Italiano |
La primera impresión, superficial, epidérmica, fisionómica
—el color y la forma de los vestidos, la expresión del rostro, el modo de
moverse— ha sido la de una masa de pobres. Quizá lo digo mejor: de
“empobrecidos”. Las numerosas caras de la pobreza, hoy. Sobre todo de la que es
nueva. Podríamos decir de la clase media empobrecida: los endeudados, los
prejubilados, los fracasados o en riesgo de fracaso, pequeños
comerciantes
obligados por los requerimientos a quedarse en descubierto bancario, u
obligados al cierre, artesanos con los requerimientos de Equitalia (agencia tributaria)
y con el crédito cortado, transportistas, “pequeños patronos” con el seguro
caducado y sin dinero para pagarlo, desempleados de larga y corta duración, ex
albañiles, ex peones, ex empleados, ex mozos de almacén, ex titulares del CIF
que ya no pueden soportar ese impuesto, precarios sin renovación gracias a la
reforma de la ex ministra Fornero, trabajadores con contrato limitado,
despedidos de las obras ya paradas o de las tiendas cerradas.✆ Mauro Biani |
Los rostros marginales de cada categoría productiva,
aquellas que están “al límite” o ya se han desplomado, las hasta hace poco
todavía sutiles, hoy ya en rápida y quizá vertiginosa expansión… Alrededor, la
plaza en círculo, con todas las tiendas cerradas, las persianas bajadas
formando un muro gris como el de la muchedumbre. Y la “gente”, encerrada en los
coches bloqueados por un filtro no asfixiante pero suficiente para
generar inquietud, ella también con sus propios problemas, mirándolos —al
menos en un primer momento— con cierto respeto, me ha parecido. Como cuando uno
se para porque pasa un entierro. Y piensa “podría tocarme a mí…”
Levantaban el dedo pulgar —no el índice, el dedo pulgar— como diciendo “aquí
andamos todavía “, desde los automóviles alguien respondía con el mismo gesto,
y una sonrisa triste como preguntando “¿hasta cuándo?”.
No había otra comunicación: la “plataforma”, por decir algo,
el común denominador que les unía era debilísimo, reducido a los huesos. El
único cartel que mostraban decía “Somos ITALIANOS”, con caracteres cubitales,
“Paremos ITALIA”. Y la única frase que repetían era: “Estamos hartos”. Es
decir, si transmitían algún dato sociológico era éste: que eran aquellos que no
aguantan más. Heterogéneos en todo, multitud solitaria por constitución
material, pero reunidos por ese único, terminal estado de emergencia. Y de una
visceral, profunda, constitutiva, antropológica extrañeza/hostilidad política.
No eran una astilla del mundo político. Eran un trozo de
sociedad disgregada. Y sería un error imperdonable liquidar todo esto como
producto de una derecha golpista o de un populismo radical. Había entre ellos
gente de Fuerza nueva, es verdad, allí estaban. Como había ultras entre las
escuadras. Y los cultivadores de la violencia por vocación o por frustración
personal o social. Había de todo, porque cuando un contenedor social se rompe y
deja escapar su propio líquido inflamable, a los incendiarios les ha caído el
gordo. Pero no es esto lo que explica el fenómeno. No se ceba así una
movilización tan amplia, diversificada, multiforme como la que se ha visto en
Turín. La verdadera pregunta que hay que hacerse es por qué precisamente aquí
se ha materializado este “pueblo” hasta ayer invisible. Y por qué una
protesta en otro momento puntual y selectiva ha tomado un carácter
tan masivo…
¿Por qué Turín ha sido la “capital de las horcas”? En parte
porque ya existía un núcleo cohesionado —los vendedores ambulantes de Porta
Palazzo, los llamados “mercatali” , ya movilizados desde hace tiempo— que ha
funcionado como principio organizativo y detonador de la protesta, capaces de
ramificarla y extenderla de forma capilar. Pero sobre todo porque Turín es la
ciudad más empobrecida del Norte. Donde la ruptura sobrevenida a consecuencia
de la crisis ha sido más violenta. Las cifras hablan.
Con sus casi 4.000 procedimientos ejecutivos en 2012 (cerca
del 30% más respecto del año anterior, uno cada 360 habitantes como certifica
el ministerio) Turín ha sido definido como “la capital de los desahucios”. En
su mayor parte debidos a “morosidad involuntaria”, es decir, “cuando a
consecuencia de la pérdida de empleo o el cierre de la actividad, el inquilino
no puede pagar el alquiler”. Y ya se han anunciado otros 1.000, tal y como
ha denunciado el obispo Nosiglia, para los inquilinos de las casas
populares que han recibido la advertencia de pagar al menos los 40 euros
mensuales marcados por una reciente ley regional, también a quien está
clasificado como “involuntario” y que no se lo puede permitir.
Las actividades comerciales también están de luto: en los
dos primeros meses del año han cerrado 306 tiendas, es decir, el 2% de las
existentes, lo que equivale a 15 al día, y 626 en toda la provincia, de los que
344 son bares y restaurantes. Es la última estadística disponible, pero podemos
suponer que en los meses sucesivos el ritmo no se ha parado. Otros casi 1.500
habían “muerto” el año anterior […]
Si echamos un vistazo al mapa de los grandes ciclos
socio-productivos ocurridos en el tránsito hacia el siglo XX, está en crisis
toda la composición social que la vieja metrópolis de producción fordista había
generado en su pasaje hacia el post-fordismo, con la retroversión de la gran
factoría centralizada y mecanizada en un territorio, la diseminación de las
subcontratas, la multiplicación de empresas individuales que se emplean en
aquello que quedaba del ciclo productivo automovilístico, las consultas
externalizadas, el pequeño comercio como sucedáneo del welfare, junto con
las prejubilaciones, los contratos por programa, los empleos interinos de bajo
nivel (no los cognitarios de la creative class sino
el peonaje de bajo costo)[1].
Era una composición frágil, que sobrevivía en suspensión dentro de la burbuja
del crédito fácil, de las tarjetas revolving, del crédito bancario blando,
del consumo compulsivo. Y así ha ido hasta que la presión financiera ha puesto
sus manos en el cuello de los marginales, y cada vez más fuerte y cada vez más
hacia arriba.
No da gusto ver esta segunda sociedad salida a la
superficie con el símbolo tremendamente obsoleto, premoderno, de feudalismo
rural y de jacquerie (levantamientos campesinos) como es la
horca, pero a la vez portadora de una hipermodernidad explosiva. De una
tentativa de transición fracasada. Pero es verdadera, más verdadera que los
vacuos ritos que se vuelven a proponer desde arriba, en los tenderetes de las
primarias que, precisamente decían también, con otra forma y con buen tono, que
“no se puede aguantar más”, o en los programas de debate de la televisión. Es
sucia, fea, mala. Esclavitud, también. Está llena de rencor, de rabia y a veces
de odio. Porque la pobreza no es nunca serena.
Nada que ver con la “hermosa sociedad” (y la “hermosa subjetividad”)
del periodo industrial, con el lenguaje del conflicto áspero pero aseado. Aquí
la política es coto del orden del discurso. Ha sido demasiado profundo el
abismo excavado en estos años entre representantes y representados, entre el
lenguaje que se habla en voz alta y el dialecto con el que se comunica la gente
de abajo. Demasiado vulgar ha sido el éxodo de la izquierda, toda la izquierda,
de los lugares donde está la vida. Y quizás, como en la Alemania de los años
treinta, serán sólo los lenguajes guturales de los nuevos bárbaros los que
vayan al encuentro de esta nueva plebe. Pero sería una desgracia —peor, un
delito— regalar a los centuriones de la derecha social el monopolio de la
comunicación con este mundo y la posibilidad de que esos (malos) sentimientos
coticen en su propia bolsa. Un enésimo error. Quizás el último.
Marco REVELLI es
catedrático de Ciencia Política de la Universidad del Piamonte Oriental. Traducción del italiano
por J. Aristu
[1] Es
un término de Franco Berardi: el cognitariado es el conjunto de los
que elaboran, crean y hacen circular los interfaces tecnolingüisticos,
tecnosociales, tecnomédicos, etc., que articulan cada vez más profundamente la
sociedad contemporánea. Según este autor constituirían parte del nuevo proletariado.