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Simón Bolívar, El Libertador |
Daniel Florencio O’Leary / Conocí entonces al Libertador, y aunque el
bosquejo que de él trascribo en seguida fue escrito muchos años después de
aquella época, varió él tan poco en su aspecto físico y en su carácter moral,
que casi no difiere del personaje que en 1818 me recibió con benevolencia y
aprobó mi conducta. Bolívar tenía la frente alta pero no muy ancha y surcada de
arrugas desde temprana edad —indicio del pensador—. Pobladas y bien formadas
las cejas; los ojos negros, vivos y penetrantes; la nariz larga y perfecta;
tuvo en ella un pequeño lobanillo que le preocupó mucho, hasta que desapareció
en 1820 dejando una señal casi imperceptible. Los pómulos salientes; las
mejillas hundidas desde que le conocí en 1818. La boca fea y los labios algo
gruesos. La distancia de la nariz a la boca era notable. Los dientes blancos,
uniformes y bellísimos; cuidábalos con esmero; las orejas grandes pero bien
puestas; el pelo negro, fino y crespo; lo llevaba largo en los años de 1818 a
1821 en que empezó a encanecer y desde entonces lo usó corto. Las patillas y
bigotes rubios; se los afeitó por primera vez en Potosí en 1825. Su estatura
era de cinco pies, seis pulgadas inglesas. Tenía el pecho angosto y el cuerpo
delgado, las piernas sobre todo. La piel morena y algo áspera. Las manos y los pies
pequeños y bien formados, que una mujer habría envidiado. Su aspecto, cuando
estaba de buen humor, era apacible, pero terrible cuando irritado; el cambio
era increíble.