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Con la caída del Muro de Berlín la historia entró de lleno
en todo el bloque oriental. Lo hizo como capitalismo dinámico y como
«destrucción creativa». Es una parte de la historia de Europa que no figura en
los libros de texto, ni de la que los medios de comunicación escriben artículos
conmemorativos, porque, como recordarán, se había producido «el fin de la
historia», aquella perversión hegeliana acuñada por Francis Fukuyama y
explotada a la perfección por los think tanks estadounidenses. La
proclamación de la “victoria de la Guerra fría” nunca fue suficiente para los
ganadores. Había que clavar la cabeza del enemigo en una lanza y pasearla por
todos los rincones del país chorreando sangre. En la mejor y más ancestral
tradición germánica, se sobreentiende. Y eso fue exactamente lo que hicieron
las élites políticas y económicas alemanas. Cuando un periodista le preguntó a
Lothar Späth, a la sazón miembro del Presidium de la CDU, si la terapia de
choque económica para la República Democrática Alemana era una forma de
capitulación incondicional, éste respondió lacónicamente: «le contestaré
brutalmente: sí». [1]