Johannes Kepler & Nicolás Copérnico |
Este breve artículo retoma la pregunta que con tanta
claridad planteara Edwin Burtt en su ya antológico y de culto ‘Los
fundamentos metafísicos de la ciencia moderna’ [1]:
¿Por qué Copérnico y Képler, antes de cualquier confirmación empírica de la nueva hipótesis de que la Tierra es un planeta que gira sobre su eje y da vueltas alrededor del Sol, mientras las estrellas fijas permanecen quietas, creyeron que era una verdadera imagen del universo astronómico?
Resultaba difícil, si uno piensa en el contexto de época, no
caratular como apriorístico y especulativo al argumento heliocéntrico. Más allá
de las consecuencias teológicas que tal posición representaba y todo el ruido
que hacía para quien se aferraba al dogma, cualquier científico más o menos
dispuesto a fundar sus conocimientos en la experiencia hubiese interpuesto
cuantiosas objeciones a las tesis de los modernos astrónomos.
Por demás, los astrónomos de la época, hablamos del S XVI,
contaban con sólidos instrumentos matemáticos como para realizar eficientes
predicciones gracias al aporte de Ptolomeo. En principio, el novedoso sistema
no brindaba tantas ventajas como para persuadir al investigador clásico a
abandonar la visión aceptada por entonces. Como sostiene Burtt, los movimientos
de los astros podían seguirse tan correctamente con el modelo ptolemaico como
con el copernicano.
Como sea, retomando lo que anticipara más arriba, lo más
importante era que los sentidos parecían ser lo suficientemente contundentes a
la hora de dilucidar la cuestión. Todo el mundo sentía que la Tierra no se
movía. Es más: sólidos argumentos se elevaban para contradecir el argumento de
la rotación. Se afirmaba que ella provocaría vértigo a los habitantes
terrestres y cosas por el estilo. Por demás, sin telescopio para observar
manchas en el Sol, satélites naturales en los planetas gigantes o las fases de
Venus, era difícil constatar que aquellos astros estaban formados con iguales
compuestos que la Tierra.
Además, todo un cuerpo filosófico daba apoyatura a la
concepción geocéntrica. La metafísica aristotélica actuaba como fuente de
argumentos capaces de armonizar la cosmología clásica con la totalidad de la
experiencia humana.
Finalmente, la mecánica de la época no aportaba elementos
como para constatar la legitimidad de las tesis modernas. Había que esperar que
Galileo edificara la suya como para encontrar argumentos sólidos que
contrarrestaran y derribaran la objeción típica interpuesta por los mecánicos
aristotélicos a la posición copernicana: aquello de que un cuerpo lanzado
verticalmente debería caer a una distancia x al oeste del lugar desde donde
fuera lanzado si la Tierra, en efecto, rota hacia el este.
Resumiendo: más allá de cualquier recato religioso u
obstáculo dogmático, cualquier intelectual progresista sensato y empirista
hubiese dudado antes de lanzarse sin más tras la propuesta innovadora de los
defensores del heliocentrismo. Burtt tiene toda la razón al afirmar que “los
empiristas actuales hubieran sido los primeros en desechar la nueva filosofía del
universo si hubieran vivido en el siglo S XVI”. Como decimos en el Río de la
Plata: “con el diario del lunes todos somos Gardel”.
Pero entonces: ¿Por qué Copérnico se animo a presentar tan
osada teoría y Kepler a seguirlo? ¿Qué hizo que el primero ellos instalara
definitivamente la idea y luego otros intelectuales lo siguieran?
Uno de los principales razonamientos que pudieron actuar
como apoyatura del heliocentrismo era que dicho modelo hacía de los hechos
astronómicos algo mucho más sencillo y armónico.
Como sostiene Burtt:
“… su concepción [la de Copérnico] ponía los hechos de la astronomía en un orden matemático más sencillo y armónico. Era más sencillo puesto que en vez de ochenta epiciclos, más o menos, del sistema ptolemaico, Copérnico podía ‘salvar los fenómenos’ con solo treinta y cuatro, que eran todos los que se necesitaban si se abandonaba la suposición de que la Tierra permanece en reposo. Era más armonioso porque la mayor parte de los fenómenos planetarios se podían representar ahora bastante bien con una serie de círculos concéntricos alrededor del Sol con nuestra Luna como único intruso.”
El principio de sencillez, que había sido ya notado por
muchos antes que Copérnico, actuaba, entonces, como una base sólida para
sostener el heliocentrismo. El axioma “natura semper agit per vías brevissimas”
o el que decía “natura nihil facit frustra”[2] se
apoyaban en observaciones frecuentes de los fenómenos cercanos a la experiencia
cotidiana. En el caso de la astronomía copernicana, la sencillez se reflejaba
al contener menos complicaciones geométricas y no poseer las irregularidades
que marcaba la de Ptolomeo y sus ecuantes y la incapacidad de atribuir
movimientos uniformes a los planetas.
Además del razonamiento de la sencillez, otras cuestiones
metafísicas daban apoyatura al modelo moderno. El cambio del centro de
referencia de la Tierra a las estrellas y el Sol no hubiese sido tolerado de no
mediar transformaciones más profundas en el espíritu de época como la
influencia que ejerció en las mentes la revolución comercial y su avidez por la
búsqueda de nuevas fuentes de materias primas y mercancías, el cambio de
interés humano que trajo el Renacimiento. El horizonte se hacía cada vez más
amplio, el mundo dejaba de finalizar en Europa, su centro dejaba de ser el
viejo continente. A esto se sumó la hecatombe religiosa provocada por la
Reforma, la cual además de promover el libre pensamiento y la búsqueda de una
nueva interpretación de los textos sagrados, cuestionó el centro religioso
romano. El mismo Copérnico reconoce en De revolutionibus orbium coelestium[3] el efecto
que produjo en sus concepciones esta ampliación de los horizontes y la idea de
nuevos centros de interés, factores que considera esenciales para el cambio de
visión.
Aún no he dicho nada de Képler, que entusiasta se impregnó
de las tesis copernicanas sin dudarlo. Quedará para una próxima oportunidad,
tratar más detalladamente las bases metafísicas que llevaron al astrónomo
alemán a aceptar el heliocentrismo.
Notas
Notas
[1] Texto que
seguiré en el desarrollo del presente aporte y que por supuesto recomiendo al
lector interesado en estas cuestiones históricas y epistemológicas. Hay una
excelente versión en castellano editada por Editorial Sudamericana.
[2] La naturaleza
siempre obra por el camino más corto o la naturaleza no hace nada en vano.
[3] Acerca de las
revoluciones de las esferas celestes publicado en 1543, libro que actuó como
piedra de toque en la astronomía e inauguró el heliocentrismo.