“
El lenguaje es la casa del Ser“, decía
Heidegger
en su última etapa filosófica, después de haber explorado otras vías en
la búsqueda permanente de aquello que nos constituye, y que él, como
tantos otros anteriormente, denominaron
el Ser. Pero el
lenguaje al que ha quedado supeditada la sociedad actual, lejos de
desvelar la esencia intrínseca a todo lo existente, la corrompe,
eliminando cualquier atisbo de profundidad en él y revistiéndolo de la
más absoluta superficialidad, permaneciendo así acorde a nuestro tiempo y
a casi todo lo que a este caracteriza. No en vano, el argumento de
Emoji: la película, resulta ser
una apología sin paliativos de la eliminación del lenguaje escrito e incluso hablado,
en favor de sus sustitutos digitales como expresiones de todo tipo de
emociones, sentimientos o ideas, vacías de contenido y desprovistas de
los caracteres propios con los que ha contado la comunicación humana
desde sus orígenes.
La
filosofía del lenguaje y todo lo que esta nos ha enseñado desde sus
recientes orígenes a finales del S.XIX, parece haber fracasado ante la
tendencia ya casi instaurada por completo en nuestra sociedad, a la
eliminación del pensamiento profundo,
a la reflexión, a la argumentación y exposición de ideas presentadas
razonadamente. Los lingüistas actuales coinciden en establecer un
vínculo inseparable entre pensamiento y lenguaje, por lo que si
empobrecemos y pervertimos este último, el primero sufre las
consecuencias de esta corrupción en términos lingüísticos.
A principios del S.XX, bajo el contexto de lo que se denominó el
giro lingüístico,
la filosofía analítica planteó las dificultades que traía consigo el
lenguaje ordinario para la elaboración de teorías filosóficas y la
propia exposición de ideas, dada la gran complejidad de este tipo de
expresión lingüística por la abundancia de sinonimias, polisemias,
simbolismos, matices, metáforas y expresiones hechas, lo que da lugar a
confusiones y malentendidos en el significado dentro del terreno de la
filosofía. Por ello, el logicismo de
Frege, el atomismo lógico de
Russell y del primer
Wittgenstain y el neopositivismo del
Círculo de Viena
intentaron refugiar a la filosofía en el lenguaje de la lógica y
desprenderla así de las imperfecciones del lenguaje ordinario o
cotidiano, tarea, por otra parte, a la que ya se habían encomendado
otros pensadores anteriormente, como
Leibniz y su proyecto de la
characteristica universalis.
Pero
a pesar de que el lenguaje formal de la lógica elimina los contenidos
lingüísticos tal como los empleamos habitualmente, con el fin concreto
de facilitar la comprensión en un ámbito muy concreto, a saber, el
matemático y científico, ello no es comparable ni siquiera de forma
somera, al despojo al que se somete el lenguaje en la actualidad de sus
caracteres y propósitos más esenciales y, por ende, al propio
pensamiento, volviéndolo
banal, superficial, dócil, manipulable y, por consiguiente, controlable.
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Y todo ello queda de manifiesto en esta película infantil, patrocinada por las grandes multinacionales de la era digital y
dirigida a captar pequeños adeptos a esta nueva forma vacía de comunicación
y, por extensión, de entretenimiento, igualmente vacío y destinado a la
anulación del pensamiento. En el largometraje no se desmiente ni se
presenta ningún atisbo de crítica hacia afirmaciones como que
“las palabras no molan”,
repetidas por los personajes de la película; se acepta casi de buen
grado por parte de los profesores el uso constante del móvil en clase
que los alumnos utilizan de manera permanente para intercambiar mensajes
carentes de palabras entre ellos; y se defiende el éxito final al que
conduce este tipo de comunicación artificial, en detrimento del contacto
humano y de la palabra para con las relaciones interpersonales.
No creo exagerar al comparar este lenguaje del presente, extendido entre los más jóvenes y vulnerables, a la
neolengua descrita por Orwell en su ya clásica obra
1984, como
mecanismo de control hacia la ciudadanía.
Y es que más allá de la perversión del lenguaje y, por ende, del
pensamiento, que se lleva a cabo al privarlo de contenidos profundos, y
de la crítica que la filosofía pueda hacer al respecto, la principal
característica de esta inmediatez y vacuidad en el lenguaje reside en el
papel que juega como mecanismo adormecedor de conciencias utilizado por
el sistema como su principal y más eficaz arma y recurso en el dominio
de la sociedad.
Jerry Mander
entre otros, hace cuarenta años, y por tanto antes de la imposición
definitiva de la era digital, ya alertaba de los peligros de la
tecnología y su tendencia al
estado alfa en el que esta nos
sumerge (concepto aplicado a la televisión, sobre la que versan sus
estudios, pero extrapolable a los efectos causados por cualquier
tecnología visual actual). Otros, como
Nicholas Carr, en su obra
Superficiales,
inciden en los daños cognitivos irreparables que produce la cada vez
mayor falta de profundidad de nuestro pensamiento, causada en gran
medida, no solo por el canal que empleamos para elaborarlo y
transmitirlo, sino por el tipo de lenguaje al que lo sometemos,
favoreciendo su superficialidad y haciéndolo vulnerable, una vez más, y
del modo más sutil que podamos imaginar, al
control por parte de los que ostentan el poder.
Y algunos otros, anteriormente en el tiempo, como los pensadores de la
Escuela de Frankfurt, especialmente Adorno, Horkheimer o Marcuse,
denunciaron en los años veinte del pasado siglo, esta nueva forma de
control y dominio a través de la tecnología incipiente que empezaba a
desarrollarse y expandirse por el mundo a través de la radio, la
televisión o la publicidad, bajo el entramado de la llamada industria
cultural y del entretenimiento, y que hoy día alcanza su máximo apogeo a
través de las telecomunicaciones que prescinden del lenguaje como tal y
de la esencia de la que este consta.
Los defensores de la llamada
hipótesis de Sapir-Whorf
afirman que el tipo de lenguaje empleado determina y condiciona nuestro
pensamiento y visión del mundo. Un primer paso hacia la corroboración
de esta teoría es el análisis del ser humano actual y los tipos de
relaciones que entabla a través de un lenguaje carente de profundidad,
como casi todo lo que nos envuelve. Un tipo de
lenguaje vanal, despersonificador y desprovisto de emociones y sentimientos reales
que puedan ser transmitidos personalmente, da lugar a un pensamiento de
estas mismas características y a la interiorización de una determinada
realidad por parte de una ciudadanía carente de crítica y rebosante de
esa conciencia adormecida de la que hablaba Marcuse, hoy más presente
que nunca.
Esta película es
un reflejo más del poder adoctrinador del sistema
a través un medio sutil para los más pequeños y vulnerables ante estos
mecanismos, introducidos de manera tan natural y cotidiana en nuestras
vidas que pasan absolutamente desapercibidas las consecuencias que traen
consigo y que claramente empiezan a ser evidentes entre los más
críticos.
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El citado
giro lingüístico
tuvo lugar porque los grandes pensadores del momento tuvieron que
reconocer la absoluta relevancia del lenguaje para el estudio del ser
humano y de su pensamiento. El mundo que construimos pasa
irremediablemente por nuestro modo de interactuar en él y entre nosotros
mismos, a través especialmente del lenguaje que empleamos. El que se
nos impone en la actualidad nos dirige hacia la
deshumanización, como apuntaba el estructuralismo filosófico, y hacia un nuevo triunfo del
status quo, de la
homogeneización del pensamiento
y del control sobre este inherente al mismo. Por ello, el verdadero
desafío de la maltrecha filosofía actual y del pensamiento crítico,
denostados de nuevo por el poder hegemónico en la era contemporánea,
será devolverle su casa al Ser, a lo que auténticamente somos y que nos
está siendo arrebatado.