Foto-composición de Alan Turing |
Un niño prodigio
Video sobre Alan Turing |
A los seis años sus padres le envían al colegio St. Michael,
cuyos docentes se percatan de la precocidad de aquel niño. A los catorce ingresa
en un internado situado a unos 90 kilómetros de Southampton, donde fue
protagonista de una hazaña que recogió puntualmente la prensa local. Era tan
grande la resolución del joven Turing por asistir a la escuela que el primer
día de clase, que coincidió con una huelga de transporte, llegó a recorrer en
solitario esa enorme distancia en bicicleta.
Gaudeamus
Poco antes de terminar sus estudios secundarios, justo en el
año 1930, Turing pierde a su íntimo amigo Christopher Morcom, cuya muerte le
dejó sumido en una profunda tristeza. Un año después ingresa en el King’s
College de Cambridge, donde se gradúa en 1934, tras cursar estudios sobre
Mecánica Cuántica, Cálculos de Probabilidad y Lógica.
Tan sólo había pasado un año desde su graduación cuando es
elegido miembro de la Junta de Gobierno del King’s College, la misma
prestigiosa institución que le abrió sus puertas al aprendizaje poco tiempo
antes. Posteriormente se traslada a Princeton, en el seno de cuyo Institute for
Advanced Study, dirigido por Alonzo Church, pudo conocer a los más célebres
matemáticos del mundo, entre ellos el mismísimo Albert Einstein. Se doctora en
1939 por esta misma Universidad, con una tesis en la que introduce el concepto
de hípercomputación, al tiempo que sigue investigando sobre lógica, álgebra y
teoría de los números.
El Enfant terrible de
los números
En la primavera de 1935, Turing, ya graduado, asiste a un
curso en el que se estudiaba los resultados sobre los dos teoremas sobre la
incompletitud de Gödel y las preguntas de Hilbert sobre la decibilidad. La
decibilidad era una pregunta simple: dada una proposición matemática, ¿existe
un algoritmo que determine si la proposición es verdadera o falsa? Era fácil
encontrar ese algoritmo para muchas de las proposiciones. El problema surgía
cuando se intentaba demostrar que, para ciertas proposiciones, ese algoritmo no
existía. Turing comenzó a trabajar entonces sobre estas ideas.
Hasta que Bertrand Russell y sus paradojas hacen acto de
presencia en el pensamiento científico del siglo XX, se creía que las
Matemáticas eran un templo indestructible. Que era cuestión de paciencia llegar
a la solución de cualquier problema teorético que se planteara. Pero el
austriaco Kurt Gödel y el mismo Alan Turing se erigieron como profanadores de
ese templo, contra el cual lanzaron las piedras de su convencimiento
científico. En el Universo había cosas verdaderas, aunque matemáticamente
indemostrables. Dicho de otro modo: Dios existe, porque las Matemáticas eran
consistentes, pero también el Diablo, porque las había hecho indemostrables.
Otro de los logros de Turing fue, sin duda, su contribución
al estudio de la biología matemática, a cuya investigación se dedicó por entero
al final de su vida, entre 1952 y 1954. La publicación de su estudio sobre los
fundamentos químicos de la morfogénesis vegetal le llevó a comprender la
filotaxis de Fibonacci, o lo que es lo mismo, la existencia de los llamados
números de Fibotacci en las estructuras vegetales. Sus descubrimientos siguen siendo cruciales a
día de hoy, después de que se publicaran en el año 1992.
Una mente prodigiosa
Cuando en 1936 Turing, ya licenciado, redacta su artículo
sobre los números computables, probablemente no podía suponer que iba camino de
convertirse en el auténtico precursor de la era cibernética, el creador del
nuevo concepto de ciencia de la computación. Cierto que no era ingeniero, sino
un teórico de la matemática. Pero no lo es menos que la sistematización de
datos le debe tanto a su mente y a su pluma como a todo el hardware presente en
las entrañas de cualquier ordenador actual que se precie.
En este artículo imprescindible, Turing introduce el
concepto de número definible y reformula los teoremas creados por Gödel, en
1931, sobre el problema de decisión (Entscheidungsproblem) y la computación. Así, sustituye el lenguaje
formal universal de Gödel por unos dispositivos formales simples, conocidos hoy
como Máquina de Turing. Estos dispositivos eran capaces de implementar
cualquier problema matemático mediante un algoritmo, pasando de un estado a
otro con una serie precisa y finita de reglas dependiente de un solo símbolo,
que se leía en una cinta donde podía escribirse o borrarse. A pesar de que su
demostración fue publicada poco después de la equivalente formulada por su
maestro Church, el estudio de Alan Turing es mucho más asequible e intuitivo,
más completo, en definitiva.
Está claro que Turing
sienta las bases sólidas para la ciencia de la computación, partiendo de
su concepción de máquinas abstractas, capaces de procesar símbolos. Lo más
importante es que estas máquinas siguen siendo hoy objeto central de estudio en
la teoría de la computación. Sin embargo, las máquinas de Turing no llegaron a
construirse hasta que, por azares del destino, el científico diseñó un
dispositivo para descifrar los códigos secretos de los nazis.
La máquina 'Enigma' |
Héroe de guerra
La fama de Turing ha estado más ligada a la anécdota.
Anecdótica fue la participación en el desciframiento del código utilizado por
los alemanes en la II Guerra Mundial, que inscribió su nombre en los anales de
la historia. A su regreso a Cambridge, ya como doctor, comenzaron sus
investigaciones para resolver el problema de la encriptación, basadas en la
multiplicación de números primos gigantescos
En 1938 conoce a Robert Lewinsky, joven ingeniero polaco que
había contribuido al diseño de un sistema electromecánico de encriptación en
las comunicaciones. Lewinsky, que era judío, había sido depurado por los nazis.
Así que contactó con el servicio secreto británico, que, al estallar el
conflicto mundial, comisionó a Turing para que en la Escuela de Cifrado y
Codificación de Bletchey Park formara a un grupo de científicos e ingenieros
cuya misión era descifrar el sistema alemán conocido como Enigma.
Estos trabajos le condujeron a la invención de la ‘Bomba’,
una máquina electromecánica que interpretaba los códigos ‘Enigma’ y los
codificadores de teletipos Lorenz-FISH, lo que permitía a los aliados anticipar
los ataques enemigos. Ello supuso una enorme ventaja para la supervivencia
misma del Reino Unido, ya que las comunicaciones de los alemanes por mar y aire
podían intervenirse con facilidad, evitándose con ello miles de muertos. Esta
proeza llegó a convertirle en auténtico héroe aliado, razón por la que fue
condecorado con la Alta Orden del Imperio Británico.
Los trabajos criptográficos de Turing, que, como ya
apuntamos, fueron el detonante de que sus máquinas pensantes se llegaran a
construir, han permanecido en secreto hasta la década de los setenta. Ni
siquiera sus amigos íntimos llegaron a tener constancia de ellos.
El padre de la
cibernética
Está claro que le debemos a Turing el logro de los actuales
ordenadores, aunque algunos hayan intentado, sin éxito, atribuir su invención a
otros que, casualmente, eran menos gays que él. También contribuyó a esclarecer
el enigma de conocer si las máquinas pueden pensar o, lo que es lo mismo, la
idea de inteligencia artificial. Algo que, aunque hoy resulte obvio, en
aquellos años pertenecía al terreno de la ciencia ficción.
Con sus máquinas pensantes, Turing se convirtió en pionero de la ciencia de la computación. Su máquina universal era capaz de resolver cualquier problema mediante la implementación de un algoritmo, alimentada con las instrucciones adecuadas para resolverlo. El parecido de esta idea con el software no es gratuito.
Pero, lo más interesante de todo esto es que la máquina de
Turing no era una entelequia, ya que se podía construir y utilizar manualmente.
Con independencia de ello, Turing da una vuelta de tuerca en este asunto. Su
aproximación filosófica a la máquina es realmente fascinante, cuando formula:
¿es posible distinguir a una máquina de un ser humano? Para dar respuesta a
esta pregunta, nuestro hombre enuncia el Test de Turing, poniendo en entredicho
las nociones simples sobre la conciencia humana y estableciendo la prueba de
cuándo una máquina podía considerarse inteligente.
Finalizada la II Guerra Mundial, Turing diseña uno de los
primeros computadores electrónicos programables digitales en el Laboratorio
Nacional de Física del Reino Unido, con la idea de llevar adelante el proyecto
ACE (Automatic Computing Engine o Motor de Computación Automática) y poco
después trabaja en el software de una de las primitivas computadoras reales, la
Manchester Mark I. en la Universidad de
Manchester. También construye el ordenador llamado Colossus, con el propósito
de descifrar mensajes, que fue el precursor del ENIAC construido en la
Universidad de Pennsylvania dos años después. Como curiosidad, por esta época
también, diseña un programa de ajedrez simulado muy primitivo aún.
Turing, The Queer
Alan Turing no pasaba por ser esa clase de científico sesudo
y despistado, metido en su propio mundo. Sabemos que en sus ratos de ocio era
un deportista consumado (practicaba el remo y el atletismo), amante de la
música (tocaba el violín) y persona socialmente activa. Pero la homofobia
volvió a Turing tímido y solitario, aunque contribuyó a que su heterodoxia
vital gestara ese mismo espíritu brillante y original que impregna su obra.
Con las lógicas precauciones, Alan Turing nunca
disimuló su homosexualidad, aunque la
llevó con la discreción debida al Acta de Secretos Oficiales que, por excluir a
los gays de los criptógrafos estatales, estaba obligado a respetar. Y, a pesar de que la ciencia tradicional la
ignorase, se encuentra en el origen de su curiosidad vital y en el límite de su
aventura científica.
El primer hombre que influyó especialmente en Turing fue un
compañero de colegio un año mayor que él, llamado Christopher Morcom, quien
compartía su pensamiento y sus ideas científicas. Juntos trabajaron
inseparables, hasta que Morcom falleció prematuramente en 1930, lo que causó un
verdadero trauma en el joven Alan, que llegó a presentir la muerte de su amigo
en el momento en que enfermó.
De hecho, Turing comenzó sus primeras investigaciones a raíz
de la muerte de su primer amor. Asolado por su pérdida, Turing se pregunta si
la mente de Christopher seguiría funcionando más allá de su cuerpo, si su
intelecto permanecería activo bajo otras formas no humanas. Todas estas dudas
macabras fueron el motor que alimentó su investigación sobre la inteligencia
artificial. En ello coinciden sus biógrafos, incluida la madre del científico.
Turing nunca renunció a su homosexualidad, si bien sabía del
rechazo social que provocaba y del peligro que representaba para el avance de
sus investigaciones. Pese a ello, tuvo novios y compañeros de lecho
ocasionales, aunque era consciente de que su vida personal se iba deteriorando
por las continuas sospechas que suscitaba entre la gente. En una carta remitida
a su amigo Norman Routledge, Alan expone, al estilo de un falso silogismo, una
irónica reflexión en la que relaciona la homofobia con su test para probar la
inteligencia artificial en los ordenadores. Y así, escribe: Turing cree que las
máquinas piensan, / Turing yace con hombres, / Luego las máquinas no piensan.
Homofobia Made in England
Homofobia Made in England
La misma ley británica que a comienzos del siglo XX enviaba
a la cárcel a Oscar Wilde por acostarse con hombres seguía aún vigente medio
siglo después. Turing, por suerte, había ido esquivando a duras penas esa
espada de Damocles, tal vez debido a la consideración que por él sentían sus
colegas y allegados y por sus méritos indiscutibles como científico, aparte de
su propia discreción.
Un infausto día del año 1952, un Turing ya maduro llegaba a
su casa y sorprendía a uno de sus amantes, Arnold Murray, un jovenzuelo sin
escrúpulos, robando sus pertenencias en compañía de su cómplice. Turing, entre
el abatimiento e indignación, reacciona de forma compulsiva, casi instintiva, y
de un salto se presenta en la Comisaría de Policía más cercana para denunciar
el robo. Los agentes le interrogan sobre el asunto. Turing, como un niño
inconsciente, lo va contando todo. Que le robaron. Que entraron con una llave.
Que uno de los denunciados era su amante, aunque sólo habían dormido juntos un
par de noches. Que había tenido novios, pero que en ese momento no tenía una
relación estable. Que sólo se acostaba con hombres…
A los pocos días, Turing vuelve a casa, como de costumbre,
abre su buzón y encuentra una carta en la que se le denuncia por “incidencia
grave y perversión sexual”, procesado bajo la Sección 11 de la Criminal Law
Amendment Act 1885 y citado a comparecer ante el Juzgado por sus actos de
sodomía. Pronto se celebra el juicio. Durante el proceso Turing nunca se
retracta de amar a los hombres. El juez le da a elegir entre la cárcel o el
arresto domiciliario, con la compensación de proseguir con sus investigaciones,
pero sometiéndose también a un tratamiento aún no testado a base de estrógenos,
con el propósito de debilitar su ‘desviación’ sexual.
Turing acepta la segunda opción, tal vez debido a su
espíritu innato hacia la experimentación, alimentado por el hecho de ser su
propio cobaya. Lo cierto es que el tratamiento dio como resultado evidentes signos
de insomnio, ansiedad, vértigo, incapacidad de concentración… Por si esto no
fuera suficiente, engordó más de lo debido, los pechos le crecieron y, peor
aún, quedó impotente. Otros efectos colaterales no menos dañinos fueron el
escarnio público y la expulsión de su puesto como decodificador. Hasta su
propio hermano había declarado que se sentía vergüenza de Alan.
La manzana de la
discordia
Durante los casi dos años que siguieron a su condena,
recluido en su casa de Cheshire, Turing no abandonó del todo sus actividades
científicas, aunque tenía cada vez más mermadas sus facultades. Dos años de
calvario eran más que suficientes para que decidiera poner fin a su vida,
incapaz de resistir tanto dolor. Y lo hizo al más clásico estilo de su cuento
de hadas favorito, Blancanieves, aunque sin el final feliz de la ficción.
Un 7 de junio del año 1954, Turing compró una bolsa de
manzanas, eligió la más roja y hermosa de todas ellas, le inyectó una buena
dosis de cianuro y le dio un mordisco. La dosis era tan letal que Turing no
pudo apurar su segundo bocado. Al día siguiente, le encontraron muerto con la
manzana mordida en la mano... La misma manzana que Steve Jobs colocaría después
como distintivo de la marca en la portada de su primer Mac.
Aunque su madre negara el suicidio, probablemente por
motivos religiosos, casi todos sus biógrafos coinciden en este punto. Sea como
fuere, lo cierto es que nadie merecía haber tenido un final así, menos aún
tratándose de un hombre, como Turing, que tanto bien hizo a la Humanidad.
Discretos reconocimientos a su figura han ido sucediéndose
de un tiempo a esta parte. Muchos son los galardones, estatuas y placas que
llevan su nombre, sobre todo vinculados a la universidad de Manchester, donde
transcurrieron sus últimos años. El más sonado de todos fue la disculpa pública
que el primer ministro británico, Gordon Brown, le dio a titulo póstumo en
nombre del gobierno el 10 de septiembre del 2009. El comunicado oficial del
mandatario se produjo tras algunas movilizaciones ciudadanas que habían
promovido un acto de desagravio en su memoria.
Justa recompensa, aunque tardía, para rehabilitar ante el
mundo la figura de Alan Turing, ese hombre excepcional que, gracias a su
inteligencia, coraje y esfuerzo, dio pleno sentido a una simple manzana
mordida.
Frases de Alan Turing
para el recuerdo
«Las máquinas me sorprenden con mucha frecuencia».
«La idea detrás de los computadores digitales puede explicarse diciendo que estas máquinas están destinadas a llevar a cabo cualquier operación que pueda ser realizado por un equipo humano».
«Una computadora puede ser llamada "inteligente" si logra engañar a una persona haciéndole creer que es un humano».
«Sólo podemos ver poco del futuro, pero lo suficiente para darnos cuenta de que hay mucho que hacer».
«Un hombre provisto de papel, lápiz y goma, y con sujeción a una disciplina estricta, es en efecto una máquina de Turing universal».
«Supuestamente el cerebro humano es algo parecido a una libreta que se adquiere en la papelería: muy poco mecanismo y muchas hojas en blanco».
«En vez de intentar producir un programa que simule la mente adulta, ¿por qué no tratar de producir uno que simule la mente del niño? Si ésta se sometiera entonces a un curso educativo adecuado se obtendría el cerebro de adulto».