Desde el punto de vista filosófico, el juicio que la
Inquisición entabló contra Galileo fue
básicamente una puja entre el realismo (objetivismo) inherente a la nueva ciencia y la combinación de empirismo ingenuo (fenomenismo) con convencionalismo, que defendían tanto el fiscal acusador, el cardenal Bellarmino, como Melanchton, su contraparte luterana. El debate Obama-Romney se le parece en que el ala izquierda del conservadurismo (el Partido Demócrata) defiende la ciencia y al secularismo concomitante contra el fanatismo religioso de su ala derecha (el Partido Republicano).
básicamente una puja entre el realismo (objetivismo) inherente a la nueva ciencia y la combinación de empirismo ingenuo (fenomenismo) con convencionalismo, que defendían tanto el fiscal acusador, el cardenal Bellarmino, como Melanchton, su contraparte luterana. El debate Obama-Romney se le parece en que el ala izquierda del conservadurismo (el Partido Demócrata) defiende la ciencia y al secularismo concomitante contra el fanatismo religioso de su ala derecha (el Partido Republicano).
La religión es conservadora y, como lo hicieron notar
Aristóteles y Maquiavelo, es también un instrumento de control social: nunca
ha alentado ningún gran movimiento emancipador ni ha generado nuevas
cosmovisiones. En cambio, la ciencia es intrínsecamente innovadora y hasta
subversiva porque insta a poner en duda las creencias recibidas y a buscar
ideas nuevas, caiga quien caiga.
El mismo debate entre dogma e investigación sigue produciéndose
en todo el mundo, aunque cambien los nombres de las potestades que se invocan o
se hacen a un lado y aunque los católicos, empeñados en adaptarse al orden
establecido, suelen ser más flexibles que sus competidores. Por ejemplo, hace
ya seis décadas que los cristianos de casi todas las sectas admitieron la
evolución biológica, aunque advirtiendo que no es natural sino que está
guiada desde Arriba, lo que es como admitir que, aunque el Infierno existe, en
él ya no se asa a fuego lento sino que se somete a los condenados a torturas psicológicas,
como obligarles a leer a Hegel o a Heidegger.
Los movimientos y gobiernos conservadores permiten
concesiones en detalles, pero no en lo esencial. En nuestro caso, lo esencial
es la tesis de que la cultura moderna es secular y está movida por la ciencia
y la técnica, mientras que el dogma, sea religioso o laico, la inmoviliza.
Para que florezcan la ciencia y la técnica, así como las actividades
económicas y políticas que emplean conocimientos científicos o técnicos, es
indispensable que haya libertad para explorar lo desconocido en lugar de
atenerse a dogmas, sean los de Krishna, Moisés, Cristo, Mahoma o los
dictadores modernos. Esto explica por qué una dictadura, secular o religiosa,
puede permitir o aun propiciar investigaciones en ciencias naturales, pero no
en ciencias sociales o en humanidades.
¿Qué opinan los economistas? La mayoría de ellos han
ignorado las ciencias e incluso han practicado la pseudociencia, como la
teoría del libre mercado en equilibrio. Unos pocos economistas, como Robert
Solow, han admitido que la ciencia ayuda al crecimiento económico, tanto por
educar a la fuerza de trabajo como a medida que los resultados de la ciencia
básica son “traducidos” a innovaciones técnicas, que a su vez alimentan la
industria, como sucede con la farmacología. Baste recordar los corolarios
industriales de la física, como la dinamo y el ordenador; de la química, como
los fertilizantes artificiales y los fármacos; de la biología, como los
fármacos y las nuevas variedades de cereales; y de las ciencias sociales, como
el management y la manipulación de la opinión pública.
Aunque la investigación desinteresada da algunos frutos
prácticos, es necesario evitar el utilitarismo o inmediatismo, es decir, la
exigencia de que los dé siempre y a corto plazo. Recordemos que los hallazgos
de Apolonio sobre las secciones cónicas, como la parábola y la elipse, fueron
utilizados unos 1700 años después por Galileo y Kepler. También las
invenciones tecnológicas suelen tardar en traducirse en beneficios
económicos. Por algo el capital que se invierte en ellas se llama venture
capital o capital aventurero. Warren Buffet, el segundo hombre más rico del
mundo, sólo invierte en industrias tradicionales como hojas de afeitar y
ketchup. Y por algo se ha dicho que el ratón que come el queso de la trampa es
el segundo: el primero cayó en la trampa porque su invento tenía defectos que
el segundo advirtió y reparó.
El mercado es conservador. Los expertos en management saben
que el ingenio científico y técnico sólo rinde a la larga. Y los líderes
intelectuales saben que la formación de buenos investigadores es un proceso
lento, delicado e incierto. Por ello protestan cuando las universidades caen en
manos de administradores incultos, que prefieren los estudios que prometen
rendir a corto plazo a la investigación desinteresada, que no promete nada
más que la verdad. Cuando se le pida a un ingeniero que diseñe un puente
mejor que el del Golden Gate, diseñará un puente, no un robot para explorar y
explotar el fondo del mar. Más valdría pedirle que imagine y ensaye el
artefacto que más le fascina.
Cuando se mencionan los beneficios prácticos de la
investigación básica, no hay que olvidar que algunos logros científicos han
sido empleados para destruir o matar. Este aspecto negativo de la técnica, del
que se salva la ciencia básica, es utilizado por los nuevos enemigos de la ciencia:
los enemigos del cientificismo que han prosperado tanto en París y Chicago
como en Buenos Aires. Este movimiento no viene solamente de la derecha
política sino también de la izquierda: en él, los miembros de la “teoría
crítica” o escuela de Frankfurt, como Jürgen Habermas, marchan del brazo de
economistas reaccionarios como Friedrich Hayek, católicos como Etienne Gilson
y Charles Taylor, y ateos como el argentino Oscar Varsavsky.
Todos estos anticientificistas tienen algo en común:
confunden ciencia con técnica y temen que la ciencia social reemplace a la
ideología política. A veces se trata de miedos u odios personales, como en
los casos de los científicos fracasados y de quienes, formados en la
literatura, en las humanidades clásicas o en la “ciencia de la comunicación”,
son refractarios a los números y los experimentos. Este fue el caso de los
precursores del Romanticismo Jean-Jacques Rousseau y Giambattista Vico.
También es el caso de los relativistas, que niegan la existencia de verdades
generales y sostienen que la ciencia no es sino una de tantas maneras de
contemplar o “construir” el mundo. El filósofo Paul Feyerabend sintetizó esta
doctrina en su famosa consigna: “Todo vale”.
En otros casos, el rechazo de la ciencia proviene del
prejuicio empirista, en particular positivista, contra todo lo que, desde la
teología hasta la mecánica, vaya más allá de los datos de los sentidos.
Este fue el caso de David Hume, agnóstico y antinewtoniano, y de Immanuel
Kant, ateo y tan fenomenista, y por tanto subjetivista, como el obispo
Berkeley. Otros, como los “interpretivistas”, desde el kantiano-hegeliano
Wilhelm Dilthey hasta el wittgensteiniano Peter Winch, el interpretivista
Charles Taylor y el ideólogo neoliberal Friedrich Hayek, admiten que el
método científico sirve para estudiar la naturaleza pero niegan que pueda
utilizarse para estudiar lo social, porque éste sería esencialmente
simbólico. Finalmente, hay casos de simple ignorancia y adhesión al dogma,
como ocurrió con los filósofos religiosos de todos los tiempos y con los
soviéticos del período 1920-1960, que rechazaron todas las teorías
científicas que no entendían, desde la lógica matemática hasta las
relatividades, la cuántica y la genética.
Perdón por la digresión, pero me pareció necesaria para
entender las similitudes y diferencias entre el anticientificismo de años
recientes y el oscurantismo clásico de Hegel, Nietzsche, Bergson, Husserl,
Heidegger y Foucault, aunque ambos pretendieron superar a la Ilustración de
Diderot, Helvétius, La Mettrie y Holbach. Por ejemplo, hacia 1965, el
comunista Louis Althusser fingía explicar a Marx con ayuda de Lacan a su
nutrido y distinguido auditorio en la École Nationale Supérieure, al mismo
tiempo que L’Unità, el órgano del Partido Comunista Italiano, exhortaba a
“liquidar los vestigios de la Ilustración”. Esta oposición del marxismo
osificado contra la espléndida Ilustración francesa de mediados del siglo
XVIII no debiera extrañar a quienes recuerden que tanto
Marx y Engels como sus sucesores veneraron a Hegel, el miembro más destacado
de la Contrailustración, enemigo de todas las novedades científicas desde
Newton en adelante y precursor del posmodernismo.
Volvamos ahora al problema de si la ciencia ocupa un puesto
destacado en el desarrollo, como creíamos los jóvenes izquierdistas de mi
generación, anterior al irracionalismo de los llamados posmodernos.
Obviamente, para abordar este problema de manera racional hay que empezar por
aclarar qué ha de entenderse por desarrollo. Si se le formula esta pregunta a
un economista, nos dirá que desarrollo es lo mismo que crecimiento económico,
por lo cual el PIB (Producto Interior Bruto) es el mejor indicador del
desarrollo. Pero el PIB mide la intensidad de la actividad económica, que
puede no ayudar al desarrollo. Por ejemplo, la principal industria
norteamericana es la bélica, y hay industrias, como las del vino, el tabaco,
los narcóticos y el juego que obstaculizan el desarrollo biológico y cultural.
Un marxista ortodoxo admitirá que hay algo más, la “super-
estructura ideal” montada sobre la material o económica. Pero insistirá en
que todo avance social es iniciado por alguna innova- ción económica y se
negará a admitir la existencia de la ciencia pura, carente de incentivo y
objetivo económicos. Tampoco le interesan los avances políticos graduales
que, sin implicar la “ex- propiación de los expropiadores”, hacen la vida más
llevadera y agradable al mejorar las condiciones de trabajo o ampliar la
libertad de iniciativa y de acción.
En 1990 las Naciones Unidas adoptaron un índice de
desarrollo humano (IDH), más realista que el PIB, constituido por el promedio
de tres indicadores: PIB, longevidad y escolaridad. Utilizando este nuevo índice,
el PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo) ubicó las
naciones que llevan cuenta de estos indicadores parciales de desarrollo en
cuatro grandes categorías: desarrollo muy elevado, elevado, medio y bajo. Así
resultó que en 2011 Noruega, Australia y Holanda ocupaban los tres primeros
puestos; España era la número 23, ubicada entre Finlandia e Italia; Polonia
la 39, entre Hungría y Lituania; Argentina, la 45, entre Chile y Croacia; los
150 países restantes se encontraban colocados mucho más abajo en la escala.
La adopción del IDH fue un gran avance, porque reconoció
los niveles de desarrollo biológico y cultural además del económico. En la
primera edición de este libro así como en el seminario convocado por la
UNESCO en París en 1974, en el de México de 1979 convocado por Gabriel
Valdés, entonces director del PNUD, en un artículo aparecido en 1981 en la
revista Social Indicators Research, y finalmente en mi libro Filosofía
política (2008), propuse incluir algunos indicadores adicionales: de
desigualdad de ingresos, de desarrollo político (o democratización) y de
sostenibilidad (relacionado con el costo de la transfomación de recursos
naturales en mercancías). El grado de desarrrollo integral (o civilización)
sería el promedio de cinco indicadores:
C = (1/5) (H + K + ES + D + S) 12
donde H = esperanza de vida al nacer; K = escolaridad; ES =
seguridad económica; D = desarrollo democrático; y S = desarrollo ambiental
sostenible.
Los dos primeros índices se explican en el U.N. Development
Report. El índice K de escolaridad es un indicador del desarrollo científico
y técnico. El tercero se define así: ES = PIB × tasa de empleo × (1 - índice
de Gini). Los dos últimos se explican en mi libro Filosofía política (Bunge,
2009).
La idea subyacente es que el aprendizaje de ciencias o
técnicas, y no de pedagogía, forma buenos maestros. Es decir, la buena
educación es un subproducto de la ciencia y la técnica. Por ello los países
con mejores estudiantes (como ingleses, alemanes y japoneses) son aquellos
donde los profesores secundarios se forman en universidades, no en institutos
de profesorado (como en EEUU y Argentina).
En resumen, las tesis centrales de este libro son: 1) en la
sociedad moderna la ciencia y la técnica son los motores de la innovación; y
2) el desarrollo auténtico es integral, es decir, biológico, económico,
cultural y político. La primera tesis no implica menospreciar las humanidades
sino negar que sean la avanzada de la cultura, como lo fueron en el
Renacimiento. La segunda tesis implica que los negocios y el ejercicio de la
democracia (la participación política), aunque no bastan, son necesarios para
avanzar. En pocas palabras, el desarrollo no es una recta sino un polígono.
Esto explica en parte por qué fracasó la Unión
Soviética: era políticamente atrasada. También explica por qué Arabia
Saudí, la nación con mayor PIB per cápita, ocupa el puesto 76 mientras que
Cuba ocupa el 50 en desarrollo humano. También explica por qué Cuba no
avanza. Y por qué las naciones escandinavas, las más igualitarias del mundo,
ganan en desarrollo humano y competitividad a EEUU, la mayor potencia
económica del planeta. El desarrollo auténtico es integral. Cuando no lo es,
hay estancamiento o retroceso.
Lo que precede tiene dos consecuencias interesantes. Una es
que los organismos estatales encargados de elaborar políticas de desarrollo
deberían ser multidisciplinarios, en lugar de estar acaparados por
economistas. Otra consecuencia es que dichas políticas, para ser eficaces,
deberían inspirarse en una filosofía social sistémica, es decir, que supere
tanto el individualismo inherente a la teoría económica estándar como el
holismo o globalismo de Aristóteles, Hegel y Parsons. He procurado construir
semejante filosofía social en varias obras (Bunge, 1988, 1999a, 1999b, 2000,
2008, 2012a, 2012b), que han sido objeto de varios estudios críticos (p. ej.,
Weingartner y Dorn, 1990; Barceló, 1991; Van den Berg, 2001; Collins, 2001;
Pickel, 2004; Sadovnikov, 2004; y Wan, 2011).
En resumen, la elaboración de políticas de desarrollo
integral es un problema político digno de ser investigado por equipos
multidisciplinarios basados en una perspectiva filosófica realista y no
subjetivista, materialista y no espiritualista, sistémica y no individualista
ni globalista ni economicista ni culturalista.
Mario Bunge es el más
importante e internacionalmente reconocido filósofo hispanoamericano del siglo
XX. Físico y filósofo de saberes enciclopédicos y permanentemente comprometido
con los valores del laicismo republicano, el socialismo democrático y los derechos
humanos, es profesor del Departamento de Filosofía de la McGill University,
Montreal. Este es el prólogo a la última edición de su libro Ciencia y
Desarrollo.