“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

31/7/13

La noción del tiempo en la poesía

Eduardo Zeind Palafox  |  Especial para La Página  El tiempo es una cosa callada que se va "hora tras hora", declara un profundo poema del bardo Manuel Machado. El tiempo, afirma el filósofo Kant, es un acontecimiento que tiene lugar en el interior de nuestra mente, que es la medida de todas las cosas, si nos resignamos a la sentencia de Protágoras. El tiempo es un espectador de nacimientos y de muertes. El tiempo devora, "hora tras hora", nuestra memoria. Son los poetas los entes que mejor han sabido definir el tiempo, aunque lo han hecho de forma indirecta, eludiendo la perenne cifra y remitiéndose a la cambiante palabra. Es paradójico, aparentemente, que con la cifra, que es eterna, queramos medir lo cambiante, y que con la palabra, que es cambiante, queramos medir lo eterno.

La idea del tiempo está hecha de una terminología, de sendas categorías mentales, de conceptos. El tiempo, conceptualmente, está hecho de segundos, de minutos, de horas, de días, de meses, de años (tal es su terminología). El tiempo, históricamente, está hecho de guerras, de batallas, épocas y revoluciones (tales son las categorías con las que pensamos en Cronos).


El tiempo, semánticamente, vive en relojes, en rostros que esperan, en dedos que contabilizan la impaciencia, en pies que golpetean, cual segunderos, la numeración vital (he aquí uno que otro `abacus princeps´ o concepto evaluatorio). Engañados y usando los instrumentos mentados no estamos pensando en el tiempo, sino en el espacio.

Es otoño porque en el piso hay hojas, porque el movimiento de las tales coincide con los movimientos de una obra de Vivaldi y con los movimientos de la obra de Walt Whitman. Es mediodía porque todo está bajo la luz del sol, porque  no quedan ídolos sombríos escondidos en recovecos esquinados, y es día a medias porque una mortificación entenebrece nuestra alma. Es tiempo de guerra porque removemos el aire con espadas y no con amistosas manos. Medimos el tiempo recorriendo el espacio, o, como dirían los Padres de la Iglesia, medimos el tiempo contemplando cómo Dios, o el Motor Universal imaginado por Aristóteles, dobla nuestro cuerpo, derrumba la rosa, desgasta las fe-hacientes imágenes de la catedral o llena de errores nuestra frente.

Immanuel Kant, el disciplinante Kant, afirma: "En efecto, en este caso, lo que originariamente no es más que fenómeno, v.g. una rosa, vale como cosa en sí misma en el entendimiento empírico, pudiendo sin embargo aparecer, en lo que toca al color, distinta a distintos ojos. En cambio, el concepto trascendental de los fenómenos, en el espacio, es un recuerdo crítico de que nada en general de lo intuido en el espacio en cosa en sí". ¿Es eterna la rosa? ¿Es eterna la idea de la rosa? ¿Es eterna la simiente de la idea de la rosa? ¿Es eterna la mente en la que se concibe la simiente de la idea de la rosa? ¿Es eterno el recuerdo de la rosa? ¿Qué diferencia hay entre la rosa del caldeo y la rosa de Shakespeare y la rosa que el Don Juan de nuestros días clava sobre el entendimiento de su pretendida?

El tiempo, dice Kant, hace que las cosas sean y no sean al mismo tiempo. Cambia el sentido olfativo de los hombres y cambia, por ende, el aroma de las rosas. Tenemos, así, que en la nariz podríamos encontrar la esencia del tiempo. Los poetas, todos lo saben, trocan el color en olor, la textura en cacofonías, la filosofía en teología y ésta en revelaciones. Hemos dicho que el tiempo es medido con las reglas espaciales. ¿En dónde hay una rosa? En un campo, en un jardín, en un florero, en el florilegio del galán, en la reja de algún barrio de Buenos Aires y hasta en los sueños de Sir Walter Raleigh, que sigue soñándonos. Leo un verso, leo `La visión de Guillermo acerca de Pedro el Labrador´, leo: 
"a fair field full of folk".
¿Habrá trastocado el poeta nórdico que pergeñó lo antelado las cosas que veía? ¿Habrá hecho de la mujer una flor y de una multitud de flores un tumulto, "gente"? En la mutación de los símbolos está lo esencial del tiempo. En el lenguaje hay, sí, posiciones mundanales, formas del arrostrar el mundo, que es inconsciente y poco moral, según Borges. Que haya espacio hace posible que haya fenómenos, y que los haya hace posible que haya objetos, y los objetos, que son perecederos, que son corruptibles y que corrompiéndose nos aguzan los sentidos, forjan el tiempo. ¿Habría tiempo si todos fuésemos eternos o inmortales, o por mejor decir, inmorales o incapaces de emitir juicios, que son hijos de la costumbre, de la estirpe de lo epocal? ¿Habría tiempo si los objetos no cambiaran? ¿Cómo los objetos nos avisan que han mudado su existencia? A través de la palabra, es decir, a través del nombre. Un adagio latino, dice:
"ars longa, vita brevis".
Pasan los siglos, y los hombres deciden que la frialdad griega ya no sirve para tolerar o para justificar la vida. Y nace Chaucer, y entiende las necesidades del momento, y refunde la latinidad griega con el menester inglés, y escribe:
"The lyf so short, the craft so long to lerne".
El adagio latino, que seguramente fue extraído de la filosofía griega, nos habla de una vitalidad nimia y de un arte largo, nos habla de tiempo. Grecia, fondo de Roma, sabía que los días del tiempo son "espejos del Eterno", como asegura un poema de Borges. Chaucer, con hiperbólico tono canta que la vida es "muy corta" y que el arte es un "muy largo", siendo lo hiperbólico una invitación a pensar en lo Eterno, noción difícil de razonar y que nos conduce, inexorablemente, a la noción del espacio. "La representación que no puede ser dada más que por un objeto único, es intuición", ha escrito Kant en su `Crítica de la Razón Pura´.

El tiempo puede ser meditado, si somos filósofos, a través de múltiples conceptos, y el espacio, que es de todos, es casi unívoco gracias a la geometría. La poesía, al ser música, satura el espacio y acota tiempos, compases, ritmos. Almafuerte, en sus incipientes poesías, nos heredó la siguiente confesión:  

"Yo soy un palmar plantado
 sobre cal y pedregullo:
la floración del orgullo,
del orgullo sublimado".
Y también la anexa:

"Soy la expresión del vacío,
de lo infecundo y lo yerto,
como ese polvo desierto
donde toda hierba muere...
¡Yo soy un muerto que quiere
que no lo tengan por muerto!".

¿No es el "orgullo" lo que nos permite aceptar que el "arte" es noble y un "muy largo" jardín? ¿No es el "polvo desierto" que canta Almafuerte la representación de la vida, que es "muy corta"? El hombre es polvo, pero polvo enamorado, diría un antiguo ("un esporo lanzado/ tras la procesión astral", dice el argentino). La metáfora, no se ignore, sirve para unir lo pasado con lo presente, lo universal con lo particular, el tiempo con el espacio. Calderón, ilustrando lo predicho, ha escrito:

"A florecer las rosas madrugaron,
y para envejecerse florecieron".

¿Madrugan las flores o madruga la mujer que piensa en ellas? ¡Poco o nada importa! No hay una madrugada y una flor que la siente: hay una flor que determina que un momento merece el nombre "madrugada". Madrugan los poetas jóvenes (Rimbaud, Byron), los filósofos geniales (Aristóteles, que siglos adelantó la Lógica), los científicos avispados, y lo hacen con sol o sin él. Kant, con su filosofía, analiza: "El tiempo no es algo que exista por sí o que convenga a las cosas como determinación objetiva y, por lo tanto, permanezca cuando se hace abstracción de todas las condiciones subjetivas de su intuición". Y Pascoli, con su poesía, sintetiza:
"Dividere il Nulla in frammenti costanti".