Juan Bonilla | Las primeras novelas, acaso las más
potentes, de Pier Paolo Pasolini tenían dos protagonistas esenciales:
los muchachos y el paisaje subproletario de las afueras de Roma. Condenados a
vivir de la picaresca y el delito, rodeados de brutalidad, obligados a la
brutalidad, expresándose con brutalidad, tanto en
Muchachos de la calle como
en
Una Vida violenta nos encontramos con una realidad que
esquiva el precioso ascensor social mediante el cual las autoridades
competentes y el dinero de la posguerra italiana convencían a las clases bajas
de que sus mejores hijos acabarían ascendiendo a fuerza de trabajos forzados y
merecimientos. Por debajo de esas clases bajas todavía había mundo: un
sótano al que no llegaba el ascensor social y donde por tanto regían las leyes
de la selva. Esa selva estaba a tiro de piedra de las luces de la gran
ciudad, a no muchos kilómetros de donde se hacían negocios en un país que
pretendía levantar la cabeza después de los años de fascismo y la destrucción
de la guerra.
A aquellas barrios malos no iba a llegar ninguna inversión
que mejorara las vidas de quienes allí se apilaban. Pero los barrios malos
tuvieron a un poeta que al menos les dio presencia a través de unos héroes cuya
única pretensión era devorar la vida y hacerlo rápidamente: habían visto a
demasiados viejos decrépitos como para desear siquiera adaptarse, entre otras
cosas porque nadie iba a darles una oportunidad de adaptación.