“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

20/10/17

El último retrato de Oscar Wilde

Higinio Polo

De todas las fotografías que se conservan de Oscar Wilde, hay algunas que me parecen relevantes, o conmovedoras, conociendo el destino que le estaba reservado.

Una de esas imágenes está tomada en 1897, en el Palacio Real de Nápoles, y en ella vemos al poeta, gordo, tocado con bombín, perdida la distinción y la elegancia que persiguió durante toda su vida. En otra fotografía, disparada en el mismo Nápoles decadente, está sentado ante una mesa, con una botella de vino, y con su amante, lord Alfred Douglas, de pie, tras él, con la mano descansando en el hombro de Wilde. Todavía hay otra, impresionada en abril de 1900, que lo paraliza ante la estatua de Marco Aurelio, en el Campidoglio romano. Posa con bastón, un brazo en la cadera, simulando indolencia, tocado con sombrero, apenas seis meses antes de morir. Reparo ahora en que todas esas fotografías que creo conmovedoras están tomadas en Italia, y es probable que, para mí, su desdichada textura emane del recuerdo prestado que tenemos de los desolados días que la vida le había forzado a derramar, y cuyo ruido no podemos separar de los años de triunfo. Ese es, para mí, el último retrato de Oscar Wilde, el dandi caído que había tenido la insolencia de postular el socialismo.

En todas esas fotografías, Wilde estaba muy lejos de sus días de gloria, del momento –por ejemplo– en que al llegar al puerto de Nueva York, en enero de 1882, joven y brillante, ante la rutinaria pregunta del aduanero –“¿Algo que declarar?”–, contesta: “Nada, excepto mi genio”. Es la misma afectación que revela en el momento en que, requerido para citar las cien obras más notables de la literatura de todos los países y de todos los tiempos, contesta que le es imposible, puesto que él sólo ha escrito cinco libros. También reitera esa actitud en Londres, diez años después de su viaje a América, cuando con ocasión del estreno de El abanico de Lady Windermere, sale a escena para saludar a los espectadores, al finalizar la obra, entre aclamaciones, y sonríe, dueño del mundo: “Celebro mucho, señoras y señores, que les haya gustado mi obra. Estoy seguro de que aprecian sus méritos casi tanto como yo mismo.” El público lo aclama. Es un atrevimiento, pero entonces a Wilde se le perdona todo, se celebran todas sus frases, y Londres está rendido ante el escritor de genio, en medio de un éxito teatral sin precedentes que le proporciona fama y dinero. Aparecen también los enemigos, aunque en ese momento nada parece amenazarlo.

Pero en esas placas italianas no le quedaba ya mucho tiempo: el 30 de noviembre, de ese mismo año de 1900 en que lo vemos en el Campidoglio, lo fotografiarán por última vez, en su lecho de muerte. En esas fotografías finiseculares, el gusto por la doble vida que mostraba Wilde había quedado ya muy atrás, y en esos meses finales de su existencia el escritor es la sombra de sí mismo, aunque mantiene su compromiso con los débiles, como indica su preocupación por la vida de los reclusos en las siniestras cárceles británicas. André Gide escribió que Wilde mostraba ante los demás una máscara, para el asombro o la exasperación de quien le escuchaba. En uno de sus relatos, La esfinge sin secreto, Wilde nos describe a una mujer misteriosa, lady Alroy, que, sorprendentemente, no oculta ningún secreto. No es el caso del escritor irlandés. De hecho, había vivido durante mucho tiempo mostrando apenas una parte de sí mismo, como nos indica la circunstancia de que Frank Harris no hubiese descubierto la homosexualidad de Wilde hasta que él mismo se la reveló con ocasión de su proceso con el marqués de Queensberry. Pero no es ese uno de sus secretos mejor guardados –al menos para el lector del siglo XXI, que conoce su ascenso y su caída, y la persecución sufrida como consecuencia de sus inclinaciones sexuales en la hipócrita sociedad victoriana de finales del XIX–, sino probablemente su simpatía por el socialismo, su apuesta por una sociedad libre que espera acabe con la voracidad de la burguesía y en la cual germinen unas nuevas formas de relación humana en las que no tengan cabida ni la propiedad privada ni ninguna de sus lacras derivadas. Porque Wilde se muestra, en El alma del hombre bajo el socialismo, decididamente partidario de la dignidad obrera que despunta en el horizonte, en unos días en los que Lenin apenas es un joven de poco más de veinte años al que acaban de expulsar de la universidad.

André Gide nos dejó escrito que en 1895, cuando se encontraron en Argelia, Oscar Wilde le había confesado: “He puesto todo mi genio en mi vida; en mis obras sólo he puesto mi talento”. En ese momento, cuando disfrutaba del suave clima argelino y frecuentaba algunos cafetines discretos y casas de jóvenes en compañía de sus amigos y camaradas del momento, estaba lejos de imaginar que apenas unos meses después, su vida quedaría quebrada sin remedio, para siempre. Richard Ellmann, su más paciente biógrafo, mantiene que Wilde tuvo que vivir su vida dos veces: que en el primer período fue un granuja, y, en el segundo, una víctima. Cuando Wilde vuelve de Ar gelia a Londres, encuentra una carta en el club Abermale: está escrita por el marqués de Queensberry, el padre del amante del poeta, lord Alfred Douglas. En ella, el aristócrata le acusa de sodomía, y es probable que Wilde reparase más en la zafiedad del marqués que en las consecuencias que aquella acusación podía tener en la relamida sociedad victoriana. Tal vez ni tan siquiera lo sospechaba, pero en aquel momento preciso, iniciaba el ca mino hacia la destrucción. Cinco años después, Oscar Wilde apenas sería una sombra del brillante dramaturgo aclamado por el público de Londres y París, apenas recordaría al celebrado poeta que había tenido a sus pies a la mejor sociedad londinense, y estaba esperando la muerte en una pobre habitación de un hotel modesto, casi siniestro, de la calle Beaux-Arts de París.

Hoy conocemos casi hasta el menor detalle de la vida de Wilde, gracias al minucioso trabajo de sus biógrafos, como el de Robert Harborough Sherard, quien publicó varios libros sobre su vida a partir de 1902, que todavía son hoy interesantes por los detalles que aportan. Sherard, que fue amigo de Wilde, era algo más joven: había nacido en 1861 y lo sobrevivió casi medio siglo, hasta su muerte en 1943. Sherard explica anécdotas de la vida de Wil de en París, su inclinación por los marineros o la visita que realizaron ambos a Verlaine.

Contamos también con otros materiales de primera mano: el mismo año de 1902 publica André Gide su In Memoriam Oscar Wilde. Y Frank Harris da a la imprenta la Vida y confesiones de Oscar Wilde. Harris era un norteamericano amigo de Wilde, nacido en 1856, que publicó la Vida en 1914, de forma restringida, y en 1918 en una segunda edición en Nueva York, libro que se publica en España en 1928. Harris, que nos habla de la “lamentable personalidad de lord Alfred Douglas”, escribe sus recuerdos en unos años en los que los críticos literarios hablaban, con precaución de capellanes católicos, de la “anomalía sexual” de Wilde. Detrás de ellos vendrían otros autores, interesados en el drama vital de Wilde o en las palabras esparcidas de las obras que subsisten. Pero tenemos noticia de su vida, sobre todo, por la monumental biografía de Richard Ellmann, publicada en España en 1987, el mismo año de su muerte. Antes, Ellmann se ha bía convertido en el biógrafo de James Joyce, otro irlandés, y documenta los menores detalles de la existencia de Wilde, la peripecia de su familia, de sus compañeros de cla se, sus relaciones. Cuando Ellmann murió, llevaba vein te años dedicado a la reconstrucción de la vida de Oscar Wilde. En España, Wilde tuvo pronto traductores, como Julio Gómez de la Serna, o Ricardo Baeza, traductor también de Frank Harris. Y conoció a Manuel Ma cha do, en 1899, quien escribiría un artículo premonitorio, titulado La última balada de Oscar Wilde.

Oscar Wilde no agradaba a todo el mundo, pese a las apariencias. Es notable conocer que Harris siente “repulsión” por el escritor cuando lo conoce: aunque su estatura de casi dos metros impresiona, el norteamericano observa sus manos fofas, su piel poco limpia, su ropa demasiado ceñida, su obesidad, las bolsas que deformaban su mandíbula. Pese a todo, Wilde es un hombre joven: el encuentro entre ambos se produce en 1884, cuando el escritor apenas tiene treinta años. Después, a Harris le ganará la simpatía de nuestro personaje, aunque no deje de anotar que una de las causas del éxito de Wilde es el grupo de admiradores que lo acompañaba casi siempre, que lo rodeaba en las fiestas sociales, que lo exaltaba como un gran poeta en los salones y en los círculos ilustrados. De esos seguidores, la mayoría eran invertidos que surgen entre “la alta burguesía que imita al mundo elegante”, según las palabras de Harris. Invertidos que eran un producto de Eton y de los internados y las universidades británicas de la época, hombres cultos que adornaban las reuniones sociales y cuyas hazañas eran seguidas por la prensa, que los calificaba de decadentes, estetas. De esa conjunción entre las instituciones donde se educa la élite y una sensibilidad que siempre fue periférica y marginada, atenta al padecimiento de los pobres y considerada como advenediza por los intelectuales ligados al poder, surge Oscar Wilde.

Lo anterior son las primeras páginas del prólogo de Higinio Polo al libro de Oscar Wilde El alma del hombre bajo el socialismo.
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