“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

4/9/15

Antón Chéjov en la isla de Sajalín

Sajalín es una larga isla rusa de mil kilómetros situada al norte del Japón, mayor que Bélgica y Holanda juntas, con más de tres mil kilómetros de costas

Higinio Polo   |   Antón Pávlovich Chejov sólo vivió cuarenta y cuatro años, por una tuberculosis que lo llevó a la tumba, pero nos ha dejado delicadas estampas de la Rusia de su tiempo, desgarradores relatos sobre la ferocidad de su siglo, piezas teatrales conmovedoras y una comprensiva mirada sobre la gente que intentaba vivir bajo un imperio extenuado y unas décadas sin apelación, intentando capturar la vida que, según él, autores como Ibsen desconocían. Su abuelo fue un mujik que había comprado su propia libertad, y Chéjov nació y creció en Taganrog, en el mar de Azov, como Sedov, el explorador ruso del Ártico. A Antón Pávlovich le gustaba caminar por las praderas que habían recorrido los escitas, tierras llenas de hierbas olorosas, ruda, ajenjo y vendaval; descansar en los trigales, soñar el mundo subido a alguno de los carros de bueyes que utilizaban los campesinos, y navegar por las aguas perdidas del Azov. Era un hombre paciente, aunque poco inclinado a la veneración acrítica del pueblo ruso, a las austeras ideas tolstoianas; por eso, escribió: “algo me dice que hay más amor a la humanidad en la energía eléctrica y la máquina de vapor que en la castidad y la negativa a comer carne”. Hasta 1879 no se trasladó a Moscú. Era un joven de diecinueve años que empezaba a estudiar medicina, y que, después, comenzó a escribir relatos para ganar algunos rublos.