“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

7/9/12

Defensores de los derechos de los inmigrantes / Sin papeles y sin miedo

Amy Goodman
Especial para La Página

Mientras la Convención Nacional Demócrata comenzaba a sesionar el martes, afuera, bajo la lluvia, en el centro paramilitarizado de Charlotte, Carolina del Norte, la verdadera democracia halló su máxima expresión, si es que creen que esta se basa en una construcción de los movimientos de base, como la lucha abolicionista, la lucha por el sufragio de la mujer y el movimiento por los derechos civiles. En esta ciudad, donde ocurrió una de las primeras manifestaciones contra la segregación en el mostrador de un restaurante, diez inmigrantes indocumentados bloquearon una intersección y se arriesgaron a ser arrestados y posiblemente deportados mientras le solicitaban al Presidente Barack Obama y al Partido Demócrata que apoyen al movimiento por los derechos de los inmigrantes y aprueben una importante reforma migratoria.

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“Estamos aquí para preguntarle al Presidente Obama cuál será su legado”, dijo Rosi Carrasco mientras se bajaba del “Indocubus”, el autobús pintado con motivos coloridos de mariposas, en el que los inmigrantes viajaron desde Arizona. “Estamos aquí para preguntarle al Presidente Obama cuál será su legado, considerando que ha sido el presidente que ha deportado más gente en la historia de Estados Unidos. Estamos aquí para reconocer nuestra dignidad y nuestro derecho a organizarnos”. El esposo de Rosi, Martín Unzueta, afirmó: “Soy indocumentado. He vivido aquí durante 18 años y pago los impuestos. De hecho, pago más impuestos que el Citibank”

Diana Athill supo ganarse la muerte como una recompensa

Juan Forn

El gran Elías Canetti rechazaba la muerte. Literalmente. Creía que, si se lo proponía en serio, si enfrentaba el asunto con todo su ser, con toda la potencia de su personalidad, que era mucha, quizá lograra salirse con la suya. Salirse con la suya era no morir. Yo creo que Canetti fue una de las mentes supremas del siglo XX, pero en este aspecto tengo que coincidir con alguien mucho más pedestre que él, su anónima editora inglesa, una de mis damas preferidas en el reino de las letras, que dijo: “El señor Canetti puede rechazar la parca todo lo que quiera, pero dudo que sea recíproco”. Por esa clase de cosas, Diana Athill se ganaba al instante la confianza de sus autores o los perdía para siempre, y no fueron muchos los que perdió en sus cincuenta años de trabajo de hormiga en la editorial inglesa André Deutsch. Curiosamente, la Athill estuvo más cerca de lograr el cometido de Canetti que el propio Canetti: a los setenta y cinco años, cuando la editorial se vendió y los nuevos dueños la fletaron a su casa, descubrió con júbilo que podía escribir, que sabía escribir (“Tiene que ver básicamente con el hecho de encontrar un ritmo, o tal vez descender hasta un nivel en que ese ritmo existe de manera autónoma”). Los cuatro libros que publicó, desde entonces hasta sus noventa y dos años, hicieron creer a unos cuantos que esa mujer había pasado de largo su propia muerte, o merecido una segunda vida insospechadamente plena en las postrimerías de su prolongada (y opaca, según ella misma) existencia inicial.