Julio Cortázar ✆ Ricardo Heredia |
1. París. Hace
ahora un siglo que nació Julio Cortázar, y cincuenta años de la publicación de Rayuela.
Su primer libro fue para la poesía, sonetos que ilustraron sus poco más de
veinte años, y, hoy, cuando se cumplen cien años de Cortázar, no puede evitarse
sentir la injusticia del destino, que parece enterrarle un poco más, aunque se
organicen seminarios, y aparezcan artículos, y se celebren sesiones, como la
que se hizo con Aurora Bernárdez, su primera mujer, que cedió a la Fundación
Juan March la biblioteca del escritor que guardaba en su casa de la rue Martel.
Cortázar vivió en París durante muchos años, hasta su muerte, viajando también
por otros países, aunque nunca se olvidó de Buenos Aires. Se había establecido
en la capital francesa en 1951; consiguió trabajo como traductor de la UNESCO,
y allí fue pasando estrechez, y llegaron los éxitos, mientras iba construyendo
puertas para pasar al otro lado, husmeando los bulevares parisinos y los
pasajes por dónde pasaban sombras, desventuras y soledades, sabiendo que París
destruye despacio.
Vivió en el 9 de la place du général Beuret (donde escribió Rayuela), y en la rue d’Alésia, y en la rue Broca, y en el 4 de la rue Martel, donde ahora se ve una placa que recuerda al autor de Marelle (muy cerca, qué casualidad, de la casa donde vivió Juan Goytisolo, en el 33 de la rue Poissonière), esa rayuela que hace saltar de un capítulo a otro a sus lectores, yendo y viniendo por la matemática de los atolones y los sueños hostiles y desterrados de la humanidad. París representó la libertad para Cortázar, y, más allá, resumió su mundo, el universo posible encerrado en un título o en una risa perversa. Una libertad que estaba en el centro de su indagación del hecho literario, de su búsqueda fatigosa e inquieta de la trascendencia vital. “Así es como París nos destruye despacio, deliciosamente, triturándonos entre flores viejas y manteles de papel con manchas de vino, con su fuego sin color que corre al anochecer saliendo de los portales carcomidos”. París resume muchas páginas de Cortázar, los merodeos por el barrio latino, los paseos por el Canal Saint-Martin que tanto gustaban al escritor, convertido en paseante, en el flâneur de Baudelaire o en el ciudadano que mira, rastrea, indaga, de Benjamin; las galerías y pasadizos llenos de discursos a deshoras, las salidas del metro que imponían destinos a sus personajes. París era el paraíso fértil de las mañanas soleadas, el territorio desbordado de la noche americana y la geografía gris del trasterrado, aunque Cortázar también se iba muchas veces a Saignon, un pequeño pueblo del sur, encima de Marsella.
Cortázar murió en febrero de 1984, y fue enterrado muy cerca
de los escenarios de Rayuela. Si se entra en el cementerio de Montparnasse
por la puerta del bulevar Edgar Quinet, sólo hay que subir por la avenida
principal para llegar a la sección número 3: allí está la tumba del escritor.
Fisgando el mapa numerado que la municipalidad pone al alcance de los curiosos,
puede verse que otros autores célebres, como Simone de Beauvoir, Baudelaire,
Maupassant, Samuel Beckett, Jean-Paul Sartre o César Vallejo, están también
allí, compartiendo destino con Cortázar, así como su última mujer, Carol
Dunlop, con quien se casó en 1981 y que murió un año después. Los dos reposan
en la misma sepultura. En la tumba, junto al cronopio que hicieron sus amigos
Silva y Tomasello para que le acompañase, se ve ahora un guante, billetes del
metro de París, flores, un par de libros, piedrecitas, mensajes escritos en la
lápida, unos labios rojos estampados en la O de Cortázar, mensajes traídos
desde la Argentina, una bombilla, la llavecita de un candado, cigarrillos,
bolitas de papel, como la que Oliveira tiró por la tapia del cementerio para
que fuera a parar a la tumba de Baudelaire o de Maupassant.
2 . Buenos
Aires. Cortázar volvió a la capital argentina a finales de 1983. Hacía diez
años que no la visitaba, y, en ese año, tenía una buena razón para hacerlo: iba
a ver a su madre, que tenía ya noventa años, presintiendo que, tal vez, no
volvería a verla nunca más. Su anterior visita a Buenos Aires fue en el momento
de las elecciones que ganó Cámpora, cuando ya el siniestro Videla y los milicos
matarifes empezaban a preparar los recorridos por las calles porteñas con los
Ford Falcon para hacer desaparecer a decenas de miles de argentinos.
Diez años después, en esos días finales de 1983, Cortázar vuelve, aunque no
podía saber que a él mismo apenas le quedaban tres meses de vida.
Aquel joven profesor de veinticinco años que había empezado
a dar clases en una pequeña población, Chivilcoy, a ciento cincuenta kilómetros
de Buenos Aires, capital del miedo, se marchó cinco años después, en 1944.
Recaló en Mendoza, y otra vez en Buenos Aires, a vueltas con los poemas y los
cuentos. Siete años después había abandonado la Argentina, aunque nunca dejaría
de hurgar en su recuerdo, jugando con nostalgias, recuperando un lenguaje
porteño que ya había cambiado, aunque eso no importase gran cosa, hilando la
vida cotidiana de París con las tardes de mate y esperanzas de Buenos Aires,
haciendo los asados argentinos en el Midi francés. Allí, en Buenos Aires,
publicó sus primeros papeles, y su cuento “Casa tomada”, gracias a Borges. Rayuela es
París, pero también es Buenos Aires. Y Luis Tomasello, amigo de Cortázar, que
llegó de La Plata, pasó por la avenida de Mayo, y acabó en París haciendo la
tumba del escritor, junto con otro amigo, Julio Silva.
La Argentina conservadora no le perdonó nunca su interés por
las cuestiones políticas, que fue de la mano de su identificación con la
revolución cubana, y de su aprecio por Fidel Castro y el Che Guevara, aprecio
que pasará después por el Chile de Allende y la Unidad Popular, y por el
destino de una América Latina que pronto sería aplastada por dictaduras
militares, hijas de la voracidad de las burguesías criollas y del temor de
Washington al estallido de nuevas revoluciones. Cortázar estaba ahí, siempre a
la izquierda, aunque escribiese “trotzkista”; viviendo, como si fuera posible,
en París y en Buenos Aires al mismo tiempo.
A quienes ahora conocemos su fin, su último retorno a París
se nos antoja desolador, como si fuera una triste despedida de las calles que
recorrió como flâneur, y por donde hizo transitar a sus personajes. En la rue
Monsieur Le Prince, se encuentra el restaurante Polidor, favorito de Cortázar.
La Cremerie Restaurant Polidor está casi en la esquina con Racine, y
conserva los viejos letreros pintados en la madera: Vins fins, liqueurs.
Se fundó en 1845, y enseña en la puerta una fotografía de Woody Allen del
verano de 2010, pero ninguna de Cortázar. Conocía al director norteamericano:
tenía en su biblioteca la vieja edición de Tusquets, Cómo acabar de una
vez por todas con la cultura. Dentro, siguen las largas mesas de madera, para
que los comensales coman juntos, al azar, y grandes espejos. No sólo Cortázar
lo frecuentó, a veces, llevó a sus personajes novelescos. “Por qué después de
entrar en el restaurante Polidor fui a sentarme en la mesa del fondo, de frente
al gran espejo que duplicaba precariamente la desteñida desolación de la
sala?”, arranca en 62 Modelo para armar, enredado con Frau Marta y la casa
del basilisco.
Hoy, la calle está llena de restaurantes japoneses, aunque
subsisten comercios antiguos. Cortázar bajaría por la calle desde el boulevard
Saint-Michelle, y pasaría por la librería le flâneur des deux rives,
pensando en Apollinaire y en Cocteau, claro, y después ante el antiguo hotel
Médicis, que había alojado a Verlaine y donde estuvo Antonio Machado durante su
primer viaje a París, y llegaría a la librería oriental Samuelian, fundada en
1930, especializada en arqueologías, orientalismo e historia, con libros, es
inevitable, de Armenia, de Persépolis, de la India. Como si fuera una librería
porteña, enseña ahora el Diario de un viejo copto, de Christian Boghos, y
un viaje a Etiopía, donde se detendría Cortázar, como se pararía en una
librería en la rue du Cherche-Midi o entraría en un café en
Sèvres-Babylone, pensando en la Maga, que se llama Lucía, como si fuera
Horacio, y que un día le contó que la había violado un negro en un conventillo
de Montevideo, y que tenía la costumbre de cantar Les Amants du Havre cuando
se apoderaba de ella la tristeza. O, saltando entre Buenos Aires y París,
Cortázar haría como sus personajes, como cuando Oliveira acompaña hasta su casa
a una decrépita pianista, Berthe Trépat, que vive en el 4 de la rue de
l’Estrapade, pasando por el jardín de Luxemburgo: la vieja ha tocado Pavana
para el General Leclerc, y tal vez Cortázar quiere recordarnos esa danza, y
hasta a los republicanos españoles que lucharon con Leclerc contra los nazis en
la Segunda Guerra Mundial.
La inclinación por los fragmentos, que tanto juego da en Rayuela,
o en 62 Modelo para armar, las páginas que Cortázar construye uniendo
textos, pegando trocitos de literatura o de la vida, inventando collages cubistas
para ofrecer distintas perspectivas del mundo que funcionan como una totalidad,
parece también su forma de recoger pedazos de Buenos Aires y de París y
mezclarlos, para regalarnos los días abrumados y el vertiginoso paso del
tiempo. Aquella intuición de Picasso la encontramos también en El libro de
Manuel, donde Cortázar trata de intervenir en la torturada vida política de América
Latina, en los movimientos guerrilleros, y mezcla materiales diversos que
rompen la convención de la novela, en un pasticcio que muchas veces
dificulta la narración. O recuerda el horror de la tortura, y el asesinato de
tantos seres humanos dignos a manos de los militares fascistas, como en Buenos
Aires y en la Escuela de la Armada, o como cuando vislumbra al poeta Roque
Dalton, a quien ve morir en sus páginas de “Apocalipsis de Solentiname”,
asesinado por Joaquín Villalobos y Jorge Meléndez, Jonás, dos dirigentes
de la guerrilla salvadoreña reconvertidos hoy en infame vocero del liberalismo,
el primero, y dirigente de una hipócrita y olvidadiza socialdemocracia, el
segundo.
También en 62 Modelo para armar mezcla lenguajes,
territorios, intuiciones, contrastes, en un caos complejo que parece carecer de
sentido. Esa experimentación, que ahora se antoja prescindible, innecesaria,
rasgo de una época que parecía transparente y sin embargo se reveló confusa, a
juzgar por la evolución de algunos, con orgías asesinas dirigidas por
dictaduras militares y por Washington que harían palidecer a las de la condesa
ninfómana Erzsébet Bathory que Cortázar utiliza en 62 Modelo para armar,
es uno de los rasgos definitorios del escritor. Cortázar era París, pero dentro
se encontraba siempre al porteño expatriado, el argentino que vive recordando
los cafés de Corrientes, los paseos por la calle Florida, las riberas del río
de la Plata. No pudo volver, porque, al final, el exilio le duró media vida,
aunque fuera, al principio, un exilio impuesto, y aunque estuviese seguro de
que, al final, volvería, sabiendo que “[…] el exilio enriquece a quien mantiene
los ojos abiertos y la guardia en alto. Volveremos a nuestras tierras siendo
menos insulares, menos nacionalistas, menos egoístas”.
3. Literatura y
revolución. Todo mezclado, París y Buenos Aires, la literatura y la revolución,
el humo del tabaco y las noches de jazz. En la rue Martel vivió
Cortázar, y allí terminó su obra más célebre. Rayuela se publicó en 1963, una novela pasticcio que supuso una
revelación. Sus inicios no fueron fáciles: baste recordar que no pudo publicar
su segunda novela, El examen,
que data de 1950, ni tampoco Divertimento,
que aparecieron tras su muerte. Publicó cuatro novelas, y libros de relatos (Octaedro, Queremos tanto a Glenda,
y otros), así como otros de difícil clasificación, desde La vuelta al día en ochenta mundos hasta
las Historias de cronopios y de
famas. La composición fragmentaria de muchos libros de Cortázar,
notablemente en Rayuela, es la propia fragmentación del autor, incluso de
la contemporaneidad, donde la vieja escritura automática de Breton y los
surrealistas se condensa para encarnarse en una literatura que corre desbocada
sin que sepamos hacia dónde nos lleva, por mucho que transite territorios
conocidos, familiares, recortes de periódicos, líneas de Musil o de Lowry,
recuerdos de Hugo, Butor, Borges o Huxley, que tiene lazos con el jazz porque
recurre al impulso, a la casualidad, a la improvisación, como si Breton tomara
de la mano a Charlie Parker, a Louis Armstrong, o a la Billie Holiday de Último
round, y nos dejase los relatos y cuentos, frecuente territorio de la
literatura fantástica, las novelas fragmentarias, la carrera luminosa y sombría
de la existencia, el destello de una luz lejana, familiar e incomprensible,
como en el capítulo 7 de Rayuela, leído por el propio Cortázar, o el capítulo
68, tantas veces citado, porque “él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba
el clémiso y caían en hidromurias”. Cortázar fijó capítulos prescindibles en su
más conocida novela, que a veces parecen escaparse, como el capítulo 55, que no
aparece en el mapa que nos facilita al principio, como si fuera un
signo, una señal, o tal vez un irrelevante olvido.
La rue Monge, donde se trasladó Lucía, la Maga,
después de que muriera su hijito, el tierno Rocamadour del capítulo 68 de Rayuela,
está muy cerca de donde vivió Hemingway, cuando era joven y feliz, en la rue
du Cardinal Lemoine, un novelista que seguro leían también los personajes de
Cortázar, como leían a Miller o a Raymond Queneau. Todo en su vida era
literatura, aunque, a veces, estuviese esperando la duda y el desconcierto.
“Cuántas veces me pregunto si esto no es más que escritura, en un tiempo en que
corremos al engaño entre ecuaciones infalibles y máquinas de conocimiento.”
En el arco que se encuentra en el inicio de la rue du
Seine y que atraviesa el Institut de France, comienza la aventura de Rayuela.
Traspasar ese arco y salir al quai de Conti, para llegar al Pont des
Arts donde Horacio iba a buscar a la Maga, y flotaba sobre el Sena “la luz
de ceniza y olivo”, cierran ahora miles de candaditos para asegurar los amores
precarios y fugitivos, como si fueran los miembros de la resistencia al nazismo
que se citaban aquí; salir allí es entrar en el universo donde sus personajes
se buscaban al azar, siempre, y correr después con ella, con la Maga, para
hablar sin detenerse o para comer una salchicha caliente en el boulevard
Sebastopol. Horacio y la Maga que van a la plaza de la Republique para
ganar una caja de caramelos malos y ver los saltimbanquis, como los de Pavese
en el Torino de El bello verano.
Y llegan después al Pont Neuf, dejando la flecha
solitaria de la place du Vert-Galant, donde se inicia la calle que lleva
ese nombre, y aún a la Rue du Pont Neuf. Aquí, al lado de Les Halles, en
el número 33, está el restaurante Au chien que fume. Es un local con una
gran terraza, anticuado y con espantosos cuadros de perros y figuritas en el
interior. En el capítulo 132 de Rayuela, Cortázar cita una serie de
establecimientos de todo el mundo, entre ellos éste, además del Sacher y el
Mozart de Viena, el Gijón de Madrid, el Greco de Roma, el Florian de Venecia,
el Pedrocchi de Padova, y, claro, el Capoulade, Les Deux Magots y la Closerie
des Lilas. En la calle Babylone, donde Cortázar sitúa el “club de la serpiente”
de Rayuela, vivió André Gide, que también se llamaba Guillaume, como
Apollinaire. Y la calle donde Cortázar sitúa el apartamento de Horacio
Oliveira, la rue du Sommerard, se encuentra bajando por la rue Saint-Jacques,
a apenas doscientos metros, debajo del boulevard Saint-Germain. Ya no
sabemos si era Cortázar, o era Horacio, o la Maga, o una sombra que surge de
repente de los subterráneos del metro.
En esas idas y venidas, la revolución y el compromiso con
América Latina estaban muy presentes en la actividad de Cortázar. Fue un
defensor de la revolución cubana, enemigo de las dictaduras chilena y
argentina, un hombre solidario con la revolución sandinista, con las causas justas
que recorrían América y el mundo, y participó en el Tribunal Russell. Para
Cortázar, el escritor debía hacer todo lo que estuviera en su mano para
extender la libertad, para conquistar el socialismo. Lo dijo, en una visita a
España, a Sitges, en septiembre de 1982, donde propuso ideas sobre lo que puede
hacer un escritor para participar en las luchas populares de América Latina,
aunque sea desde la distancia de Europa: grabando cassettes y videos,
como él hizo para El Salvador, recurriendo a la televisión (y citaba la cubana
y la nicaragüense), incluso a las fotonovelas de la época. Trabajó,
infatigablemente, para combatir las agresiones que sufren los pequeños países,
como cuando denunció que los bombardeos sobre la Nicaragua sandinista eran
organizados por la CIA norteamericana desde Honduras, con militares hondureños
y asesores argentinos.
Fue uno de los firmantes de la primera carta a Fidel Castro
sobre el caso Padilla, que fue seguida por una segunda dirigida también a
Castro, que Cortázar juzgó después “paternalista” e “insolente”, aunque no dejó
de recordar que no hubiera sido enviada si la primera hubiera tenido una
respuesta “en un plazo razonable”. Simone de Beauvoir, Marguerite Duras,
Jean-Paul Sartre, Juan Goytisolo, Alberto Moravia, Octavio Paz, Carlos Fuentes,
Juan Rulfo, Mario Vargas Llosa, figuraban en ella. Cortázar escribió, años
después, que “la definición del homosexual como un enfermo, que se formuló
alguna vez en Cuba, es una aberración y una ingenuidad simultáneas.” Creía en
la honradez revolucionaria, en la honestidad como instrumento para revisar el
camino recorrido. Poco antes de su muerte, escribió: “Hay dos críticas
igualmente necesarias: la que hagamos del Moloch norteamericano como exponente
imperial de la dominación capitalista, y la que hagamos del socialismo cuando
creemos que yerra el camino.” Era consciente de lo que arriesgaba el amplio
movimiento que postula un mundo nuevo: “[…]
sólo creo en el socialismo como posibilidad humana; pero ese socialismo debe
ser un fénix permanente, dejarse atrás a sí mismo en un proceso de renovación y
de invención constantes; y eso sólo puede lograrse a través de su propia
crítica”.
El sótano . El jazz. “Sí, pero quién nos curará del
fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la
Huchette […]”, escribe Cortázar, citando esa vía cuando Horacio
reflexiona, una calle donde sonaba el jazz a todas horas, y que él recorrería
muchas veces, yendo y viniendo hacia el Luxemburgo, el Panteón o el Boul 'Mich' . El jazz, la única
música universal del siglo XX, según nos dice, tal vez siguiendo a Boris Vian
que afirmaba que lo mejor de la vida eran el jazz y las mujeres bonitas.
Muchedumbres de turistas pasan hoy ante las puertas de la Caveau de la
Huchette, que se encuentra allí, porque saben que “el jazz es como un pájaro
que migra”. Es un establecimiento notable, lugar de encuentro de los templarios
y los miembros de la Rose-Croix en el siglo XVI. En 1772, fue una logia secreta
de la masonería, y, con la revolución, en 1789, se encontraban aquí Danton,
Marat, Robespierre, Saint-Just. Después de la ocupación nazi, a partir de 1945,
se tocaba swing y be-bop. Actuaron Count Basie, Art Blakey, Memphis Slim,
Lionel Hampton, Bill Coleman, Sidney Bechet, y tantos otros intérpretes de jazz.
Es muy probable que fuese allí Cortázar, aunque tuviese tendencia a escuchar
jazz en sus discos, encerrado en su casa. “¿Seguiría tocando el piano Berthe
Trépat?”
Escribió un relato, El
perseguidor, donde encontramos a Johnny Carter, un saxofonista que nos
recuerda de inmediato a Charlie Parker, porque, aunque Cortázar nunca conoció
al músico, utilizó su vida (la escena del café de Flore, el incendio del hotel
donde Parker vivía, cambiando Nueva York por París, etc.) para construir a
Carter. Incluso hizo que muriese igual, aunque la heroína que toma Parker se
convirtió en marihuana con Carter, un error del que el mismo Cortázar se reiría
después. Las improvisaciones jazzísticas, tan cercanas a la idea de una
literatura que se construye con fragmentos, que acumula visiones, paseos,
costumbres domésticas, obsesiones, en un gigantesco collage que bebe
de muchas fuentes. Apollinaire, claro, que también, antes que Cortázar, utilizó
el recurso del collage en la literatura, del fragmento, de la
intuición ocasional, del caligrama bastardo, de la visión fugaz que ayuda a
comprender una totalidad, en una Babel refugio como París.
Cortázar escuchaba música a todas horas, jazz y la que se
define como “clásica”, y, pese a su devoción por esa música de negros, estimaba
todavía más los cuartetos de Beethoven o de Bartók, las piezas de cámara de
Mozart, Stravinski en sus primeras obras, nos dice, aunque a veces lo dudemos.
Pero junto a él, estaban siempre Louis Armstrong, Jelly Roll Morton,
Charlie Parker y Duke Ellington, sus músicos de jazz preferidos, aunque no
olvidase a Dizzy Gillespie, Miles Davis, Earl Fatha Hines y John
Coltrane. “¿Quién puede olvidar a Charlie Parker en Lady, be goog ?”,
nos decía Cortázar. En ese sótano de la rue de la Huchette estaba la
libertad, como en la literatura de Cortázar, el tiempo que corre y que
intentamos atrapar en vano con itinerarios confusos, con marañas de recuerdos,
con el empeño por romper el ronco destierro de los que se fueron para siempre,
con las manos cautivas de quienes nos han acompañado hasta aquí. “Hay una cosa
que se llama tiempo, Rocamadour, es como un bicho que anda y anda”, le dice la
Maga a su niño ausente. Cualquiera diría que en ese sótano sigue Cortázar,
escuchando jazz, recordando la vida, dispuesto como siempre a subirse el cuello
de la canadiense y salir a la calle, al canal Saint-Martin o la calle
Corrientes, porque hay una cosa que se llama tiempo; pero él sigue ahí,
encerrado, y no podemos saber si volverá a salir.
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