“La conciencia es la que otorga al ejercicio de todo acto de
vida su color de sangre, su matiz cruel, pues se sobre entiende que la vida es
siempre la muerte de alguien.”: Antonin Artaud.
Pareciera ser que existen ciertos protocolos
de lectura que van instituyendo y colonizando una obra, un pensamiento. Sobre
aquellos, luego se producen dislocaciones y desdoblamientos que objetan o
impugnan sus condiciones, sus gramáticas, y emergen así otros litigios
interpretativos, que producen nuevas aperturas, pero también nuevas
re-inscripciones. Se abre así un juego interminable de disputas, claves e
inflexiones que recaen, una y otra vez, sobre un cuerpo de enunciados posibles.
La interpretación se despliega como un incesante juego de fuerzas, un batallar,
un forcejeo irreductible e inconmensurable.
Cada discurso se constituye e
inscribe en un plexo infinito de articulaciones e imbricaciones que tornan
posible ¾en principio¾ toda lectura y apropiación. No ha de extrañar entonces que, Michel
Foucault, como vocablo, devenga lugar, devenga firma, se convierta en nombre e
institución, se configure y desfigure subrepticiamente en esa expansiva y
estallada superficie textual. Así, el vocativo Foucault irrumpe también como
aquella “caja de herramientas” múltiple y evanescente, cuyos usos y
apropiaciones su dibujan desde condiciones de legitimidad específicas,
accidentadas, configurantes, pero también disolventes.
De ello parece estar resuelto Foucault al
prologar la segunda reedición de la Historia de la Locura en 1972. “Se produce
un libro: acontecimiento minúsculo, pequeño objeto manuable. Desde entonces, es
arrastrado a un incesante juego de repeticiones; sus “dobles”, a su alrededor y
muy lejos de él, se ponen a pulular; cada lectura le da, por un instante, un
cuerpo impalpable y único; circulan fragmentos de él mismo que se hacen pasar
por él, que, según se cree, lo contienen casi por entero y en los cuales
finalmente, le ocurre que encuentra refugio; los comentarios lo desdoblan,
otros discursos donde finalmente debe aparecer él mismo, confesar lo que se
había negado a decir, librarse de lo que ostentosamente simulaba ser”.[1]
Abundancia de narraciones destacan la relación
de Foucault con la locura, con la crítica de las instituciones, con el examen
del discurso. Se ha situado a Foucault como el “gran pensador del poder”, de
los mecanismos de represión, de las instituciones de captura, del replanteo de
la historia, de la epistemología o la filosofía de la ciencia, etc. Sin
embargo, todas esas vetas que parecieran cristalizar o monumentalizar el pensar
foucaultiano, se entrecruzan en vértices múltiples dislocando su propio centro
de fijación. Estas insistencias de lectura ¾muchas de las cuales hemos importado y explotado¾, se regeneran sincréticamente, produciendo nuevas mutaciones y
alteraciones.
En sociedades extraordinariamente
represivas como las nuestras, desde luego el “dispositivo Foucault[2]” comporta utilidad. Foucault deviene
“nombre-guerra”, un signo que sirve para acusar castigos, advertir vigilancias,
visibilizar capturas y detectar emboscadas. Este dispositivo no sólo produce
gran rendimiento para denunciar las manifestaciones más grotescas y ruidosas
“del poder”, sino que ¾muy
especialmente¾, ejerce una mirada sigilosa, subrepticia
y astuta; se da a la escucha de los silentes engranajes y maquínicas
represivas, susurra una voz que nombra y desactiva los sutiles y naturalizados
artilugios de la dominación. En nuestros países, donde la cárcel, el
psiquiátrico, los hospitales, las escuelas, y las fábricas conservan un extraño
“parecido de familia”, ciertamente, el “dispositivo Foucault” constituye una
estrategia de conjuro y elucidación de la dominación. No porque proporcione la
totalidad de las herramientas analíticas, no porque de él deriven todas las
definiciones suficientes y necesarias, ni porque se traduzca fácilmente a un
catálogo para la “liberación”, sino porque enseña otro modo de mirar.
De modo que el vocativo Foucault pareciera
prefigurar un campo, deviene él mismo en formaciones discursivas, en
regularidades, series, insistencias, repeticiones. “Foucault locura”, “Foucault
cárcel”, “Foucault poder”, “Foucault represión”, “Foucault sexo”, transgresión,
deseo y muerte.
Sin embargo, asimismo como la repetición
instituye, también podríamos decir que la propia repetición destruye y
reconstruye. En la repetición de lo mismo, emerge una extrañeza. De tanto ser
repetida, la palabra trae algo nuevo, parece extraña. De tantas veces
repetirla, la desvinculamos de su asignación, parece ya no ser la misma, en su
misma sonoridad algo otro ha irrumpido. En su repetición aparece su
dislocación, y lo que teníamos a la mano se reinscribe como una nueva irrupción
desfigurada. Motivo que nos lleva a familiarizarla, volver a repetir y escuchar
su sonoridad, una y otra vez, para volver a docilizarla, cercarla,
apropiárnosla en su eterna e incesante repetición. Así, Foucault, adviene
murmullo escandaloso, palabra incesante, impenetrable, viscosa, irritante,
escurridiza, oculta, sigilosa, opaca, centelleante.
Sobre esta retícula infinita de nombramientos
y conquistas, cabría desplegar un desdibujamiento más a los delineados
contornos del pensamiento foucaultiano. Dicho gesto no se ampara en la cándida
pretensión de arbitrar o administrar los procesos y fronteras del “correcto
interpretar”. Antes bien, en el deseo y la posibilidad de trazar otras
disquisiciones y aperturas, cuyos límites y horizontes resultan todavía
inagotables. Trátase, entonces, de un extravío, un extraviar. Extraviar
lecturas, extraviar-se en la lectura. Un “mal interpretar” ciertos signos que
conducen a otros motivos, otras cesuras y escansiones, trazar otros
desperfiles, deslizar otras rutas y periplos por los sombríos dobleces
foucaultianos. Extraviarnos para que, eventualmente, pudiéramos
re-encontrarnos, dentro de la propia pérdida, una vez más, extraviados al
interior de sus opacos laberintos. Así, habilitar otras claves de lectura que
inviten a un autor distinto a la “repetición convencional”. Jugar con la
repetición del vocablo Foucault y dejar advenir su extrañeza, un juego que deje
venir a un Foucault más allá del “poder”, más allá de la “represión” “más allá
de la crítica de las instituciones” y más allá de la teratología.
Como aproximación preliminar, sugerimos tres
breves anotaciones, destinadas a surcar grietas, explorar senderos, dentro de
las múltiples texturas y accidentes, de esta extensa, móvil y escarpada
topografía discursiva. Primero, un tensionamiento a la modelización mecánica
que organiza y reduce el pensar de Foucault a un esquema de tres etapas.
Segundo, la insistencia en el problema del lenguaje como punto ontológico
radical para el pensar foucaultiano. Tercero, destacar la crucial relevancia de
la estética de la existencia como una estética-trágica, constitutiva de un
gesto propiamente nietzscheano.
Quizá la primera anotación se destine a
cuestionar, o matizar, aquella caracterización modélica de tres etapas del
pensar de Foucault: Arqueología, Genealogía y Ética. Cada una de ellas, se ha
dicho con insistencia ¾incluso por
el propio Foucault¾, parece ser definida por un motivo
problemático medular. Así la arqueología ha sido descrita como una ontología
histórica de nosotros mismos acerca de cómo llegamos a configurarnos en sujetos
de saber. La genealogía sería la ontología histórica de la configuración en
sujetos de poder, y la ética-estética lo sería sobre la emergencia de sujetos
morales[3]. Pareciera entonces conformarse un orden
progresivo que examina, primero, el saber; segundo, el poder y tercero, la
subjetividad moral. Sin embargo, esto sugeriría la idea de un “sistema”, unas
estructuras y unas etapas de desarrollo; el pensar foucaultiano como un
“modelo” lógico, geométrico, cronológico. Además, desliza un modelo esperanzado
en el saber, frente al cual van desfilando distintos objetos, los que irían
progresivamente develándose, hasta alcanzar su fundamento. Así leído, no sería
extraño pensar que el problema del saber fue lo primero, y que en su complejidad
esencial se ocultaba un problema segundo y más profundo, cuyo fondo explicativo
no era sino “el poder”, el cual deriva en un momento tercero, y más esencial
todavía, que sería la naturaleza de lo moral. Así, el pensar foucaultiano
aparece lógico, mecánico, sistémico, progresivo, un optimismo teórico.
Esta lectura reposa sobre una paradoja. Remite
a la idea de un plan general, a la noción de proyecto, de un esquema, un
programa de escritura pre-resuelto, conducido y gobernado por la soberanía de
la voluntad ¾cuyas figuras institucionales más
cristalizadas, bien pudieran ser las nociones de “autor” y de “obra”¾. Lo que inquieta de esa interpretación es que Foucault comparece como
un sujeto de pensamiento, de escritura y de habla pre-clara, como si fuese una
entidad pre-existente, pre-constituida, cuya obra no sería sino la
manifestación de su autonomía pre-discursiva. ¿Cuál es la paradoja? Que
Foucault es leído, extrañamente, como sujeto trascendental. Frente a esto,
cabría la posibilidad no sólo de extraviar a Foucault, como un “mal
interpretarlo”, sino que además permitir al “autor” su propio extravío, su
propio naufragio, un Foucault no pre-claro, sino que más incierto, a la deriva,
frágil, precario.
Para porfiar la inscripción instituida, se
podría hacer hablar otros textos, citar otras fechas, describir otras escenas,
pronunciar otras lenguas, y, curiosamente, retorciendo el orden de ese esquema,
ejerciendo cierta violencia interpretativa, quizá se pueda disolver ¾al menos por un instante fugaz¾, aquel
Foucault que engendra y cristaliza la incesante cópula entre la institución
académica y la industria editorial. Dislocando las piezas y cronologías
dispuestas, eventualmente, sería posible hacer venir un “autor distinto”, quizá
no tan diferente al “Foucault convencional”, pero al menos, ya no el mismo. Si
le prestásemos atención a otros recovecos, pliegues y cesuras, quizá el autor
que aparezca porte un rostro distinto, otra vez desfigurado.
Se podría operar en dos líneas argumentales.
Primero, que la separación entre arqueología, genealogía y ética, se torna cada
vez más problemática si rastreásemos algunas señas que podrían desarmar esta
pretendida modélica-mecánica. Por ejemplo, que el problema del poder y la
subjetividad están, de diversos modos, plenamente inscritos y alojados ya en la
dimensión arqueológica, aún cuando su tratamiento sea distinto y descentrado.
Si examinásemos atentamente la noción misma de arqueología, en su composición,
bien pudiérase atestiguar la presencia de la expresión arkhé, con todas sus
derivaciones y declinaciones. Asimismo, la expresión logía, logos. De suerte
que la noción misma de arqueo-logía, incuba aquella relación entre saber y
poder. Esto también se haría patente en la accidentada noción de episteme,
donde su propia etimología sugiere dicha relación saber-poder. Pero, desde
luego, no se trata ¾en absoluto¾, de establecer aquella lectura de naturaleza conspirativa que ausculta
en el saber unas oscuras maquinaciones, de unos siniestros agentes que detentan
el poder. En Foucault no se trata ni de “manipulación”, ni de “ideología”,
antes bien, de observar las co-implicaciones entre la configuración de ciertos
regímenes y formaciones discursivas, sus efectos de verdad, sus prácticas, sus
operaciones y juegos de fuerzas.
No sólo cabría examinar los propios vocablos y
nomenclaturas, sino observar la temática que se construye y la analítica que se
ejercita. Por ejemplo, si remitiésemos a tempranos trabajos de Foucault ¾sindicados como arqueológicos¾,
“Enfermedad mental y personalidad” (1955), “Historia de la locura en la época
clásica” (1962), “El nacimiento de la clínica” (1963), “Las palabras y las
cosas” (1966), o “La arqueología del saber” (1969), bien se podría, en todos
ellos, pesquisar e identificar, aquellos múltiples rasgos, no referenciales,
sino analíticos, que se construyen mediante una reflexividad que cruza y se
constituye a partir del plexo verdad, subjetividad, poder. Por de pronto,
permítasenos una acotada ilustración.
Ya en “Historia de la locura” Foucault instala
alguna relación de cooperación, pero también de tensión entre un cierto orden
del saber y ciertas prácticas e instituciones de poder. “Desde luego, un hecho
está claro: el Hôpital Général no es un establecimiento médico. Es más bien una
estructura semijurídica, una especie de entidad administrativa, que al lado de
los poderes de antemano constituidos y fuera de los tribunales, decide, juzga y
ejecuta”.[4] Foucault cita el decreto de fundación
del Hôpital Général, en 1656, que en su artículo XII dice que como medios de
orden y control sobre los internos: “... los directores tendrán estacas y
argollas de suplicio, prisiones y mazmorras, en el dicho hospital y lugares que
de él dependan, como ellos lo juzguen conveniente, sin que se puedan apelar las
ordenanzas que serán redactadas por los directores”.[5]
Además, Foucault destaca un hecho de relevancia, y es que la institución del
Hôpital Général ¾tal como establece dicho decreto, en su
artículo XI y XIII¾, ejerce su dominio sobre todos los pobres
de París. “Todos son afectados ahora al servicio de los pobres de París, de
todos los sexos, lugares y edades, de cualquier calidad y nacimiento, y en
cualquier estado en que se encuentren, válidos e inválidos, enfermos o
convalecientes, curables o incurables”.[6] Acerca de las
facultades de los directores, el decreto dice que...“Tienen todo poder de
autoridad, de dirección, de administración, de comercio, de policía, de
jurisdicción, de corrección y de sanción, sobre todos los pobres de París,
tanto dentro como fuera del Hôpital Général”.[7] Por lo cual
Foucault concluye que se trata entonces de una: “Soberanía casi absoluta,
jurisdicción sin apelación, derecho de ejecución contra el cual nada puede
hacerse valer; el Hôpital Général es un extraño poder que el rey establece entre
la policía y la justicia, en los límites de la ley: es el tercer orden de la
represión (...) En su funcionamiento, o en su objeto, el Hôpital Général no
tiene relación con ninguna idea médica. Es una instancia del orden, del orden
monárquico y burgués que se organiza en Francia en esta misma época”.[8] Foucault advierte que en la emergencia
de estas instituciones ¾de las
cuales participa el Estado, el saber médico, clínico y ciertamente la iglesia¾, se opera un cambio en las formas de percibir y comprender la
experiencia de la miseria y con ello acusa la configuración de un nuevo orden.
Trátase de la necesidad de conexión entre el
orden jurídico, político y económico con los sistemas de saber. Pero este
tramado discursivo e institucional no se reduce a un mero “encubrir” o
“legitimar” condiciones de opresión, se trata radicalmente de la emergencia y
configuración de un diagrama comprensivo, de una cierta racionalidad ¾se trataría de una episteme¾, en cuanto
remite a un conjunto de regularidades y formalizaciones discursivas que
organizan y componen las prácticas de saber y los efectos de verdad de una
época. En este contexto tendría lugar el fenómeno de la internación que se
propagaría por la mayor parte de Europa. “Es necesario recordar que, pocos años
después de su fundación, solamente en el Hôpital Général de París estaban
encerradas 6 mil personas, o sea aproximadamente 1% de la población”.[9] Según Foucault, lo que se produce es
otra experiencia del orden, la necesidad de internar y controlar, pero por
sobre todo, la necesidad de saber, de comprender y categorizar aquello que se
confina[10]. “...una nueva sensibilidad ante la
miseria y los deberes de asistencia, nuevas formas de reacción frente a los
problemas económicos del desempleo y de la ociosidad, una nueva ética del
trabajo, y también el sueño de una ciudad donde la obligación moral se
confundiría con la ley civil, merced a las formas autoritarias del
constreñimiento”[11]. “...va a nacer una experiencia de lo político
que no hablará ya de una glorificación del dolor, ni de una salvación común a
la Pobreza y a la Caridad, que no hablará al hombre más que de sus deberes para
con la sociedad y que mostrará en el miserable a la vez un efecto del desorden
y un obstáculo al orden. (...) De una experiencia religiosa que la santifica,
pasa a una concepción moral que la condena. Las grandes casas de internamiento
se encuentran al término de esta evolución: laicización de la caridad, sin
duda; pero, oscuramente, también castigo moral de la miseria”.[12] Bástennos aquellas indicaciones para
advertir que así podríamos graficar esta analítica que cruza y constituye la
relación entre regímenes de verdad, poder y subjetividad, en cualquiera de los
otros “textos arqueológicos”. Decir por ejemplo, que en “El nacimiento de la
clínica”, el régimen de representación, la mirada médica ¾como dispositivo discursivo que objetiva una forma-hombre¾, torna visible los reveses sombríos del cuerpo, re-funda una
naturaleza estableciendo las distinciones entre lo sano y lo enfermo, disponiendo
el régimen de signos de lo normal y lo patológico, al tiempo que delimita la
frontera entre vida y muerte[13]. Del mismo modo,
en “Las palabras y las cosas”, podría extensamente detallarse aquella mutación
de la época clásica a la época moderna, observando la irrupción y formación de
ciertas series discursivas ¾Biología,
Lingüística y Economía¾, que
objetivan y dan nacimiento a la figura del hombre[14].
Sin embargo, en una segunda línea argumental,
se podría intentar desmantelar la fijación de esta organización mecánica, si
des-organizáramos “la obra” foucaultiana, ahora más bien como una deriva, no
como unidad centrada, geométrica, monolítica y pre-dispuesta. Sino visibilizar
sus rizomas, su régimen de emergencia, de procedencia, la irrupción del propio devenir
foucaultiano[15], es decir,
considerar su propia condición acontecimental, múltiple, des-centrada y
des-localizada. Por ejemplo, sugerir otras disposiciones y lecturas, poner a
circular la “Introducción a Binswanger”[16],
(Le Rêve et L’Existence), de 1954, donde curiosamente son otras las voces que
ahí parecen susurrar, otras las complicidades, otras las insistencias y las
figuras que habrán de aparecer. Si contemplásemos en su brincar y nos diéramos
a la escucha de su croar, qué traerían consigo los signos de aquel prefacio a
Jean Pierre Brisset, “El ciclo de las ranas”[17],
de 1962. Si abrigásemos, tan sólo en una fracción de tiempo y en un trozo de
piel, aquel desgarro de Pauliska, en “Un saber tan cruel”[18],
de 1962. Si padeciéramos nuestro más bello y radical desvanecimiento en el
portal de la muerte, en “El lenguaje al infinito”[19],
de 1963. Si abrazáramos nuestro suicidio con la mágica fascinación de quien
emprende un primer amor, como en “Un placer tan sencillo”[20],
de 1979. ¿Qué (nos) ocurriría si pusiésemos a flotar aquellos textos sin datas,
sin nombres, sin rostros, sin firmas, y luego volviésemos a surcar, curvar,
danzar, una y otra vez, sobre cada uno de sus infinitos pliegues? ¿qué cruces,
encuentros y desencuentros, qué apariciones y evaporaciones podrían tener
lugar? ¿qué melodías, trazos, compases, espectros, colores, texturas y
ensoñaciones no tardarían en asomar? ¿qué disoluciones operarían sobre “el
autor”, sobre “la obra” y “su lector”?
Una segunda anotación remite a la gravedad y
liviandad del lenguaje en el pensar foucaultiano. La gravedad del lenguaje en
Foucault está determinada por su profundidad y radicalidad. El lenguaje no se
reduciría a un mero “objeto de estudio”, el lenguaje no sería tan sólo un
utensilio expresivo, o una regla de constitución formal. No se trataría tan
sólo de observar las rupturas que el lenguaje comporta para el pensamiento
clásico, ni de aquellas mutaciones y continuidades entre el estudio de la
gramática general, la Logique de Port-Royal y la conformación de la Ciencia Lingüística,
no se trataría tampoco de un “mero conjunto de extravagancias semióticas” al
interior de una crítica literaria. Radicalmente dicho, en Foucault el lenguaje
está sobrecogido por una gravedad ontológica. Esta gravedad se despliega y
comporta en su reverso, cual es, aquella liviandad estilística, su ligereza
estética, su melódica evanescencia, su poética corrosiva. Gravedad y liviandad
en el lenguaje foucaultiano danzan y se entrecruzan tejiendo una filigrana
estética-ontológica.
Múltiples ilustraciones podrían aquí evocarse,
pues, ellas no sólo abundan y proliferan al interior de la fraseología
foucaultiana, sino que, más propiamente, constituyen su pensamiento. “En el
discurso que hoy debo pronunciar, y en todos aquellos que, quizá durante años, habré
de pronunciar aquí, habría preferido poder deslizarme subrepticiamente. Más que
tomar la palabra, habría preferido verme envuelto por ella y transportado más
allá de todo posible inicio. Me habría gustado darme cuenta de que en el
momento de ponerme a hablar ya me precedía una voz sin nombre desde hacía mucho
tiempo: me habría bastado entonces encadenar, proseguir la frase, introducirme
sin ser advertido en sus intersticios, como si ella me hubiera hecho señas
quedándose, un momento interrumpida. No habría habido por tanto inicio; y en
lugar de ser aquel de quien procede el discurso, yo sería más bien una pequeña
laguna en el azar de su desarrollo, el punto de su posible desaparición”.[21] En este subrepticio deslizarse Foucault
re-instala y despliega una problematicidad cuyo espesor y complejidad resulta
todavía insondable. En virtud de la brevedad, señalemos tan sólo tres acotados,
pero delicadísimos aspectos. Primero, la elisión entre ontología y lenguaje.
Este intrincado merodear que las palabras, los signos, los gestos, los
silencios, las cosas, las existencias y su retiro, traman como un sobrevuelo
del lenguaje sobre el imperio ontológico. Segundo, el lugar del hombre en el
lenguaje, en su aparecer y desaparecer, como crítica a la ontología antropocéntrica.
La irrupción antropológica como la ficción y ensoñación labrada mediante
retículas sígnicas. Tercero, el lenguaje como poética fundadora, como arte de
la creación y de la invención. La finitud del hombre como límite y escansión de
este re-pliegue entre el ser del lenguaje y el lenguaje del ser.
Estos tres vórtices problemáticos se desplazan
y derivan sigilosamente por las múltiples regiones, tiempos y registros del
pensar foucaultiano. Ilustremos con algunas piezas: Las palabras y las cosas
(1966): “...el lenguaje llega a surgir para sí mismo en un acto de escribir que
no designa más que a sí mismo... Y he aquí que en este espacio
filosófico-filológico que Nietzsche abrió para nosotros, surgió el lenguaje de
acuerdo con una multiplicidad enigmática que había que dominar... La gran tarea
a la que se dedicó Mallarmé, hasta el fin de su vida, es la que nos domina
ahora; en su balbuceo encierra todos nuestros esfuerzos actuales por devolver a
la constricción de una unidad quizá imposible, el ser dividido del lenguaje.
... responde en el fondo a la cuestión que Nietzsche le prescribía a la
filosofía... quién hablaba, pues aquí, en aquel que tiene el discurso y, más
profundamente, detenta la palabra, se reúne todo el lenguaje”.[22] Un saber tan cruel (1962): “Esta
palabra charlatana, incesante, difusa tiene siempre un objetivo económico: un
cierto efecto sobre el valor de las cosas y de las gentes. Corre riesgos por
tanto: ataca o protege: se expone siempre; tiene su valentía y su habilidad:
debe mantener posiciones insostenibles, abrirse y hurtarse a la réplica, al
ridículo; es beligerante. Lo que carga este lenguaje no es lo que quiere decir,
sino lo que quiere hacer”.[23] Prefacio a la
transgresión (1963): “La posibilidad de un pensamiento tal ¿acaso no nos llega
en un lenguaje que nos la sustrae precisamente como pensamiento y la lleva
hasta la imposibilidad misma del lenguaje, hasta ese límite en el que el ser
del lenguaje es puesto en tela de juicio?... Así, este lenguaje de peñascos,
este lenguaje inesquivable al cual ruptura, declive, perfil desgarrado le son
esenciales, es un lenguaje circular que remite a sí mismo y se repliega en una
interrogación de sus límites ¾como si no
fuera otra cosa sino un pequeño globo de noche del que brota una extraña luz,
que designa el vacío de donde viene y a la que dirige fatalmente todo lo que
ilumina y toca”.[24] La prosa de Acteón
(1964): “El lenguaje de Klossowski es la prosa de Acteón: palabra transgresiva.
¿Acaso toda palabra no lo es cuando su asunto es el silencio? Gide y muchos
otros como él querían transcribir un silencio impuro en un lenguaje puro, sin
duda sin ver que una palabra tal no detenta su pureza sino gracias a un
silencio más profundo que no nombra y que en ella habla, a pesar de ella ¾volviéndola así turbia e impura¾. Ahora
sabemos, desde Bataille y Blanchot, que el lenguaje debe su poder de
transgresión a una relación inversa, la de una palabra impura con un silencio
puro, y que es en el espacio indefinidamente recorrido de esta impureza donde
la palabra puede dirigirse a un silencio tal”.[25]
Sangran las palabras (1964): “Pero, ¿y la
palabra? Me refiero a ese delgado acontecimiento que se ha producido en un
punto del tiempo y en ningún otro; que se había depositado en esa región de la
hoja y en ninguna otra. A la palabra como hecho de yuxtaposición y de sucesión
sobre esta estrecha cadena en la que hablamos... Cada palabra, como Eneas,
transporta consigo sus dioses natales y el sitio sagrado de su nacimiento.”[26] El pensamiento del afuera (1966): “La
abertura hacia un lenguaje del que el sujeto queda excluido, la puesta al día
de una incompatibilidad tal vez sin recurso entre la aparición del lenguaje en
su ser y la conciencia de sí en su identidad, constituyen hoy una experiencia
que se anuncia en puntos bien diferentes de la cultura.... Nos encontramos así
ante una abertura que ha permanecido invisible para nosotros durante largo
tiempo: el ser del lenguaje no aparece por sí mismo más que en la desaparición
del sujeto. ¿Cómo acceder a esta extraña relación?... Este pensamiento se sitúa
fuera de toda subjetividad para hacer surgir sus límites como desde el
exterior, enunciar su fin, hacer brillar su dispersión y no recoger más que su
insuperable ausencia, y que a la vez se mantiene en el umbral de toda
positividad, no tanto para captar el fundamento o la justificación, cuanto para
reencontrar el espacio en el que se despliega, el vacío que le sirve de
lugar... (este pensamiento) constituye lo que podría llamarse en una palabra el
pensamiento del afuera”[27]. Estas evocaciones
se podrían multiplicar incesantemente, seguir citando, por ejemplo, Raymond
Roussel[28] (1963), Las palabras y las imágenes[29] (1967), ¿Qué es un autor?[30] (1969), etc.. En todas estas y otras
tantas piezas reaparecen aquellas articulaciones y hendiduras entre verdad,
lenguaje, arte y ontología.
Sin embargo, en ellas subyacen diversas
complicidades, ciertos guiños y secretos. Evidenciemos sólo una: Heidegger, El
habla (1950). Adviértase la extraordinaria semejanza, no en la resolución del
problema, sino en el registro de su atención y tratamiento. “El habla habla.
¿Qué hay de su hablar? ¿Dónde hallamos semejante hablar? Por de pronto, en lo
hablado. En lo hablado el hablar se ha consumado.”... “La llamada originaria
que invita a venir a la intimidad entre mundo y cosa es la verdadera
invocación. Es la esencia del hablar. En lo hablado del poema se despliega el
hablar. Es el hablar del habla. El habla habla. Habla invocando lo encomendado,
cosa-mundo y mundo-cosa, al Entre de la Diferencia.”... “En el doble apaciguamiento
de la Diferencia adviene el silencio. ¿Qué es el silencio? No es sólo lo que no
resuena. En lo que no resuena se perpetúa meramente la inmovilidad del sonar y
del fonar”... “El habla habla en tanto que son del silencio. El silencio
apacigua llevando a término mundo y cosa en su esencia.”.... “El son del
silencio no es nada humano. En cambio, el ser humano es, en su esencia, ser
hablante. Esta palabra “hablante” significa aquí: llevado a su propiedad a
partir del hablar del habla. Lo que es de este modo apropiado ¾la esencia humana¾ es llevado
por el habla a lo que le es propio: permanecer encomendado a la esencia del
habla, al son del silencio”. “El hombre habla en cuanto que Corresponde al
habla. Corresponder es estar a la escucha. Hay escucha en la medida en que hay
pertenencia al mandato del silencio”.[31]
La problemática lenguaje-ontología en Foucault se re-encuentra en complicidad
con la analítica existenciaria heideggeriana. Esta sola y breve anotación se
tornaría más nítida ¾pero también más intrincada¾, si se consideraran otros textos de Heidegger: Hölderlin y la esencia
de la poesía[32] (1936), Carta
sobre el humanismo[33] (1949), El habla
en el poema[34] (1953), “...poéticamente
habita el hombre...”[35] (1954), La palabra[36] (1958), El camino al habla[37] (1959), desde luego, sin soslayar
aquellos trabajos “principales” donde Heidegger también atiende la cuestión. En
lo inmediato, atiéndase a dos pasajes que grafican cierta complicidad entre
Foucault y Heidegger, El “no” del padre (1962) y Hölderlin y la esencia de la
poesía (1936). En el primero de ellos Foucault escribe: “El lenguaje ha
adquirido entonces una estatura soberana; surge como llegado de otra parte, de
allí donde nadie habla; pero sólo es obra si, remontando su propio discurso,
habla en la dirección de esa ausencia... En este acontecimiento, Hölderlin
ocupa un sitio único y ejemplar: ha anudado y puesto de manifiesto el vínculo
entre la obra y la ausencia de obra, entre el desvío de los dioses y la
perdición del lenguaje”.[38] En el segundo,
Heidegger sostiene: “El Poeta está expuesto a los rayos de Dios. De esto nos
habla aquel poema que es preciso reconocer como la más pura poesía de la
esencia de la Poesía... Y aquí es donde dice Hölderlin: Lleno está de méritos
el hombre; mas no por ellos; por la Poesía ha hecho de esta Tierra su
morada.... Poéticamente es como el hombre hace de esta tierra su morada”.[39] Heidegger luego retoma la cuestión en
otro texto: “...poéticamente habita el hombre...” (1954): “...si Hölderlin se
atreve a decir que el habitar de los mortales es poético, con sólo decir esto
despierta en nosotros la impresión de que el habitar “poético” lo que hace
justamente es arrancar a los hombres de la tierra. Porque lo “poético”, cuando
se entiende la poesía como género literario, pertenece al reino de la fantasía.
El habitar poético, por la vía de la fantasía, sobrevuela todo lo real. Con ese
temor se topa el poeta cuando dice expresamente que el habitar poético es el
habitar “en esta tierra”. De este modo Hölderlin no sólo preserva a lo “poético”
de una mala interpretación, sino que, añadiendo las palabras “en esta tierra”,
señala propiamente la esencia del poetizar. Éste no sobrevuela la tierra ni se
coloca por encima de ella para abandonarla y para flotar sobre ella. El
poetizar, antes que nada pone al hombre sobre la tierra, lo lleva a ella, lo
lleva al habitar”.[40]
Esta dimensión del lenguaje, donde los motivos
foucaultianos y heideggerianos se entrelazan con notable familiaridad, parece
evocar una sensibilidad filosófica, estética-ontológica que ¾aunque sean dispuestas y desplegadas desde narraciones y decisiones
distintas¾, dibuja un trasfondo problemático de
intensidad común. No se trata con ello, en absoluto, de reducir y disolver a
Foucault en un movimiento epigonal de Heidegger, antes bien, de traer
precisamente a la luminosidad de un claro día, aquellos pliegues silenciosos de
la opacidad del habla, que ya habría hace mucho tiempo comenzado. Así, el
problema del lenguaje, ni en Heidegger, ni en Foucault, se reduce a meros
sistemas de signos, estructuras de referencias, ni mucho menos a actos de
representación. El lenguaje remite aquí más bien al orden radical de la
existencia, a su más plena materialidad, a su gravedad más radical, al orden de
la vida, la gravedad del cuerpo. De modo que la estética poética del lenguaje
no se inscribe y constituye sino en pleno centro de la corporalidad, en el
espesor de la vida y la intensidad de la muerte.
Tercera y última anotación. En este umbral del
lenguaje trazado desde lo estético y lo ontológico, se dibuja la silueta de
otra complicidad: Nietzsche. Desde luego, el vínculo y la “influencia” que
Nietzsche ejerce sobre Foucault, no constituye novedad. Toda la dimensión
histórica, genealógica, sobre la emergencia de los principios morales, sobre los
fundamentos del derecho, sobre las inscripciones de la ley en el cuerpo, sobre
los principios de normatividad, etc. han sido vasta y nítidamente reconocidos.
Sin embargo, aquí quisiéramos tan sólo sugerir
dos imbricaciones, preliminares, pero eventualmente relevantes. La primera, el
nexo entre la muerte del hombre en Foucault y la emergencia del superhombre en
Nietzsche. La segunda, colegida de la anterior, la afirmación de una estética
de la existencia como un gesto propiamente estético-trágico. Sabemos de algunas
hermenéuticas formales, sólidas y bien dispuestas, que podrían objetar
específicamente la relación entre la estética de la existencia de Foucault y la
estética trágica nietzscheana, no obstante, quisiéramos aquí afirmarla.
Pareciera ser que, bastante ya se sabe acerca
de la crítica de Foucault al antropocentrismo de la época moderna. Asimismo, de
la declaración de la muerte del hombre en Nietzsche[41].
Sin embargo, precisamente en esa juntura, cabría la posibilidad de ejercer una
insistencia más. El advenir del superhombre y el eterno retorno, en Nietzsche,
acontecen como condiciones para la nueva “valoración noble”[42].
Esa valoración noble se inscribe en la recuperación del sentido
trágico-estético[43] cuya, quizá, mayor
declaración, es la afirmación del amor fati. Dicho de otro modo, el superhombre
en Nietzsche parece traer consigo una disolución, pero también una afirmación.
Lo que quiere disiparse es la metafísica de los valores, el socratismo, la
moral esclava, el espíritu del resentimiento. Lo que se afirma, sería el
sentimiento trágico, el pensamiento de la unidad, el amor fati[44], el devenir del ser. Este devenir del
ser, el ser como devenir, tal como indica Deleuze, cuando mucho, sólo se puede
presentir, pues ya no puede ser un “contenido comunicable”[45].
Pues bien, el superhombre en Nietzsche trae la
superación de la metafísica, la superación de todos los valores, es decir,
aquellas imposiciones y constricciones que los hombres referían a un trasmundo.
En Foucault, podría decirse, la disipación de aquellas condiciones que hicieron
un día emerger la figura del hombre, podrían desaparecer, borrando también al
hombre, así como se borra un rostro de arena en la orilla del mar[46]. En esa borradura del hombre,
extrañamente, bien podría deslizarse la posibilidad de la libertad. Se sabe que
Foucault ha resistido aquella noción y sobre todo al modo en que ha sido
abordada, toda vez que remitiría a una suerte de substrato, un demiurgo o una
naturaleza primera, que bajo condiciones de opresión habría sido encubierta,
violentada[47]. No obstante,
podría sugerirse que en la disipación de aquellas sujeciones y constricciones,
aquellas determinaciones que no le pertenecían al hombre, bien pudieran
irrumpir condiciones de posibilidad de la libertad. En Foucault, como en Nietzsche,
la destitución de aquellas determinaciones objetivadas, abre un campo de
disoluciones, un abismo insondable, indeterminado. Esta libertad que aparece en
Foucault ¾la muerte del hombre¾, es una libertad ética-estética. Trátase, por cierto, de una estética
trágica.
Esta estética-trágica concede al
lenguaje, a la poesía, al arte, a la ensoñación, y muy especialmente, al
universo irrepresentable de la música, una condición ontológica fundamental[48]. En Nietzsche y en Foucault, la
potencia creativa, la melodía retórica, el preciosismo poético, el delirio
imaginativo, constituyen el único fundamento metafísico posible. Pero tal como
advirtieran Heidegger-Hölderlin: “Poéticamente es como el hombre hace de esta
tierra su morada”, lo poético no desvincula al hombre de la vida, sino que lo
azota contra ella. Así, Foucault concibe un arte que ya no se reduzca a
cosificaciones, antes bien, reconocer el arte de la vida, hacer de la vida una
obra de arte.
Existen algunas lecturas que ven en ese gesto
de Foucault un retorno a un supuesto modo de vida clásico, una regresión al
cristianismo, o una nostalgia que reclama la superioridad moral de una época
perdida. Sin embargo, la evocación que Foucault hace de la epimeleia heautou,
de la práctica de la parresía, de la ars erótica, parecieran ir en otra
dirección. Hacer de la vida una obra de arte sería un gesto radicalmente
nietzscheano: abrazar la espesura y gravedad del arte como único fundamento
metafísico.
Nietzsche afirma que el arte sería la
verdadera actividad metafísica del hombre. Así Nietzsche funde la relación
entre arte y filosofía. En ese plexo aparece la relación entre arte y mentira,
entre arte y creación. Esa relación es crucial, por cuanto en el arte lo que
está en juego es una dimensión general del ser, aquella facultad falsificadora.
Como señala Cacciari, el poder de la mentira se revela en toda su luz y en toda
su belleza. “El arte es, pues, el problema filosófico por excelencia, en tanto
afirma la presencia de una capacidad falsificadora universal, de una facultad
de engaño opuesta y entrelazada a la facultad de juzgar, que se proclamaba
fundada sobre la roca sólida de la Verdad”[49].
Por ello esta potencia estético-metafísica constituiría un proceso de
liberación de los lazos logocéntricos de aquella verdad. “El arte que, absorbe
en su dimensión la totalidad del pensamiento de la voluntad de poder,
expresaría así una fuerza esencialmente desestructurante cuyos resultados
serían totalmente indefinidos”.[50] En esto yace lo
destructivo del arte, pues viola y destroza todas las modalidades metafísicas
de la razón, las capturas lógico-discursivas que se emprenden en torno el ser.
Este arte no niega la vida, sino que despliega su forma en un gran sí a la
vida. El arte como potencia falsificadora, creadora, poética, una
estética-trágica. El amor fati en su gesto de mayor radicalidad declara el amor
a la vida. Pero este es un amar trágico, dionisíaco, ya no moral, socrático,
dialéctico. Por eso, como explica Heidegger, Nietzsche ha invertido la estética
de un “arte quietivo de la vida” en Schopenhauer, para afirmar “el arte como el
estimulante de la vida, aquello que excita y acrecienta la vida”. La voluntad
de poder como arte.[51] Foucault se
desliza silencioso y agazapado por la misma espesura. “Sin duda hemos carecido
de muchos placeres, los hemos tenido mediocres, los hemos dejado escapar por
distracción o pereza, por falta de imaginación y también por falta de empeño, o
hemos disfrutado de tantos, que ya resultaban monótonos del todo. (Ante la
muerte) Tenemos la oportunidad de disponer de ese momento absolutamente
singular. Merece la pena ocuparse más de él que de cualquier otro: no para
preocuparse o intranquilizarse sino para transformarlo en un placer
desmesurado, cuya preparación paciente, sin descanso y también sin fatalidad,
iluminará toda la vida. El suicidio fiesta, el suicidio orgía no son más que
algunas formulas entre otras, hay formas más cultivadas y más reflexivas...”.[52]
En Foucault hay un nexo entre placer y poder.
La libertad es una condición de posibilidad para el poder[53].
El poder no realiza un contenido, ni transita hacia un horizonte. El poder es
una relación estética que despliega la libertad. El poder en Foucault ya no se
reduce a lo jurídico, político o institucional. En Foucault el poder ha alcanzado
un estatuto filosófico delicado y complejo, el poder como pleonexía, inscrito
en la dimensión estética-ontológica de la voluntad de poder. Por ello, en
Foucault el poder se ejercita en una estética-trágica de la existencia, en
hacer de la vida una obra de arte[54]. Ese obrar la vida
como arte, abraza su vacío, su sinsentido, su indeterminación, la disolución
radical del hombre. El arte de la vida, en Foucault, abraza la vida, así como
abraza la muerte. “No es tan sencillo complacerse a sí mismo. Y debo admitir
que ése es mi sueño. Me gustaría, deseo, morir de una sobredosis de placer de
cualquier naturaleza... Porque yo pienso que el tipo de placer que yo
consideraría como real placer, sería tan profundo, tan intenso, tan
avasallador, que no podría sobrevivir a él. Me moriría”.[55]
Si leyéramos equivocada e incesantemente estos
decires, ¿qué intempestivas, acontecimientos, irrupciones y desfiguraciones
habrían de advenir? ¿Cuáles serían las secretas citas que a hurtadillas se
habrían de cursar? ¿Cuál sería la distancia entre aquella estética trágica y la
estética romántica? ¿Cuánto tardaría en asomar en aquellas líneas la melancolía
como categoría estética? ¿Cuánto habría en Foucault de una estética de la
tristeza? ¿Qué nuevos amaneceres aguardan a la noche de la escritura...
“Camino al otro mundo, y sé que cada pena va a
ser el aguijón de un placer infinito.
Todavía algún tiempo, y seré liberado, yaceré
embriagado en brazos del amor.
Infinita la vida hierve dentro de mí: miro
desde lo alto, me asomo hacia ti.
En aquella colina tu brillo palidece, y una
sombra te ofrece una fresca corona.
¡Oh, bienamado, aspira mi ser todo hacia ti;
así podré amar, así podré dormir.
Ya siento de la muerte olas de juventud: en
bálsamo y en éter mi sangre se convierte.
Vivo durante el día, lleno de fe y valor, y
por la noche muero, presa de un santo ardor”.[56]
Notas
[1] Foucault, M., Historia de la locura en la
época clásica., Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 7.
[2]Ver,
Deleuze, G., “¿Qué es un dispositivo?”, en Balibar, E. ( et al.), Michel
Foucault, filósofo, Barcelona, Gedisa, 1999, p. 155.
[3] Ver, “Sobre la genealogía de la ética: una visión de
conjunto de un trabajo en proceso”. Entrevista con Michel Foucault. En Dreyfus,
H, Rabinow, P., Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la
hermenéutica, Buenos Aires, Ed. Nueva Visión, 2001, p. 270.
[4] Foucault, Historia de la locura., op. cit., pp.81-82.
[5] Ibid. p. 82.
[6] Ibid. p. 81.
[7] Ibid. p. 81.
[8]
Ibid. p. 82.
[9]
Ibid. p. 89.
[10]
Ver, Foucault, M., Los anormales, Buenos Aires, Fondo de Cultura
Económica, 2000. p. 15.
[11] Foucault, Historia de la locura. , op. cit., p. 90.
[12]
Ibid. pp. 94-95.
[13]
Foucault, M., El nacimiento de la clínica. Una arqueología de la mirada
médica, Madrid, Siglo XXI, 1999.
[14]
Foucault, M., Las palabras y las cosas, México, Siglo XXI, 1997.
[15]
Se trataría de curvar la genealogía sobre el propio Foucault. Ver, Foucault,
M., Nietzsche, la genealogía, la historia, Valencia, Pre-textos, 1997.
[16]
Foucault, M., “Introducción”, Michel Foucault, entre filosofía y literatura,
Barcelona, Paidós, 1999, p. 65.
[17]
Foucault, M., “El ciclo de las ranas”, Siete sentencias sobre el séptimo
ángel, Madrid, Arena Libros, 1999, p. 11.
[18]
Foucault, M., “Un saber tan cruel”, Michel Foucault, entre filosofía y
literatura, op. cit., p. 149.
[19]
Foucault, M., “Lenguaje al infinito”, Michel Foucault, entre filosofía y
literatura, op. cit., p. 181.
[20]
Foucault, M., “Un placer tan sencillo”, Michel Foucault, Estética, ética y
hermenéutica, Barcelona, Paidós, 1999, p.199.
[21]
Foucault, El orden del discurso, Barcelona, Tusquets, 2002. p. 11.
[22] Foucault, Las palabras y las cosas, op. cit., pp. 296-297.
[23] Foucault, “Un saber tan cruel”, op. cit., pp. 151-152.
[24]
Foucault, “Prefacio a la transgresión”, Foucault, entre filosofía y
literatura, op. cit., pp. 171-174.
[25]
Foucault, “La prosa de Acteón”, Foucault, entre filosofía y literatura,
op. cit., p. 211.
[26]
Foucault, “Sangran las palabras”, Michel Foucault, entre filosofía y
literatura, op. cit., p. 283.
[27]
Foucault, “El pensamiento del afuera”, Foucault, entre filosofía y
literatura, op. cit., pp. 299-300.
[28] Foucault, Raymond Roussel, México, Siglo XXI,
1992.
[29]
Foucault, “Las palabras y las imágenes”, Foucault, entre filosofía y
literatura, op. cit., p. 321.
[30]
Foucault, “¿Qué es un autor?”, Foucault, entre filosofía y literatura, op.
cit., p. 329.
[31]
Heidegger, M., “El habla”, De camino al habla, Barcelona, Del Serbal,
2002, pp. 12-21-22-23-25.
[32]
Heidegger, M., Hölderlin y la esencia de la poesía, Barcelona,
Anthropos, 1989.
[33]
Heidegger, M., “Carta sobre el humanismo”, Hitos, Madrid, Alianza, 2001,
p. 259.
[34]
Heidegger, M., “El habla en el poema”, De camino al habla, op. cit., p.
27.
[35]
Heidegger, M., “...poéticamente habita el hombre...”, Conferencias y
artículos, Barcelona, Del Serbal, 2001, p. 139.
[36]
Heidegger, M., “La palabra”, De camino al habla, op. cit., p. 161.
[37]
Heidegger, M., “El camino al habla”, De camino al habla, op. cit., p.
177.
[38]
Foucault, M., “El no del padre”, De lenguaje y literatura, Barcelona,
Paidós, 1996, p. 122.
[39] Heidegger, Hölderlin y la esencia de la poesía,
op. cit., pp. 31-33.
[40] Heidegger, “...poéticamente habita el
hombre...”, op. cit., pp. 142-143.
[41]
Nietzsche, F., Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Madrid,
Tecnos, 2001.
[42]
Nietzsche, F., Así habló Zaratustra, Madrid, El Ateneo, 2001, p. 188.
[43]
Nietzsche, F., El origen de la tragedia o el espíritu de la música,
Madrid, Espasa Calpe, 2000, p. 51
[44] Nietzsche, F., Nietzsche contra Wagner, Madrid, Ciruela, 2002, p. 95.
[45] Deleuze, G., Foucault, Barcelona,
Paidós, 1998, p. 168.
[46] Foucault, Las palabras y las cosas, op. cit., p. 375.
[47]
Foucault, M., “La ética del cuidado de sí como práctica de la libertad”, Foucault,
Estética, ética y hermenéutica, op. cit., p. 394.
[48]
Safranski, R., Nietzsche, Barcelona, Tusquets, 2002, p. 17.
[49]
Cacciari, M., El Dios que baila, Barcelona, Paidós, 2000, p. 92.
[50]
Ibid., p. 92.
[51] Heidegger, M., Nietzsche, Vol. I.,
Barcelona, Destino, 2001, p. 41.
[52] Foucault, “Un placer tan sencillo”,
op. cit., p. 201.
[53] Foucault, “La ética del cuidado de
sí...”, op. cit., pp. 395-399.
[54]
Schmid, W., En busca de un nuevo arte de vivir, Valencia, Pre-textos,
2002.
[55]
Foucault, M., El yo minimalista, Buenos
Aires, La Marca, 1996, p.
95.
[56]
Novalis, Himnos a la noche, Madrid, Cátedra, 1998. pp. 71-72.