“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

8/9/13

Ni tan empiristas, ni tan delirantes | La nueva astronomía de Copérnico y Képler

Johannes Kepler  & Nicolás Copérnico
José Antonio Gómez Di Vincenzo  [Especial para La Página]  |  De una cosa el lector puede estar seguro: de haber sido Copérnico y Képler, los padres de la moderna astronomía, tan irredentos empiristas como la epistemología estándar les hubiese exigido para que sus aportes puedan ser caratulados como ciencia legítima, jamás habrían estado dispuestos a introducir la tesis de que la Tierra es un simple planeta que gira en torno del Sol y a su vez, describe una rotación diaria sobre su eje. Toda la experiencia demostraría que tal hipótesis o mera especulación carecía de apoyo. Cualquier mortal puede constatar gracias al aporte de sus sentidos que las estrellas están fijas en el firmamento, que giran de este a oeste lo mismo que el Sol que es quien se mueve y no la Tierra.

Este breve artículo retoma la pregunta que con tanta claridad planteara Edwin Burtt en su ya antológico y de culto ‘Los fundamentos metafísicos de la ciencia moderna[1]:
¿Por qué Copérnico y Képler, antes de cualquier confirmación empírica de la nueva hipótesis de que la Tierra es un planeta que gira sobre su eje y da vueltas alrededor del Sol, mientras las estrellas fijas permanecen quietas, creyeron que era una verdadera imagen del universo astronómico?
Resultaba difícil, si uno piensa en el contexto de época, no caratular como apriorístico y especulativo al argumento heliocéntrico. Más allá de las consecuencias teológicas que tal posición representaba y todo el ruido que hacía para quien se aferraba al dogma, cualquier científico más o menos dispuesto a fundar sus conocimientos en la experiencia hubiese interpuesto cuantiosas objeciones a las tesis de los modernos astrónomos.

Por demás, los astrónomos de la época, hablamos del S XVI, contaban con sólidos instrumentos matemáticos como para realizar eficientes predicciones gracias al aporte de Ptolomeo. En principio, el novedoso sistema no brindaba tantas ventajas como para persuadir al investigador clásico a abandonar la visión aceptada por entonces. Como sostiene Burtt, los movimientos de los astros podían seguirse tan correctamente con el modelo ptolemaico como con el copernicano.

Como sea, retomando lo que anticipara más arriba, lo más importante era que los sentidos parecían ser lo suficientemente contundentes a la hora de dilucidar la cuestión. Todo el mundo sentía que la Tierra no se movía. Es más: sólidos argumentos se elevaban para contradecir el argumento de la rotación. Se afirmaba que ella provocaría vértigo a los habitantes terrestres y cosas por el estilo. Por demás, sin telescopio para observar manchas en el Sol, satélites naturales en los planetas gigantes o las fases de Venus, era difícil constatar que aquellos astros estaban formados con iguales compuestos que la Tierra.

Además, todo un cuerpo filosófico daba apoyatura a la concepción geocéntrica. La metafísica aristotélica actuaba como fuente de argumentos capaces de armonizar la cosmología clásica con la totalidad de la experiencia humana.

Finalmente, la mecánica de la época no aportaba elementos como para constatar la legitimidad de las tesis modernas. Había que esperar que Galileo edificara la suya como para encontrar argumentos sólidos que contrarrestaran y derribaran la objeción típica interpuesta por los mecánicos aristotélicos a la posición copernicana: aquello de que un cuerpo lanzado verticalmente debería caer a una distancia x al oeste del lugar desde donde fuera lanzado si la Tierra, en efecto, rota hacia el este.

Resumiendo: más allá de cualquier recato religioso u obstáculo dogmático, cualquier intelectual progresista sensato y empirista hubiese dudado antes de lanzarse sin más tras la propuesta innovadora de los defensores del heliocentrismo. Burtt tiene toda la razón al afirmar que “los empiristas actuales hubieran sido los primeros en desechar la nueva filosofía del universo si hubieran vivido en el siglo S XVI”. Como decimos en el Río de la Plata: “con el diario del lunes todos somos Gardel”.

Pero entonces: ¿Por qué Copérnico se animo a presentar tan osada teoría y Kepler a seguirlo? ¿Qué hizo que el primero ellos instalara definitivamente la idea y luego otros intelectuales lo siguieran?

Uno de los principales razonamientos que pudieron actuar como apoyatura del heliocentrismo era que dicho modelo hacía de los hechos astronómicos algo mucho más sencillo y armónico.
Como sostiene Burtt: 
“… su concepción [la de Copérnico] ponía los hechos de la astronomía en un orden matemático más sencillo y armónico. Era más sencillo puesto que en vez de ochenta epiciclos, más o menos, del sistema ptolemaico, Copérnico podía ‘salvar los fenómenos’ con solo treinta y cuatro, que eran todos los que se necesitaban si se abandonaba la suposición de que la Tierra permanece en reposo. Era más armonioso porque la mayor parte de los fenómenos planetarios se podían representar ahora bastante bien con una serie de círculos concéntricos alrededor del Sol con nuestra Luna como único intruso.”
El principio de sencillez, que había sido ya notado por muchos antes que Copérnico, actuaba, entonces, como una base sólida para sostener el heliocentrismo. El axioma “natura semper agit per vías brevissimas” o el que decía “natura nihil facit frustra”[2] se apoyaban en observaciones frecuentes de los fenómenos cercanos a la experiencia cotidiana. En el caso de la astronomía copernicana, la sencillez se reflejaba al contener menos complicaciones geométricas y no poseer las irregularidades que marcaba la de Ptolomeo y sus ecuantes y la incapacidad de atribuir movimientos uniformes a los planetas.

Además del razonamiento de la sencillez, otras cuestiones metafísicas daban apoyatura al modelo moderno. El cambio del centro de referencia de la Tierra a las estrellas y el Sol no hubiese sido tolerado de no mediar transformaciones más profundas en el espíritu de época como la influencia que ejerció en las mentes la revolución comercial y su avidez por la búsqueda de nuevas fuentes de materias primas y mercancías, el cambio de interés humano que trajo el Renacimiento. El horizonte se hacía cada vez más amplio, el mundo dejaba de finalizar en Europa, su centro dejaba de ser el viejo continente. A esto se sumó la hecatombe religiosa provocada por la Reforma, la cual además de promover el libre pensamiento y la búsqueda de una nueva interpretación de los textos sagrados, cuestionó el centro religioso romano. El mismo Copérnico reconoce en De revolutionibus orbium coelestium[3] el efecto que produjo en sus concepciones esta ampliación de los horizontes y la idea de nuevos centros de interés, factores que considera esenciales para el cambio de visión.

Aún no he dicho nada de Képler, que entusiasta se impregnó de las tesis copernicanas sin dudarlo. Quedará para una próxima oportunidad, tratar más detalladamente las bases metafísicas que llevaron al astrónomo alemán a aceptar el heliocentrismo.

Notas

[1] Texto que seguiré en el desarrollo del presente aporte y que por supuesto recomiendo al lector interesado en estas cuestiones históricas y epistemológicas. Hay una excelente versión en castellano editada por Editorial Sudamericana.
[2] La naturaleza siempre obra por el camino más corto o la naturaleza no hace nada en vano.
[3] Acerca de las revoluciones de las esferas celestes publicado en 1543, libro que actuó como piedra de toque en la astronomía e inauguró el heliocentrismo.