Paula Bach
La tesis del fin del trabajo está de regreso y con amplia
repercusión mediática. Sus representantes: un sector del mainstream conocido como
“tecno-optimista”. La hipótesis: que las nuevas tecnologías tales como la
inteligencia artificial, el big data,
Internet de las cosas, las impresoras 3D, la nanotecnología, la biotecnología o
la robótica –que, dicho sea de paso, posee una gran carga simbólica–, amenazan
la existencia misma del trabajo asalariado. La cuestión exige dos distinciones fundamentales. La primera
es que si bien en el curso del proceso de inversión el capital se sirve de las
cualidades de la tecnología para forjar una masa creciente de desocupados
estructurales, una cosa muy distinta es sostener que efectivamente pueda
existir o subsistir en el mediano o largo plazo desvinculándose progresivamente
del trabajo asalariado.
La segunda exige diferenciar entre las cualidades físicas, materiales, útiles de los productos tecnológicos y las características propias del proceso de valorización del capital. ¿Son las cualidades físicas –el valor de uso– de aquellos adelantos lo que dará la pauta del destino del trabajo asalariado? Sostendremos que el nudo del asunto remite una vez más al movimiento contradictorio entre valor de uso y valor de cambio. Dualidad que no por azar permitió a Marx descubrir la diferencia entre trabajo y fuerza de trabajo y con ella, la especificidad del modo capitalista de producción.
Por supuesto ningún razonamiento teórico puramente abstracto
puede quitarles a los “tecno-optimistas” el derecho a la verdad. Sin embargo,
la abundante contribución empírica de la historia reciente parece revelar que
en la nueva tesis del fin del trabajo –una vez más– los dados están cargados.