Pier Paolo Pasolini ✆ Quico Rivas |
Podría haber sido una cita gay terminada terriblemente mal;
un “mala vida” de 17 años fue acusado de asesinato, pero el joven también
estaba vinculado a los neofascistas italianos. La verdadera historia nunca
salió a flote. Lo que apareció es que “la nueva Italia” –o las secuelas de una
nueva revolución capitalista– mató a Pasolini.
‘Los destinados a
morir’
Pasolini solo pudo apuntar muy alto después de graduarse en
literatura en la Universidad de Bolonia –la más antigua del mundo– en 1943. Hoy
en día, un Pasolini es del todo impensable. Sería algo como un OVINI (objeto
volador intelectual no identificado); el intelectual-poeta, dramaturgo, pintor,
músico, escritor de ficción, teórico literario, cineasta y analista político
total.
Para los italianos educados, fue esencialmente un poeta (qué
inmenso cumplido significaba eso, hace décadas…) En su obra maestra Las
cenizas de Gramsci, Pasolini traza un paralelo impresionante, en términos de
esforzarse por lograr un ideal heroico, entre Gramsci y Shelley – quienes están
enterrados en el mismo cementerio en Roma. Hablemos de justicia poética.
Luego pasó sin esfuerzo alguno de la palabra a la imagen. El
joven Martin Scorsese quedó absolutamente atónito cuando vio por primera vez Accattone (1961); además del joven Bernardo Bertolucci, quien aprendió por casualidad los
hechos en el terreno como camarógrafo de Pasolini. Como mínimo, no habría un
Scorsese, un Bertolucci, o en realidad un Fassfinder, un Abel Ferrara, e
innumerables otros sin Pasolini.
Y especialmente hoy en día, mientras nos deleitamos con
nuestra chabacana Vanity Fair [Feria de las navidades] de todos los
días, es imposible no simpatizar con el método de Pasolini – que pasa del ácido
sulfúrico crítico de la burguesía (como en Teorema y Pocilga)
para buscar refugio en los clásicos (su fase de la tragedia griega) y la
fascinadora medieval Trilogía de la Vida – las adaptaciones de El Decamerón (1971), Los cuentos de Canterbury (1972), y
Mil y una noches árabes (1974).
Tampoco es sorprendente que Pasolini haya decidido huir de
una corrupta y decadente Italia y filmar en el mundo en desarrollo – de
Cappadocia en Turquía para Medea a Yemen para Mil y una noches
árabes. Bertolucci hizo lo mismo después, filmando en Marruecos The
Sheltering Sky (El cielo protector
en España, Refugio para el amor en
Argentina), Nepal (su épica Buda)
y China (El último emperador, su
formidable triunfo en Hollywood).
Y luego hubo el inclasificable Salo o 120 días de
Sodoma, la última torturada, devastadora película de Pasolini, estrenada solo
unos pocos meses después de su asesinato, prohibida durante años en docenas de
países, e implacable en la extrapolación más allá del flirt de Italia (y de la
cultura occidental) con el fascismo.
De 1973 a 1975, Pasolini escribió una serie de columnas para
el Corriere della Sera, basado en Milán, publicadas como Escritos
corsarios en 1975 y luego como Lettere luterane, póstumamente, en
1976. Su tema predominante era la “mutación antropológica” de Italia moderna,
que también puede ser interpretada como un microcosmos para la mayor parte de
Occidente.
Pertenezco a una generación en la cual muchos fueron
absolutamente paralizados en su asombro por Pasolini en la pantalla y en el
papel. En aquel entonces, era obvio que esas columnas eran el lanzagranadas
antitanque de un intelectual extremadamente incisivo – pero terriblemente
solitario. Al releerlas actualmente, suenan nada menos que proféticas.
Al examinar la dicotomía entre muchachos burgueses y
muchachos proletarios –como en Italia del Norte en comparación con Italia del
Sur– Pasolini tropezó hacia nada menos que una nueva categoría, “difícil de
describir (porque nadie lo había hecho antes)” y para la cual no tenía
“precedentes lingüísticos o terminológicos”. Eran “los destinados a morir”. Uno
de ellos, de hecho, puede haberse convertido en su asesino en Idroscalo.
Como argumentó Pasolini, los nuevos especímenes eran
aquellos que hasta mediados de los años cincuenta hubieran sido víctimas de la
mortalidad infantil. La ciencia intervino y los salvó de la muerte física. Por
lo tanto son sobrevivientes, “y en su vida hay algo de contra natura”. Por lo
tanto, argumentó Pasolini, como hijos que nacen actualmente no lo son,
“benditos”, a priori, los que nacen “en exceso” son definitivamente “no
benditos”.
En breve, para Pasolini, haciendo gala de un sentimiento de
no ser realmente bienvenidos, e incluso de sentirse culpables al respecto, la
nueva generación era “infinitamente más frágil, ignorante, triste, demacrada y
enferma que todas las generaciones precedentes”. Son deprimidos o agresivos. Y
“nada puede eliminar la sombra que una anormalidad desconocida proyectó sobre
su vida”. Actualmente, esta interpretación puede explicar fácilmente, la
alienada, trasnacional, juventud islámica que se une a una yihad por
desesperación.
Al mismo tiempo, según Pasolini, ese sentimiento
inconsciente de ser fundamentalmente desechables, solo alimenta “a los
destinados a morir” en su ansia de normalidad, “la adherencia total, sin
reservas, a la horda, la voluntad de no parecer distintos o diversos”. Por lo
tanto “muestran cómo vivir agresivamente el conformismo”. Enseñan
“renunciamiento”, una “tendencia hacia la infelicidad”, la “retórica de la
fealdad”, y la ignorancia. Y los ignorantes se convierten en campeones de la
moda y de la conducta (aquí Pasolini ya estaba prefigurando a los punk en
Inglaterra en 1976).
El auto descrito “viejo burgués idealista, racionalista” fue
mucho más allá de esas reflexiones sobre la generación “sin futuro”. Pasolini
acumuló, entre otros desastres, la destrucción urbana de Italia, la
responsabilidad por la “degradación antropológica de los italianos, la terrible
condición de hospitales, escuelas y de la infraestructura pública, la salvaje explosión
de la cultura y de los medios de masas, y la “estupidez delincuente” de la
televisión, del “peso moral” de los que han gobernado Italia desde 1945 a 1975,
es decir, los demócratas cristianos apoyados por EE.UU.
Configuró hábilmente el “cinismo de la nueva revolución
capitalista – la primera verdadera revolución derechista”. Semejante
revolución, argumentó, “desde un punto de vista antropológico –en términos de
la fundación de una nueva ‘cultura’– implica hombres sin ningún vínculo con el
pasado, que viven en la ‘imponderabilidad’. Por lo tanto la única expectativa
existencial posible es el consumismo y la satisfacción de sus impulsos
hedonistas.” Es la mordaz crítica de la “sociedad del espectáculo de Guy Debord
en los años sesenta expandida al oscuro horizonte cultural de “el sueño de
acabó” de los años setenta.
En ese entonces, esto era material radiactivo. Pasolini no
tenía contemplaciones; si el consumismo había sacado Italia de la pobreza “para
satisfacerla con un bienestar” y una cierta cultura no popular, el resultado
humillante fue obtenido “mimando a la pequeña burguesía, estúpida escuela
obligatoria y televisión delincuente”. Pasolini solía ridiculizar a la
burguesía italiana como “la más ignorante de toda Europa” (bueno, en esto se
equivocaba; la burguesía española realmente se lleva la palma).
Así surgió un nuevo modo de producción de cultura
–construida sobre el “genocidio de culturas precedentes”– así como una nueva
especie burguesa. Si solo Pasolini hubiera sobrevivido para verla actuando de
gala, como Homo Berlusconis.
La Gran Belleza ya no
existe
Ahora, el corazón de las tinieblas consumista –“el horror,
el horror”– ya profetizado y detallado por Pasolini a mediados de los setenta
ha sido retratado en toda su deslumbrante ostentosidad por un cineasta italiano
de Nápoles, Paolo Sorrentino, nacido cuando Pasolini, para no mencionar a
Fellini, ya estaban en la cima de sus poderes. La gran belleza –que
acaba de obtener el Golden Globe como Mejor Película Extranjera y probablemente
también ganará un Oscar– sería inconcebible sin La Dolce Vita (de la
cual es una coda no reconocida) y la crítica de “la nueva Italia” de Pasolini.
Pasolini y Fellini, a propósito, procedían ambos de una
fabulosa tradición intelectual en Emilia-Romagna (Pasolini de Bolonia, Fellini
de Rimini, así como Bertolucci de Parma). A principios de los años sesenta,
Fellini solía decir bromeando con su amigo, y todavía aprendiz, Pasolini que no
estaba equipado para la crítica. Fellini fue siempre pura emoción, mientras Pasolini
–y Bertolucci– eran emoción modulada por el intelecto.
La sorprendente cinta de Sorrentino –un paseo salvaje sobre
las ramificaciones de la Italia berlusconiana– es La Dolce Vita horriblemente amargada. Cómo no identificarse con
Marcello (Mastroianni) que ahora llega a los 65 (e interpretado por el
sorprendente Toni Servillo), sufriendo de bloque mental del escritor mientras
navega su reputación de rey de la vida nocturna de Roma. Como el gran Ezra
Pound –que amaba profundamente Italia– también profetizó, una baratija de mal
gusto que terminó por sobrevivir nuestros días en una insulsez berlusconiana
donde –según un personaje– todos “olvidaron sobre cultura y arte” y el antiguo
ápex de la civilización terminó siendo conocido solo por “la moda y la pizza”.
Es exactamente lo que Pasolini nos decía hace casi cuatro
décadas –antes de que una manifestación espectral, ensangrentada de esa misma
ostentosidad lo silenciara. Su muerte, al fin, probó –anticipadamente– su
teorema; siempre tuvo, por desgracia, toda la razón.
Pepe
Escobar es autor de Globalistan: How the Globalized World is Dissolving into
Liquid War (Nimble Books, 2007) y de Red Zone Blues: a snapshot of Baghdad
during the surge. Su libro más reciente es Obama
does Globalistan (Nimble Books, 2009). Contacto pepeasia@yahoo.com
Copyright 2013 Asia Times Online (Holdings) Ltd. All rights reserved. Traducción del inglés por Germán Leyens
Copyright 2013 Asia Times Online (Holdings) Ltd. All rights reserved. Traducción del inglés por Germán Leyens