En la imagen: Johannes Kepler & Tycho Brahe |
Especial para La Página |
Los investigadores de ovnis suelen proceder todos de un modo
similar a la hora de fundamentar los hechos que involucran extraterrestres y
naves espaciales. Penetrados por un pseudo empirismo derivado, o más bien
derrapado, de un positivismo que nunca asimilaron ni comprendieron, buscan
presentar testigos que aseguren haber visto lo mismo con lujo de detalle.
Siempre es bueno disfrazarse de un buen positivista en los medios, por algún
motivo la gente se convence de la verdad de lo aseverado, aún cuando quien está
detrás de las cámaras es, en el mejor de los casos, un buen embustero.
detrás de las cámaras es, en el mejor de los casos, un buen embustero.
Ignorantes de que un millón de indicios no hacen verdadera
una conjetura, estos personajes insisten en acumular datos observacionales de
dudosa procedencia. Así es como tenemos que soportar largas presentaciones de
testimonios y hasta dibujos impresentables de escaso valor estético realizados
por variopintos personajes, todos convocados en la misma audición o documental
afirmando haber visto una nave extraterrestre navegando plácidamente por sus
barrios, mientras degustaban un aperitivo, cuando en realidad fueron testigos
de los más diversos fenómenos meteorológicos, vuelo de satélites u aviones o
globos lanzados por algún animador infantil distraído.
Esta creencia no es privativa de los afamados ufólogos.
También la tenemos en el sentido común cuando éste se enfoca en la evaluación
de lo que los científicos hacen para acrecentar el corpus de conocimientos de
la humanidad. Así, las tesis adquieren estatus cuando muchos académicos ven y
dicen lo mismo. Y un artefacto acelerador de partículas puede, gracias a la
magna obra de mentes brillantes, convertirse en la “máquina de dios”, y un gen
puede ser el “gen de la infidelidad”.
Popper insistía (en rigor, era una petición de principio)
debilitando afirmaciones tan contundentes y resaltando el hecho de que los
científicos en realidad deberían trabajar más para refutar las hipótesis de sus
pares que para corroborarlas. Pero sus palabras vuelan en el viento y se hacen
trizas frente a un pseudo positivismo ramplón esparcido por los medios de
comunicación a troche y moche que pretende instaurar que los hechos se hacen
fuertes y definitivos cuando muchos afamados y respetables científicos y/o
legos los corroboran. El tema de la verdad está más incrustado en la
imaginación de los periodistas y opinólogos o en la imaginación febril de los
científicos jubilados dedicados a emprender altos vuelos filosóficos que en el
devenir de la ciencia misma más preocupada por las patentes y los subsidios que
por incursionar en pretenciosas cuestiones metafísicas.
Como quiera que sea, la historia muestra que lejos de ser un
dato incontrastable, en realidad, en sendas ocasiones, con ver lo mismo no
alcanza para nada. Y la verificación se diluye ante el rigor de los marcos
teóricos y los presupuestos que hacen de la ciencia algo mucho más denso que
esa liviana consigna de levantar datos empíricos y clasificar lógicamente lo
relevado.
Durante la afamada Revolución Científica de los siglos XVI y
XVII, ese proceso que articuló una serie de presupuestos y teorías que
condujeron a los científicos hacia el modelo moderno de cientificidad, muchos
vieron lo que otros habían o estaban viendo, sólo que con otros ojos u otras
mentalidades. Tenemos múltiples ejemplos de que con sólo mirar no se construyen
teorías.
Es conocido el pasaje de la famosa obra de Bertolt Brecht,
Galileo Galilei, en el que el afamado astrónomo invita a un amigo fraile a ver
la Luna por el novedoso telescopio. Mientras discuten acerca de lo observado,
Galileo trata de demostrar que lejos de la concepción aristotélica, que
consideraba el satélite un cuerpo perfecto cual bola de billar, éste presentaba
una superficie rugosa con montañas. El monje, por su parte, insistía tozudamente
que el estagirita tenía razón, que había allí perfección, que una prístina
cúpula de éter perfecto cubría eso que Galileo veía como irregular. Entonces,
el extraordinario florentino replicó que esa prístina cúpula copiaba a la
perfección las irregularidades montañosas y como resultado último de la
cuestión, la Luna presentaba, en realidad, una forma para nada perfecta
semejante a la de una bola de billar. Ambos veían lo mismo. Sin embargo, algo
más jugaba a la hora de sacar conclusiones: presupuestos metafísicos, modelos
de cientificidad, lógicas diversas. Sendos combos teóricos diferentes guiaban
la experiencia y hacían que un personaje viera una cosa y el otro viera otra
distinta.
Este trabajo recoge también un par de casos particulares en
la historia de la astronomía. Los de dos genios, Tycho Brahe (1546 – 1601) y
Johannes Kepler (1571 – 1630), empleador y empleado respectivamente, calculador
medidos preciso y heredero de las valiosos tablas con registros del danés, que
ven el mismo fenómeno que sus predecesores pero anticipan resultados
diferentes, marcando el camino hacia la disolución definitiva del modelo
antiguo de cientificidad y, en particular, hacia el derrumbe del cielo
aristotélico. Ambos astrónomos también coinciden en lo que ven. Aún así, hay un
proceso que hará que uno profundice más que el otro las conclusiones obtenidas
a partir de la experiencia. Kepler ajusta más que su predecesor sus
presupuestos y teoría a la observación, animándose a dar un salto mayor.
Tycho y Johannes cruzan sus recorridos en 1600. En octubre,
Kepler viajó a Praga invitado por Brahe tras haberse interesando en algunos de
los trabajos del alemán. Pasaron una temporada de trabajo juntos y al fallecer
Tycho Brahe un años después dela llegada de Kepler, éste lo reemplazó en el
cargo de matemático imperial de Rodolfo II, trabajando como consejero
astrológico del monarca. Kepler había heredado las precisas tablas astrales que
Tycho Brahe había confeccionado rigurosamente tras años de trabajo.
Pero como decía, volviendo al trabajo propiamente dicho de
ambos astrónomos, tanto Tycho como Kepler ven y registran lo que actualmente
sabemos fue la aparición en el cielo de dos supernovas diferentes en distintos
períodos de tiempo. El total dominio del mapa celeste hace que ambos astrónomos
puedan dar cuenta de la percepción de una novedad, una estrella nueva, cada una
aparecida en dos constelaciones diferentes, primero Brahe en la de Cassiopeia
(Casiopea), luego Kepler en la de Serpentario (La Serpiente). Mientras sus
predecesores ajustados al modelo antiguo de cientificidad, fieles seguidores de
la cosmología aristotélica, sostenían que dichos fenómenos no podían darse en
el sector supra lunar por ser éste invariante, inmutable, y trataban la cosa
como sucesos atmosféricos, estos dos genios midieron con precisión en qué
ámbito se daban los hechos, descubriendo que se trataba de fenómenos supra
lunares. Fue el dominio del paradigama antiguo lo que les permitió, en términos
kuhneanos[1], registrar la
anomalía y fue su anti dogmatismo y capacidad de innovación lo que les
posibilitó leer de diferente modo los hechos, indagar y descubrir lo nuevo.
Repasemos muy rápidamente los hechos y dejando al lector la
inquietud que pueda despertar sus ganas de profundizar en la cuestión.
En 1572, a los 26 años, Tycho Brahe registró una nueva luz,
algo similar a una estrella en la constelación de Casiopea. Como en aquel
entonces era hegemónica la idea de la inmutabilidad del cielo, resultaba
imposible sostener que lo que se estaba dando era la aparición de nuevas
estrellas. Sin embargo, algo llamó poderosamente la atención del astrónomo de
Escania. En efecto, el brillo de este nuevo astro era muy fuerte destacándose
del sus vecinas estrellas. La estrella nueva (en latín, Stella Nova tal
como la llamó) era tan brillante que inclusive podía verse a la luz del día.
Tras unos meses fue debilitándose hasta dejar de ser visible en 1574. Tycho no
dejó pasar los hechos y publicó sus observaciones en un tratado titulado De
Stella Nova convirtiéndose en un referente de sus colegas astrónomos.
Como decía, Brahe no fue el primero en notar la aparición de
esta estrella nueva. Sin embargo, sus destacadas observaciones y
mediciones de la evolución de su brillo junto con el cálculo de su
posición en el cosmos hicieron que el danés pasara a la historia como un
innovador.
Treinta y dos años más tarde, en 1606, Johannes Kepler
publicó también un tratado titulado De Stella Nova registrando la
observación de una estrella nueva de 1604 visible en la constelación de
Serpentario (hoy denominada Ofiuco). No caben dudas de que el alemán estaba al
tanto y había leído el tratado anterior publicado por Brahe. La influencia de
uno por sobre el otro es clara y la coincidencia en el título del trabajo e
interés por registrar los mismos fenómenos la reafirmaría.
Las mediciones de paralaje realizadas por Kepler demostraron
que las estrella nueva por el registrada así como la vista por su viejo
predecesor Tycho en Casiopea se entraban mucho más lejos de la Luna como para
considerarla un fenómeno sub lunar o atmosférico con lo cual se derribaba la
tesis clásica de la inmutabilidad de los cielos.
Hoy sabemos que eso que estos viejos astrónomos veían eras
dos supernovas, sendas explosiones estelares que pueden notarse allí donde
antes nada era visible. Las viejas stellae novae (estrellas nuevas) hoy
son las modernas supernovas. Una caja de herramientas teóricas repletas de
cuantos y relatividad permiten a los astrofísicos explicar sus espectaculares
estallidos. Lejos quedan en el horizonte las insinuaciones keplerianas o
tychianas. Sin embargo, algo engrandece la figura de estos personajes del siglo
XVI, mientras los recordamos como los primeros que se animaron a comenzar a
desarmar el rígido esquema de mundo antiguo, iniciando un proceso que llevará a
Newton primero y a la Relatividad y la Física Cuántica después.
[1] Para ampliar
puede consultarse Kuhn (1988), La Estructura de las Revoluciones
Científicas, Fondo de Cultura Económica, Mexico.