguiente calabozo de aire tuvo forma de pantalla.
Primero creímos que era el cine, después vino la televisión y creímos que era
ella, pero en realidad eran las computadoras. McLuhan fue el profeta. En 1964
anunció la aldea global y el fin de la Galaxia Gutenberg. Dijo que se venía una
nueva manera de pensar; que ya había empezado. Murió en 1980, no llegó a ver el
día que supo predecir: el día en que todos empezamos a estar conectados, el día
en que el telégrafo, la radio, el teléfono, el cine, la TV, la computadora, y
también el mapa, el reloj y el libro convergieron en un solo medio, para usar
terminología de McLuhan, y pasó con las computadoras lo mismo que había pasado
con los mapas y con los relojes y los libros: se fueron haciendo más útiles a
medida que se hacían más portátiles. Y cuando las pudimos llevar con nosotros
adonde fuéramos, no las soltamos más.
No sé cómo usan ustedes sus computadoras; a mí me funciona
de máquina de escribir, de biblioteca de consulta, de librería y de correo
básicamente. Nunca tuve tanto a mano para leer y para escribir como ahora. En
Mercadolibre se consigue casi cualquier libro, baratito, y encima hay envío
(salvo que uno vaya a buscarlo y aproveche para husmear un poco). Google
siempre da algo, si uno no se conforma de entrada, si se sigue aventurando en
el barro (yo hasta la imagen de mi contratapa me doy el gusto de mandar al
diario cada jueves a la tardecita). Poder echarme en cualquier sillón de mi
casa con la compu en las rodillas para escribir o para navegar o para mandar la
nota al diario después es una bendición. Pero yo le tengo miedo igual a la
computadora, es algo atávico, primitivo, soy de la tribu del libro, leer es mi
manera de pensar, y dicen que las computadoras nos están cambiando la manera de
pensar, porque ésa es la paradoja de las computadoras: cuanto más inteligentes
se vuelven, más tontos nos desafían a ser (el software más eficaz es el que
menos esfuerzo intelectual demanda instalarlo y usarlo; Google nos hace saber
sin eufemismos que prefiere que visitemos diez páginas web en un minuto a que
nos quedemos diez minutos leyendo una misma página; etc.).
Darwin nos explicó que la repetición de un acto crea hábito,
y el hábito se va convirtiendo en instinto, y así evolucionan las especies.
Hicieron falta generaciones y generaciones y generaciones de la tribu del libro
para que nuestro instinto encuentre lo que busca leyendo. Es un instinto que a
algunos se les despierta más temprano y a otros más tarde, pero en la vida uno
siempre se termina arrimando a lo que más le cabe, si no es muy extranjero de
sí mismo, y leer es lo que hacen los de la tribu del libro para ser menos
extranjeros de sí mismos, lo hagan en una tablet, en una palm o en un
holograma. Ignoro cuántas generaciones le quedan a la tribu. Creo, como Nietzsche,
que nuestros útiles de escritura inciden en la formación de nuestros
pensamientos y que el hábito se va convirtiendo en instinto. Ese instinto, en
el que creo más que en mí mismo, me dice que, mientras quede gente que siga
leyendo como leía San Ambrosio, la tribu seguirá viva. Pero bueno, ésa es
nuestra paradoja: sólo podemos concebir el fin del libro si lo leemos en un
libro.
Título original: “La paradoja
de mi tribu”