Hace unos días
durante una tertulia de terraza veraniega, un conocido criticaba a los
catalanes por llevarnos a una guerra con su afán separatista. Me consta que ese amigo no es un fascista
defensor de la unidad de la patria, sino una persona de talante liberal
simpatizante con las posiciones sociales progresistas; estaba expresando, por
tanto, un punto de vista más o menos generalizado en la opinión pública
española, según la cual el separatismo catalán tiende a dificultar la salida de
la crisis social que atravesamos, agrava y no resuelve los problemas de la
sociedad española. Lo alarmante en ese
planteamiento es que se vuelva cada vez más agresivo, según el argumento de que
la secesión catalana ‘nos lleva a una guerra’ -civil evidentemente-; lo que
expresa una inquietud plausible a tenor de la experiencia histórica tanto
pasada como reciente, que incluye al mismo tiempo las connotaciones integristas
de una cultura española teñida de intolerancia y autoritarismo.
En el trasfondo de
esa argumentación subyace el miedo a la reacción de las clases dominantes
españolas; el mismo terror a la violencia genocida del ejército y las mesnadas
fascistas, que paralizó a las clases populares en la transición desde la
dictadura franquista a la monarquía liberal y en los primeros años del periodo
constitucional. Pero también anida aquí
un anticatalanismo de raíces históricas, ampliamente extendido entre la población
española y exacerbado por la política del Estado español.