Martín
López-Vega | “Pasolini
no amaba la furtividad: ni en cuestiones eróticas, ni en ninguna otra”. Esa
es la premisa con que Enzo Siciliano arranca su Vita di Pasolini para
desmontar la teoría oficial de la muerte del escritor. Pasolini nunca se
escondió: amaba provocar, escandalizar, cuando aún esas palabras tenían un
sentido; cuando provocar, escandalizar, podía hacerse con una función. Nunca la
provocación de Pasolini fue gratuita. Su modo de provocar era levantar pavesas
para mostrar la tierra que había debajo, desmontar el decorado oficial (ese
“espacio abstracto” de Lefebvre) para mostrar que si el mundo (con sus
frustraciones, sus censuras, sus mitos, sus morales, sus prohibiciones) es como
es, no es porque tenga que ser así, porque solo pueda ser de un modo, sino
porque hay quien quiere que sea así.
Y el modo favorito de Pasolini (para quien la felicidad solo podía
encontrarse en la libertad; para quien la felicidad era, por tanto, un imposible,
pero un imposible en cuya búsqueda valía la pena perder la vida) para mostrar
eso consistía en mover una pieza de sitio. Cambiar de lugar una pieza que
siempre ha estado en el mismo lugar obliga a ver la realidad desde un ángulo
nuevo (político, desde luego), forzando a reinterpretar el significado de cada
elemento, especialmente de aquellos cuyo sentido dábamos por supuesto. Es lo
que mueve toda su obra, y baste como ejemplo su idea de proponerle al poeta
ruso Eugeni Evtuchenko que interpretase a Jesucristo en su film El Evangelio
según san Mateo. En 1963 le escribía a Moscú explicándole las razones de
semejante ofrecimiento: