¿Podemos seguir pensando que se acabaron las ideologías? ¿es acaso cierto que sólo queda la resignación en el marco del sistema económico capitalista? ¿está en lo cierto Frederic Jameson (1934-) cuando asegura que «hoy es más fácil imaginar el final del mundo que imaginar el final del capitalismo»? ¿Queda espacio para la utopía, ese no-lugar en el horizonte que según Eduardo Galeano (1940-) nos sirve para caminar?
Sin duda, la primera duda que nos asalta es la siguiente: ¿de qué estamos hablando cuando decimos que algo es ideológico? ¿Se están refiriendo a la misma noción el dirigente comunista que grita «¡las ideas socialistas nos liberarán!» y el tertuliano de televisión que censura a su interlocutor expresando algo del tipo «eso lo dices porque tienes ideas socialistas»? Parece obvio que el primero entiende la ideología como algo positivo, en tanto que instrumentaría la emancipación social, mientras que el segundo la entiende como algo negativo, en tanto que ocultaría o distorsionaría la verdad. ¿Podemos entonces hallar alguna definición que nos satisfaga a todos y sobre la que podamos discutir?
Desgraciadamente el estudio etimológico de la palabra no nos aporta mucho en esta tarea. Originalmente ideología significó el estudio científico de las ideas humanas, pero con el tiempo su significado se transformó en otra cosa muy distinta. Tan distinta que incluso, como estamos acostumbrados a ver en los debates políticos, prácticamente vino a expresar lo contrario, es decir, algo opuesto a lo científico. De hecho, es hoy en día práctica habitual desacreditar al oponente bajo la acusación de ser alguien ideológico.
Parece complicado llegar a algún acuerdo sobre el que poder trabajar. Efectivamente, como decíamos, el dirigente político que llama a la revolución apoyándose en las ideas socialistas está probablemente entendiendo la ideología en su versión positiva, como un sistema de ideas que promociona y legitima intereses políticos tales como los de clase. Por el contrario, el tertuliano de televisión o el político centrista probablemente esté entendiendo la ideología en una versión negativa, como aquellas ideas y creencias que oscurecen la razón y nos impiden entender correctamente la realidad. Hay poco encaje entre ambas concepciones.
Algunos de los primeros autores en estudiar con profundidad el concepto y contenido de ideología fueron precisamente Karl Marx y Engels. Ambos escribieron La Ideología Alemana en 1845, una obra dedicada a la crítica de las ideas filosóficas dominantes en la izquierda alemana. Sin embargo, según el filósofo Terry Eagleton (1943-) en tal obra podemos encontrar hasta tres definiciones diferentes de ideología. Por si fuera poco, en la posterior y magnánima obra de El Capital Marx llegó a trabajar incluso con una nueva definición más. Además, valga decir, ni siquiera todas esas definiciones son compatibles entre sí.
Podríamos, en un ejercicio salomónico, intentar definir la ideología a partir de un enfoque neutral o meramente descriptivo. Así, diríamos que la ideología es el sistema de ideas y creencias que simbolizan las concepciones y experiencias de vida de los grupos sociales. Esta definición nos permitiría deducir que todos los seres humanos tenemos ideologías y que éstas simbolizan nuestra forma de vivir y de ver el mundo en el que nos inscribimos. Pero al hacerlo así, la ideología pierde todo su sentido conceptual al no poder ser utilizada para discriminar. ¿Es la pelea de dos niños que juegan a los cromos un evento ideológico? ¿está dicha pelea al mismo nivel que un conflicto político entre dos naciones? En fin, un lío. No obstante, cada una de las definiciones existentes procede de una tradición filosófica distinta y no ha lugar en este libro a profundizar en ellas[1]. Sin embargo, y en aras de continuar, en este libro nos quedaremos con esta última definición más amplia, sin ignorar sus limitaciones.
Ahora bien, si aceptamos que todos tenemos una ideología estamos diciendo que todos analizamos nuestra realidad a partir de las creencias de las que disponemos, que naturalmente tienen su origen en la sociedad, pero también que todos podemos imaginar futuros posibles a partir de esas mismas creencias. Es decir, disponemos de unas lentes con las que vemos la realidad material y la interpretamos, pero ello también nos permite imaginar nuevos modelos de sociedad y actuar en consecuencia. Así, esas creencias nos pueden empujar a querer transformar la sociedad, a mantenerla tal y como está o a retroceder a un estadio anterior, es decir, a ser progresistas, conservadores o reaccionarios. Precisamente cuando unas determinadas creencias nos empujan a tomar una acción política es el momento en el que es más fácil que todo el mundo las acepte como ideológicas, en cualquiera de sus acepciones.
Pero también parece evidente que hay distintos conjuntos de creencias que operan a la hora de analizar lo que vemos en el día a día. Si nos cruzamos por la calle con un indigente que pide dinero para poder alimentarse podremos observar distintas reacciones, todas las cuales dependen del sistema de creencias que tengamos. Aquellas personas con creencias liberales podrían interpretar que la situación del indigente es merecida, producto de su incapacidad para ganarse la vida por sí mismo. Aquellas personas con creencias cristianas podrían verse movidos por la caridad y aceptarían de buen grado dar unas monedas a fin de paliar su situación de urgencia. Otras personas con creencias socialistas podrían interpretar esa situación como el resultado lógico del desarrollo capitalista, donde el hambre sólo puede erradicarse con una transformación radical, revolucionaria, de la estructura económica y no con acciones de caridad individual. En definitiva, cada interpretación y acción política está condicionada por las creencias que tiene cada uno, es decir, por lo que hemos definido que es su ideología.
Esta definición de ideología que hemos aceptado es coincidente con la noción de concepción del mundo y que Manuel Sacristán (1925-1985) define como:
«una serie de principios que dan razón de la conducta de un sujeto, a veces sin que éste se los formule de un modo explícito. Ésta es una situación bastante frecuente: las simpatías y antipatías por ciertas ideas, hechos o personas, las reacciones rápidas, acríticas, a estímulos morales, el ver casi como hechos de la naturaleza particularidades de las relaciones entre hombres, en resolución, una buena parte de la consciencia de la vida cotidiana puede interpretarse en términos de principios o creencias muchas veces implícitas, “inconscientes” en el sujeto que obra o reacciona.» [2]
Y aquí hemos llegado al punto que queríamos
destacar. Todas las personas tenemos una concepción del mundo, es decir,
a lo largo de nuestro desarrollo vital todos hemos adquirido socialmente
principios, valores y costumbres que nos permiten responder en el día a día.
Somos capaces de valorar si nos parece bien o mal el esclavismo, el aborto, la
pederastia o la especulación financiera de la misma forma que somos capaces de
enfrentar determinados dilemas morales que nos afectan individualmente. Y de
donde extraemos las herramientas con las que tomar esas decisiones es el
repertorio de creencias que podemos convenir en llamar concepción del mundo.
La concepción del mundo es cambiante, y se modifica y rearticula en función de los elementos con los que nos enfrentamos en nuestra vida. Parece evidente que la concepción del mundo de un campesino medieval se modificaría poco a lo largo de su vida, mientras que ello sería bastante distinto para un emigrante del siglo XXI. Así, todos tendríamos una determinada ideología, entendida ahora como esa caja de herramientas que nos muestra cómo es el mundo en el que nos insertamos como seres humanos.
Pero vamos a hacer ahora un ejercicio mental. Si nos encontrásemos con un individuo que niega interesarse por la política, en cualquiera de sus acepciones, y que afirma que su único principio de actuación es el que dicta el sentido común, ¿cómo podríamos interpretar su pensamiento? Es decir, ¿en qué cree el que dice que no cree?
La ideología dominante
Antonio Gramsci (1891-1937) observó que el grupo social dominante en una sociedad no siempre se ve obligado a recurrir a la coerción, o a la violencia directa, para encontrar la lealtad de los dominados. En muchas ocasiones el grupo dominante consigue inocular sus propias creencias en el conjunto de la sociedad de tal forma que aquellas toman la forma de sentido común. Al naturalizarse de esta forma las creencias del grupo dominante, y en consecuencia al no ponerse en duda, éstas sirven de legitimación del poder establecido. El conformismo es, por definición, conservador. Pero a partir de ahora el conformismo es también la cristalización de la esclavitud ideológica de los subordinados para con las creencias de los grupos dominantes. Gramsci llamó hegemonía a esta capacidad de dominar política y culturalmente a otros grupos sociales. Este concepto será de extraordinaria utilidad para analizar no ya sólo las formas en las que un grupo consigue dominar «pacíficamente» al resto, sino también como reflexión en torno a cómo arrebatarle tal dominio.
En todo caso, lo que Gramsci venía a decir es que el sentido común no es otra cosa que la ideología de la clase dominante. Es decir, que no hay nada parecido a unas ideas neutrales o asépticas, libres de la contaminación ideológica. Lo que puede haber, en todo caso, es una masiva coherencia ideológica en una sociedad que lleva a los individuos a pensar que sus creencias son atemporales y universales, esto es, que son razonables porque todo el mundo las tiene. Así las cosas, Gramsci impugna la posibilidad de que haya gente que no crea en nada. Además, argumentando de esa forma Gramsci saca a todas esas personas del cómodo cajón de la neutralidad y los sitúa en el más problemático espacio del conflicto político. Si no hay espacio para la neutralidad… todos los seres humanos están tomando partido por algunas de las partes en el conflicto que es la política y la vida en sociedad. De ahí que Gramsci fuera especialmente beligerante con aquellas personas que se declaraban indiferentes ante la realidad política. El pensador italiano partió del reconocimiento de que «la indiferencia es el peso muerto de la historia» y aseguró, de forma tajante, que odiaba «a los que no toman partido» y «a los indiferentes»[3].
Esta visión de la ideología dominante, convertida en ideología hegemónica, es útil para entender cómo las creencias son funcionales al sistema político y económico. Son el ensamblaje perfecto para que los seres humanos acepten su papel en el sistema, para que no pongan en duda su situación concreta y para que se oscurezcan las posibilidades de cambio.
Por eso, aquellos que pretendemos disputar la hegemonía a la ideología dominante, la cual legitima el actual orden social, necesitamos encontrar las formas de tener éxito en nuestra empresa. Y hay que comenzar por no olvidar el papel cultural, educativo, pedagógico e ideológico de las transformaciones políticas. De hecho, Gramsci utilizó el ejemplo de la revolución soviética de 1917 para reflexionar sobre esto mismo. Vamos a verlo.
En octubre de 1917 Rusia era aún un país prácticamente feudal y con un débil desarrollo capitalista. Se trataba de «un país con una reducida renta por habitante y un bajo nivel de vida, debido al escaso índice de productividad del trabajo»[4], resultado de una industria «relativamente poco desarrollada» y de que «la inmensa mayoría de la población se dedicaba a trabajar la tierra, casi siempre en cultivos de muy bajo rendimiento, tanto por hombre como por unidad de trabajo»[5]. El resultado de todo ello era que «la posible tasa de desarrollo industrial era muy precaria»[6]. En esas circunstancias, y teniendo presente que según la teoría marxista del materialismo histórico el socialismo era la etapa siguiente del capitalismo y no del feudalismo, que era más bien lo que existía en Rusia, surgieron intensos debates entre quienes pretendían poner en marcha el socialismo en esas condiciones, los llamados populistas rusos, y quienes entendieron que primero era necesario industrializar el país, los llamados marxistas legales. Entre estos segundos se encontraba quien fuera posteriormente el más famoso líder revolucionario soviético, Vladimir Ilich Lenin (1870-1924).
Tras la revolución, y con los marxistas legales habiendo ganado aquel debate, los líderes comunistas compartieron la necesidad de industrializar el país como medio para poner en marcha el socialismo. Si el capitalismo había necesitado de la acumulación originaria, entendida como un inmenso proceso de acumulación de capital que diera inicio al capitalismo, y que según Marx desempeñaba «en economía política el mismo papel que desempeña en teología el pecado original»[7], el socialismo debía tener su propia acumulación originaria socialista. Y ese sería precisamente el papel de la industrialización, el de servir de palanca inicial de constitución de una sociedad comunista. No se trataba tampoco de algo fácil de decir en el marco de las ideas socialistas, pues la acumulación originaria capitalista se había caracterizado por el saqueo, la colonización, el fuego y la sangre. ¿Cuánto sacrificio y esfuerzo necesitaría tal proceso en el caso socialista? ¿sería compatible con el ideal que se defendía?
Además, en un país tan poco desarrollado y con las vías de financiación externa absolutamente cerradas, en tanto que los países capitalistas eran reacios a prestar dinero, el proceso soviético de industrialización se presentaba extraordinariamente difícil. La Nueva Política Económica impulsada por Lenin, que daba margen a la iniciativa privada y que fundamentalmente estaba diseñada para incentivar la pequeña y privada producción agraria, impidió una más eficiente producción a mayor escala pero por el contrario permitió garantizar el apoyo del campesinado. De esa forma, los reducidos excedentes agrarios eran prácticamente la única fuente para industrializar el país. Sin embargo, cada vez más el rasgo bélico imponía sus condiciones y obligaba a acelerar el proceso. Al final, en 1926 se aprobaron las políticas de industrialización rápida y forzada, con inicio en la colectivización total de la tierra, y la puesta en marcha de los Planes Quinquenales a partir de 1928 terminó de romper las alianzas con el campesinado. Eso sí, la industrialización fue extraordinariamente rápida, tanto que incluso permitió a la Unión Soviética enfrentar exitosamente a los nazis en el marco de la II Guerra Mundial, no sin un alto coste en vidas humanas. Y esto, para un país que dos decenios antes era prácticamente feudal, era impensable.
La concepción del mundo es cambiante, y se modifica y rearticula en función de los elementos con los que nos enfrentamos en nuestra vida. Parece evidente que la concepción del mundo de un campesino medieval se modificaría poco a lo largo de su vida, mientras que ello sería bastante distinto para un emigrante del siglo XXI. Así, todos tendríamos una determinada ideología, entendida ahora como esa caja de herramientas que nos muestra cómo es el mundo en el que nos insertamos como seres humanos.
Pero vamos a hacer ahora un ejercicio mental. Si nos encontrásemos con un individuo que niega interesarse por la política, en cualquiera de sus acepciones, y que afirma que su único principio de actuación es el que dicta el sentido común, ¿cómo podríamos interpretar su pensamiento? Es decir, ¿en qué cree el que dice que no cree?
La ideología dominante
Antonio Gramsci (1891-1937) observó que el grupo social dominante en una sociedad no siempre se ve obligado a recurrir a la coerción, o a la violencia directa, para encontrar la lealtad de los dominados. En muchas ocasiones el grupo dominante consigue inocular sus propias creencias en el conjunto de la sociedad de tal forma que aquellas toman la forma de sentido común. Al naturalizarse de esta forma las creencias del grupo dominante, y en consecuencia al no ponerse en duda, éstas sirven de legitimación del poder establecido. El conformismo es, por definición, conservador. Pero a partir de ahora el conformismo es también la cristalización de la esclavitud ideológica de los subordinados para con las creencias de los grupos dominantes. Gramsci llamó hegemonía a esta capacidad de dominar política y culturalmente a otros grupos sociales. Este concepto será de extraordinaria utilidad para analizar no ya sólo las formas en las que un grupo consigue dominar «pacíficamente» al resto, sino también como reflexión en torno a cómo arrebatarle tal dominio.
En todo caso, lo que Gramsci venía a decir es que el sentido común no es otra cosa que la ideología de la clase dominante. Es decir, que no hay nada parecido a unas ideas neutrales o asépticas, libres de la contaminación ideológica. Lo que puede haber, en todo caso, es una masiva coherencia ideológica en una sociedad que lleva a los individuos a pensar que sus creencias son atemporales y universales, esto es, que son razonables porque todo el mundo las tiene. Así las cosas, Gramsci impugna la posibilidad de que haya gente que no crea en nada. Además, argumentando de esa forma Gramsci saca a todas esas personas del cómodo cajón de la neutralidad y los sitúa en el más problemático espacio del conflicto político. Si no hay espacio para la neutralidad… todos los seres humanos están tomando partido por algunas de las partes en el conflicto que es la política y la vida en sociedad. De ahí que Gramsci fuera especialmente beligerante con aquellas personas que se declaraban indiferentes ante la realidad política. El pensador italiano partió del reconocimiento de que «la indiferencia es el peso muerto de la historia» y aseguró, de forma tajante, que odiaba «a los que no toman partido» y «a los indiferentes»[3].
Esta visión de la ideología dominante, convertida en ideología hegemónica, es útil para entender cómo las creencias son funcionales al sistema político y económico. Son el ensamblaje perfecto para que los seres humanos acepten su papel en el sistema, para que no pongan en duda su situación concreta y para que se oscurezcan las posibilidades de cambio.
Por eso, aquellos que pretendemos disputar la hegemonía a la ideología dominante, la cual legitima el actual orden social, necesitamos encontrar las formas de tener éxito en nuestra empresa. Y hay que comenzar por no olvidar el papel cultural, educativo, pedagógico e ideológico de las transformaciones políticas. De hecho, Gramsci utilizó el ejemplo de la revolución soviética de 1917 para reflexionar sobre esto mismo. Vamos a verlo.
En octubre de 1917 Rusia era aún un país prácticamente feudal y con un débil desarrollo capitalista. Se trataba de «un país con una reducida renta por habitante y un bajo nivel de vida, debido al escaso índice de productividad del trabajo»[4], resultado de una industria «relativamente poco desarrollada» y de que «la inmensa mayoría de la población se dedicaba a trabajar la tierra, casi siempre en cultivos de muy bajo rendimiento, tanto por hombre como por unidad de trabajo»[5]. El resultado de todo ello era que «la posible tasa de desarrollo industrial era muy precaria»[6]. En esas circunstancias, y teniendo presente que según la teoría marxista del materialismo histórico el socialismo era la etapa siguiente del capitalismo y no del feudalismo, que era más bien lo que existía en Rusia, surgieron intensos debates entre quienes pretendían poner en marcha el socialismo en esas condiciones, los llamados populistas rusos, y quienes entendieron que primero era necesario industrializar el país, los llamados marxistas legales. Entre estos segundos se encontraba quien fuera posteriormente el más famoso líder revolucionario soviético, Vladimir Ilich Lenin (1870-1924).
Tras la revolución, y con los marxistas legales habiendo ganado aquel debate, los líderes comunistas compartieron la necesidad de industrializar el país como medio para poner en marcha el socialismo. Si el capitalismo había necesitado de la acumulación originaria, entendida como un inmenso proceso de acumulación de capital que diera inicio al capitalismo, y que según Marx desempeñaba «en economía política el mismo papel que desempeña en teología el pecado original»[7], el socialismo debía tener su propia acumulación originaria socialista. Y ese sería precisamente el papel de la industrialización, el de servir de palanca inicial de constitución de una sociedad comunista. No se trataba tampoco de algo fácil de decir en el marco de las ideas socialistas, pues la acumulación originaria capitalista se había caracterizado por el saqueo, la colonización, el fuego y la sangre. ¿Cuánto sacrificio y esfuerzo necesitaría tal proceso en el caso socialista? ¿sería compatible con el ideal que se defendía?
Además, en un país tan poco desarrollado y con las vías de financiación externa absolutamente cerradas, en tanto que los países capitalistas eran reacios a prestar dinero, el proceso soviético de industrialización se presentaba extraordinariamente difícil. La Nueva Política Económica impulsada por Lenin, que daba margen a la iniciativa privada y que fundamentalmente estaba diseñada para incentivar la pequeña y privada producción agraria, impidió una más eficiente producción a mayor escala pero por el contrario permitió garantizar el apoyo del campesinado. De esa forma, los reducidos excedentes agrarios eran prácticamente la única fuente para industrializar el país. Sin embargo, cada vez más el rasgo bélico imponía sus condiciones y obligaba a acelerar el proceso. Al final, en 1926 se aprobaron las políticas de industrialización rápida y forzada, con inicio en la colectivización total de la tierra, y la puesta en marcha de los Planes Quinquenales a partir de 1928 terminó de romper las alianzas con el campesinado. Eso sí, la industrialización fue extraordinariamente rápida, tanto que incluso permitió a la Unión Soviética enfrentar exitosamente a los nazis en el marco de la II Guerra Mundial, no sin un alto coste en vidas humanas. Y esto, para un país que dos decenios antes era prácticamente feudal, era impensable.
Sin embargo, ante este rápido proceso de
industrialización y ante las opiniones favorables al mismo tanto del líder
soviético Leon Trotski (1879-1940) como del propio Stalin, se revuelve Gramsci.
El italiano observa el problema «desde el punto de vista mucho más complejo de
la hegemonía, de la búsqueda no ya de mero consenso político sino de
identificación de la sociedad con el proyecto industrializador que se pretende
socialista, y de la creatividad social»[8]. Aquí no pretendemos entrar en quién podía o
no tener razón, o qué alternativas existían, sino únicamente examinar el
enfoque de Gramsci.
Lo que Gramsci sugiere es que puede existir una clase dominante que, sin embargo, carezca de hegemonía. Dice el italiano que en esos casos la hegemonía pertenecería a las antiguas clases dominantes, todo lo cual obstaculizaría un efectivo proceso de transformación. Dicho de otra forma, como los ciudadanos no han interiorizado las creencias que legitimen el nuevo sistema se producirá una disociación ideológica entre los intereses de los nuevos grupos dominantes y los intereses de los dominados, de tal forma que éstos no verían ya más como suyo el proceso transformador[9]. Eso es lo que Gramsci critica de la estrategia de la Unión Soviética. El éxito de la industrialización rápida se alcanzaría a costa de la hegemonía cultural, cuya consecución necesariamente requiere unas condiciones distintas a las que se dan bajo esa velocidad de industrialización. No obstante, no parece que a la luz de la historia de la Unión Soviética parezca ésta una tesis generalizable. De hecho, los soviéticos consiguieron altos niveles de adscripción ideológica por parte de los ciudadanos hasta el punto de que se dieron experiencias tales como el estajanovismo, debido al minero Aleksei Stajánov (1906-1977), que propugnaba el aumento de la productividad por la vía extensiva, esto es, trabajando muchas más horas a iniciativa de los propios trabajadores.
Para comprender mejor lo que sugiere Gramsci pueden servirnos dos distopías, utopías negativas o contra-utopías, que nos ha dado el mundo de la literatura. Con ellas podremos describir más acertadamente las diferencias entre un sistema político construido bajo un estatus de hegemonía cultural y otro que no.
En la novela 1984, de George Orwell (1903-1950), el Gran Hermano es el sistema totalitario que controla la vida social y privada de los ciudadanos. Este sistema basa su fuerza en la coerción y el miedo, lo que complementa con un uso inteligente y cínico del lenguaje y de la información. Aquel ciudadano que disiente, o que se sale de los estrechos márgenes ideológicos impuestos por el sistema, es vaporizado del mundo. Lo que mantiene a los súbditos obedientes no es otra cosa que el miedo a ser asesinados por los grupos dominantes. Ese hecho provoca que los dirigentes políticos del sistema sean capaces de doblepensar, esto es, de saber que la información que difunden es falsa pero a la vez aceptarla como verdadera. El ministerio que controla la información y la historia del país, Oceanía, se dedica continuamente a la producción de eslóganes políticos con los que adoctrinar a la población, así como a la reconstrucción de una nueva versión de la historia que legitime la política coyuntural del Gran Hermano. En esta novela tenemos claramente a un poder inmenso, casi omnipotente y omnipresente, que carece de hegemonía cultural. Los ciudadanos asumen la ideología dominante mayoritariamente por el miedo a no hacerlo. Orwell escribió la novela pensando en los sistemas políticos totalitarios del estalinismo, siendo él precisamente un reconocido militante comunista de tendencia trostkista que luchara en la Guerra Civil española en defensa de la II República y en las filas del Partido Obrero de Unificación Marxista (P.O.U.M.).
Por el contrario, en la novela Un mundo feliz, de Aldous Huxley (1894-1963), el sistema político parece a priori mucho más tolerante con los ciudadanos. Aparentemente éstos se comportan como quieren, si bien objetivamente no dejan de ser también súbditos del sistema, pero aceptan las creencias que el sistema impone. Así, los ciudadanos no se mantienen obedientes por medio de la coerción sino por medio del «condicionamiento» o adoctrinamiento social, es decir, de un complejo sistema por el cual a los ciudadanos se les inculca repetidamente una serie de ideas y creencias. Y ello se realiza tanto a través de su vida cotidiana como incluso durante el sueño. Haciéndose esto desde el primer día de nacimiento, los niños van interiorizando determinadas ideas que creerán realmente suyas, sin entenderlas como algo ajeno. La ayuda de sustancias químicas contribuirá, en este sistema, a mantener a los ciudadanos obedientes. Los disidentes en este elaborado sistema son tan pocos, y tan marginales, que se les permite marchar del sistema aunque sea bajo la forma del destierro. Aquí Huxley dibuja un sistema en el que fundamentalmente opera un cierto tipo de hegemonía cultural, ya que el resultado es que los ciudadanos asumen como propias las creencias del grupo dominante y aceptan como suyo el proyecto político en su conjunto. No lo ponen en cuestión.
Lo que Gramsci sugiere es que puede existir una clase dominante que, sin embargo, carezca de hegemonía. Dice el italiano que en esos casos la hegemonía pertenecería a las antiguas clases dominantes, todo lo cual obstaculizaría un efectivo proceso de transformación. Dicho de otra forma, como los ciudadanos no han interiorizado las creencias que legitimen el nuevo sistema se producirá una disociación ideológica entre los intereses de los nuevos grupos dominantes y los intereses de los dominados, de tal forma que éstos no verían ya más como suyo el proceso transformador[9]. Eso es lo que Gramsci critica de la estrategia de la Unión Soviética. El éxito de la industrialización rápida se alcanzaría a costa de la hegemonía cultural, cuya consecución necesariamente requiere unas condiciones distintas a las que se dan bajo esa velocidad de industrialización. No obstante, no parece que a la luz de la historia de la Unión Soviética parezca ésta una tesis generalizable. De hecho, los soviéticos consiguieron altos niveles de adscripción ideológica por parte de los ciudadanos hasta el punto de que se dieron experiencias tales como el estajanovismo, debido al minero Aleksei Stajánov (1906-1977), que propugnaba el aumento de la productividad por la vía extensiva, esto es, trabajando muchas más horas a iniciativa de los propios trabajadores.
Para comprender mejor lo que sugiere Gramsci pueden servirnos dos distopías, utopías negativas o contra-utopías, que nos ha dado el mundo de la literatura. Con ellas podremos describir más acertadamente las diferencias entre un sistema político construido bajo un estatus de hegemonía cultural y otro que no.
En la novela 1984, de George Orwell (1903-1950), el Gran Hermano es el sistema totalitario que controla la vida social y privada de los ciudadanos. Este sistema basa su fuerza en la coerción y el miedo, lo que complementa con un uso inteligente y cínico del lenguaje y de la información. Aquel ciudadano que disiente, o que se sale de los estrechos márgenes ideológicos impuestos por el sistema, es vaporizado del mundo. Lo que mantiene a los súbditos obedientes no es otra cosa que el miedo a ser asesinados por los grupos dominantes. Ese hecho provoca que los dirigentes políticos del sistema sean capaces de doblepensar, esto es, de saber que la información que difunden es falsa pero a la vez aceptarla como verdadera. El ministerio que controla la información y la historia del país, Oceanía, se dedica continuamente a la producción de eslóganes políticos con los que adoctrinar a la población, así como a la reconstrucción de una nueva versión de la historia que legitime la política coyuntural del Gran Hermano. En esta novela tenemos claramente a un poder inmenso, casi omnipotente y omnipresente, que carece de hegemonía cultural. Los ciudadanos asumen la ideología dominante mayoritariamente por el miedo a no hacerlo. Orwell escribió la novela pensando en los sistemas políticos totalitarios del estalinismo, siendo él precisamente un reconocido militante comunista de tendencia trostkista que luchara en la Guerra Civil española en defensa de la II República y en las filas del Partido Obrero de Unificación Marxista (P.O.U.M.).
Por el contrario, en la novela Un mundo feliz, de Aldous Huxley (1894-1963), el sistema político parece a priori mucho más tolerante con los ciudadanos. Aparentemente éstos se comportan como quieren, si bien objetivamente no dejan de ser también súbditos del sistema, pero aceptan las creencias que el sistema impone. Así, los ciudadanos no se mantienen obedientes por medio de la coerción sino por medio del «condicionamiento» o adoctrinamiento social, es decir, de un complejo sistema por el cual a los ciudadanos se les inculca repetidamente una serie de ideas y creencias. Y ello se realiza tanto a través de su vida cotidiana como incluso durante el sueño. Haciéndose esto desde el primer día de nacimiento, los niños van interiorizando determinadas ideas que creerán realmente suyas, sin entenderlas como algo ajeno. La ayuda de sustancias químicas contribuirá, en este sistema, a mantener a los ciudadanos obedientes. Los disidentes en este elaborado sistema son tan pocos, y tan marginales, que se les permite marchar del sistema aunque sea bajo la forma del destierro. Aquí Huxley dibuja un sistema en el que fundamentalmente opera un cierto tipo de hegemonía cultural, ya que el resultado es que los ciudadanos asumen como propias las creencias del grupo dominante y aceptan como suyo el proyecto político en su conjunto. No lo ponen en cuestión.
Dicho todo esto, y saliendo del mundo de la
literatura, ¿cuáles son los medios por los cuales los ciudadanos interiorizan
las creencias de los grupos dominantes? ¿cómo pueden hacerse dominantes los
sistemas de creencias emancipadores? es decir, ¿cómo alcanzar la hegemonía
cultural necesaria para acompañar un proceso de transformación radical del
sistema?
Los intelectuales y los think-tanks
La respuesta está en los intelectuales, o en cierta concepción de éstos. Y es que precisamente de la necesidad de ensamblar los intereses de los grupos dominantes con las creencias de los grupos dominados surge el papel de los intelectuales y de los llamados think-tanks, o institutos de creación de pensamiento.
Actualmente podríamos decir que la ideología dominante es sin lugar a dudas la que hemos convenido en llamar neoliberalismo. El neoliberalismo, como ideología, se basa en algunas ideas nucleares que exaltan la lógica del mercado y que critican la intervención pública en la economía. Pero esta ideología, naturalmente, no se ha convertido en dominante surgiendo de la nada. Aunque hoy tales ideas trasluzcan en los telediarios, universidades, series de televisión, películas y libros de toda naturaleza, no siempre fue una ideología dominante. Es más, uno de sus padres fundadores, de aquellos intelectuales que supieron compactar en un discurso coherente las ideas que sustentan tal ideología, Friedrich Hayek (1899-1992), definió en los años treinta del siglo XX al discurso económico del neoliberalismo como heterodoxia. Paradojas de la historia, no tardaría demasiados años en convertirse en su contracara, la ortodoxia.
Para empezar, el neoliberalismo es una versión moderna, muy adaptada y radicalizada, del liberalismo clásico de la filosofía política. Como tal, postula e impone una visión del mundo «basada en el individualismo, la mercantilización de la vida social, el predominio de la competencia en las relaciones sociales, la cultura de consumo, la exaltación del éxito como criterio de mérito y el desprecio o la irrelevancia de todo tipo de valores comunitarios»[10]. Como fuentes originales, además de los planteamientos del ya citado Hayek, cabe destacar las contribuciones del economista Milton Friedman (1912-2006). De hecho, la génesis del neoliberalismo puede encontrarse en un «un pequeño embrión que, a mitad del siglo XX, se forma en la Universidad de Chicago, con Hayek y sus discípulos como núcleo (Milton Friedman entre ellos), embrión del que progresivamente se deriva una enorme red internacional de fundaciones, institutos, centros de investigación, publicaciones, académicos, escritores y relaciones públicas»[11].
Eso es lo importante para nosotros, lo que pretendemos destacar. Aún en época de dominio de la práctica ideológica keynesiana, que propugnaba la intervención del Estado en la economía, los partidarios del neoliberalismo comenzaron a crear redes de creación de pensamiento. Sin duda muy bien financiadas por aquellos sujetos económicos, tales como grandes empresas y grandes fortunas, que se beneficiarían en la práctica de la puesta en marcha de las políticas basadas en el ideario neoliberal. En todo caso, estas redes sirvieron para elaborar, desarrollar y perfeccionar teorías y discursos tanto políticos como económicos que daban coherencia a la ideología neoliberal y que permitían su difusión internacional. Al final, y llegada la crisis del keynesianismo en los años setenta del siglo XX, el neoliberalismo estaba perfectamente posicionado para dar el salto y alcanzar la hegemonía.
La ideología, convertida en un discurso, penetraba de esa forma en todos los ámbitos de la vida cotidiana –y también de las tradiciones políticas opuestas- de las personas hasta alcanzar la hegemonía. Así fue como el discurso neoliberal se difundió y se convirtió en el nuevo sentido común del que hablaba Gramsci. De hecho, hoy criticar el libre mercado y la competencia como mejor mecanismo de asignación de recursos es visto como de «locos». Incluso un líder teóricamente socialdemócrata, como Alfredo Pérez Rubalcaba (1951-), número uno del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), aseguró recientemente en un debate televisado con el politólogo Pablo Iglesias Turrión (1978-) que la nacionalización de un sector energético «son soluciones de otros países, de otros modelos, (…) por ejemplo la Unión Soviética»[12] y que él creía «firmemente en que tiene que haber competencia»[13] porque pensaba «que es mejor que haya un sector eléctrico privado, que haya reglas que garanticen la competencia y que por lo tanto beneficien a los ciudadanos»[14].
No obstante, las redes que conformaban universidades, medios de comunicación, fundaciones y otros tipos de instituciones no son sino meros medios de difusión de las ideas. La clave última reside en los intelectuales, esto es, en las personas capaces de dar coherencia a la ideología y convertirla en completos programas políticos. Crear ideología para dar consistencia a un determinado sistema político.
Sin embargo, no siempre se ha concebido a los intelectuales de esta forma. Autores como Brenda creían que los intelectuales que «contribuían a intensificar la lucha por los ideales de grupo o partidistas en detrimento de la defensa de los intereses generales y la búsqueda de la justicia imparcial»[15] estaban traicionando su misión universal. Ésta habría de ser aquella que «defendiese la razón contra la pasión, el interés general frente al interés nacional o de clase»[16]. Para Brenda, en definitiva, los intelectuales de verdad, los que hacían honor a esta categoría, eran los que no se comprometían social o moralmente.
Los intelectuales y los think-tanks
La respuesta está en los intelectuales, o en cierta concepción de éstos. Y es que precisamente de la necesidad de ensamblar los intereses de los grupos dominantes con las creencias de los grupos dominados surge el papel de los intelectuales y de los llamados think-tanks, o institutos de creación de pensamiento.
Actualmente podríamos decir que la ideología dominante es sin lugar a dudas la que hemos convenido en llamar neoliberalismo. El neoliberalismo, como ideología, se basa en algunas ideas nucleares que exaltan la lógica del mercado y que critican la intervención pública en la economía. Pero esta ideología, naturalmente, no se ha convertido en dominante surgiendo de la nada. Aunque hoy tales ideas trasluzcan en los telediarios, universidades, series de televisión, películas y libros de toda naturaleza, no siempre fue una ideología dominante. Es más, uno de sus padres fundadores, de aquellos intelectuales que supieron compactar en un discurso coherente las ideas que sustentan tal ideología, Friedrich Hayek (1899-1992), definió en los años treinta del siglo XX al discurso económico del neoliberalismo como heterodoxia. Paradojas de la historia, no tardaría demasiados años en convertirse en su contracara, la ortodoxia.
Para empezar, el neoliberalismo es una versión moderna, muy adaptada y radicalizada, del liberalismo clásico de la filosofía política. Como tal, postula e impone una visión del mundo «basada en el individualismo, la mercantilización de la vida social, el predominio de la competencia en las relaciones sociales, la cultura de consumo, la exaltación del éxito como criterio de mérito y el desprecio o la irrelevancia de todo tipo de valores comunitarios»[10]. Como fuentes originales, además de los planteamientos del ya citado Hayek, cabe destacar las contribuciones del economista Milton Friedman (1912-2006). De hecho, la génesis del neoliberalismo puede encontrarse en un «un pequeño embrión que, a mitad del siglo XX, se forma en la Universidad de Chicago, con Hayek y sus discípulos como núcleo (Milton Friedman entre ellos), embrión del que progresivamente se deriva una enorme red internacional de fundaciones, institutos, centros de investigación, publicaciones, académicos, escritores y relaciones públicas»[11].
Eso es lo importante para nosotros, lo que pretendemos destacar. Aún en época de dominio de la práctica ideológica keynesiana, que propugnaba la intervención del Estado en la economía, los partidarios del neoliberalismo comenzaron a crear redes de creación de pensamiento. Sin duda muy bien financiadas por aquellos sujetos económicos, tales como grandes empresas y grandes fortunas, que se beneficiarían en la práctica de la puesta en marcha de las políticas basadas en el ideario neoliberal. En todo caso, estas redes sirvieron para elaborar, desarrollar y perfeccionar teorías y discursos tanto políticos como económicos que daban coherencia a la ideología neoliberal y que permitían su difusión internacional. Al final, y llegada la crisis del keynesianismo en los años setenta del siglo XX, el neoliberalismo estaba perfectamente posicionado para dar el salto y alcanzar la hegemonía.
La ideología, convertida en un discurso, penetraba de esa forma en todos los ámbitos de la vida cotidiana –y también de las tradiciones políticas opuestas- de las personas hasta alcanzar la hegemonía. Así fue como el discurso neoliberal se difundió y se convirtió en el nuevo sentido común del que hablaba Gramsci. De hecho, hoy criticar el libre mercado y la competencia como mejor mecanismo de asignación de recursos es visto como de «locos». Incluso un líder teóricamente socialdemócrata, como Alfredo Pérez Rubalcaba (1951-), número uno del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), aseguró recientemente en un debate televisado con el politólogo Pablo Iglesias Turrión (1978-) que la nacionalización de un sector energético «son soluciones de otros países, de otros modelos, (…) por ejemplo la Unión Soviética»[12] y que él creía «firmemente en que tiene que haber competencia»[13] porque pensaba «que es mejor que haya un sector eléctrico privado, que haya reglas que garanticen la competencia y que por lo tanto beneficien a los ciudadanos»[14].
No obstante, las redes que conformaban universidades, medios de comunicación, fundaciones y otros tipos de instituciones no son sino meros medios de difusión de las ideas. La clave última reside en los intelectuales, esto es, en las personas capaces de dar coherencia a la ideología y convertirla en completos programas políticos. Crear ideología para dar consistencia a un determinado sistema político.
Sin embargo, no siempre se ha concebido a los intelectuales de esta forma. Autores como Brenda creían que los intelectuales que «contribuían a intensificar la lucha por los ideales de grupo o partidistas en detrimento de la defensa de los intereses generales y la búsqueda de la justicia imparcial»[15] estaban traicionando su misión universal. Ésta habría de ser aquella que «defendiese la razón contra la pasión, el interés general frente al interés nacional o de clase»[16]. Para Brenda, en definitiva, los intelectuales de verdad, los que hacían honor a esta categoría, eran los que no se comprometían social o moralmente.
Cualquiera puede comprobar aquí que la
descripción que hace Brenda de los intelectuales es la de unos seres
atemporales, amorales y que se sitúan románticamente por encima de la vida
mundana. No se comprometen cuando ven los problemas de sus conciudadanos sino
que permanecen al margen. Detrás de esta idea defendida por Brenda estaría la
supuesta neutralidad ideológica, que junto con Gramsci hemos impugnado
anteriormente. No existe la gente que no cree en nada, no existe la gente
neutral y por supuesto tampoco existen los intelectuales neutrales.
Y precisamente volvemos con Gramsci para tratar el papel del intelectual. Si ciertamente el origen de la palabra ideología tuvo lugar durante la Revolución Francesa[17], para Gramsci el intelectual es parte esencial de la actividad revolucionaria. El intelectual es el elemento clave que romperá la hegemonía del grupo dominante bajo el capitalismo y que permitirá construir otra nueva para servir al socialismo. El papel del intelectual es el de ensamblar las ideas de un determinado grupo social subalterno o dominado, a fin de alcanzar suficiente consenso social como para construir una sociedad alternativa.
Claro que, observa de nuevo Gramsci, el grupo dominante también tiene a sus propios intelectuales. Él los llama intelectuales tradicionales, y en nuestra época podríamos sin duda incluir en este grupo tanto a Friedman como a Hayek, por poner dos ejemplos evidentes. Frente a ellos, la tarea de los intelectuales no-tradicionales será la de desvelar y criticar el ya citado sentido común, a fin de romper las creencias dominantes que ensamblan y legitiman el orden social injusto que mantiene las relaciones de dominación entre los grupos. Paralelamente, esas creencias han de ser sustituidas por otras alternativas, lo que significa que el intelectual ha de contribuir a formar una nueva concepción del mundo. Es decir, el intelectual no-tradicional tiene la misión de proporcionar las herramientas para mostrar que otro mundo es posible en las mentes de los grupos sociales dominados.
Y es aquí donde entra, para Gramsci, el partido político. Porque para el italiano, que fue fundador del ya extinto Partido Comunista Italiano (PCI), el partido es el intelectual colectivo que permite tejer alianzas entre el partido y los grupos dominados. Más adelante tendremos oportunidad de analizar con detalle lo que para Gramsci significaba un partido político, concepción la suya que distaba por mucho de lo que hoy entendemos coloquialmente y a la que desgraciadamente nos hemos acostumbrado incluso entre la izquierda alternativa. De momento nos quedamos en el papel ideológico que cumple el partido, a juicio del pensador italiano.
Para Gramsci todas las personas pertenecientes a un partido deben convertirse en intelectuales, de modo que esta categoría no queda reservada a una pequeña élite pensante sino que debe asociarse a todos los militantes. Todos ellos conforman el intelectual orgánico que debe crear una voluntad colectiva y dar homogeneidad y conciencia a los grupos dominados. Gramsci pensaba que creada esa voluntad colectiva, la clase trabajadora estaría en condiciones de crear un bloque social histórico junto con otros grupos dominados y donde la propia clase trabajadora fuese la directora del proceso.
Lo que Gramsci quiere expresar es que «esta lucha es un aspecto crucial de la estrategias revolucionarias en todas las circunstancias» [18] y que «la disputa de la hegemonía, en la medida que era posible, antes de la transición al poder, es particularmente importante en países donde el núcleo de clase dominante en el poder enlaza con las masas subalternas más que en la coerción»[19].
Por todas estas razones le damos tanta importancia a la batalla de las ideas, o batalla de las ideologías, que como ya vimos Fukuyama quiso desterrar. Pero gracias a este desarrollo también hemos logrado desembarazarnos de una interpretación determinista de la teoría marxista según la cual los cambios en la sociedad serán producidos exclusivamente a través de los cambios en la realidad material. Es decir, la idea según la cual el hombre nuevo de la sociedad ideal nacerá y se extenderá automáticamente una vez se haya logrado cambiar la sociedad misma. Así, para el pensamiento marxista más ortodoxo sólo el cambio en las relaciones de producción, en la base material de la sociedad, es suficiente para alcanzar una nueva sociedad y un hombre nuevo. De esa forma quedan en un plano secundario los elementos ideológicos, entendidos aquí como una simple superestructura que cambiaría prácticamente de forma automática con el cambio en la base material. Dicho de otra forma, la batalla de las ideas pasaba a un segundo plano.
Como el filósofo Norberto Bobbio (1909-2004) explica, «la diferencia fundamental entre el religioso y el revolucionario consiste en que el primero pretende la renovación de la sociedad mediante la renovación del hombre, mientras que el segundo pretende la renovación del hombre mediante la renovación de la sociedad»[20]. La idea es interesante, porque a lo que Bobbio se refiere aquí como revolucionario es a la caricatura del marxismo determinista, según el cual la constitución de una sociedad socialista resolverá todos los males del hombre (y de la mujer). Así, no sólo el egoísmo sino también el desprecio al débil, el racismo o el machismo serán derrotados y desaparecidos del alma humana inmediatamente tras el advenimiento del socialismo. Esta idea, que domina toda una interpretación del marxismo que todo lo reduce al enfrentamiento entre clases sociales en el ámbito productivo, es la que estamos impugnando aquí junto con Gramsci. No cabe duda de que si no hay victorias ideológicas, el socialismo productivo perfectamente podría ser egoísta, machista, homófobo y racista.
En definitiva, si un proyecto ideológico de izquierdas no alcanza la hegemonía cultural, esto es, si no es interiorizado y asumido como propio por la base social y la mayoría de los grupos dominados, entonces cualquier revolución en el mundo material puede fácilmente acabar derrotada tarde o temprano en la arena. Y esa batalla ideológica tiene que ser librada antes de la transición al poder, pero también durante y después de la misma.
El cambio ideológico a través de la acción
Llegados a este punto sabemos que los intelectuales juegan un papel fundamental en la construcción de una ideología alternativa que pueda disputar la hegemonía a la ideología dominante. Sin embargo, surge una pregunta al respecto: ¿los modelos teóricos tienen que impulsarse desde instancias superiores –por ejemplo, los intelectuales- una vez estén construidos o por el contrario aquellos se van construyendo en la práctica cotidiana? Puede parecer una pregunta inocente, pero en absoluto es así.
Podríamos valorar una primera respuesta. Por ejemplo, determinadas tradiciones políticas consideran que la tarea de los intelectuales es enseñar la verdad a los que no la conocen, que son habitualmente los más desfavorecidos de la sociedad. Así, una élite de intelectuales jugaría un papel de vanguardia que, dotada con una ideología, enseñaría a los subalternos cómo rebelarse ante los opresores. Esta relación de alumno/profesor está verdaderamente viciada y es ciertamente peligrosa. Y es que esta idea puede servir para justificar que un partido, actuando como intelectual colectivo o simplemente como aparato burocrático, anuncie desde un púlpito alejado de todo contacto con la realidad qué es lo necesario para todos y qué no lo es. Al final, si el partido en cuestión está en el poder político puede constituirse como guía errónea y autoritaria, pero si el partido está en la oposición sencillamente cae en el olvido al ser incapaz de conectar con lo que la gente siente cotidianamente.
Más apropiada parece una segunda posible respuesta. Sería en estos sentimientos, en las experiencias cotidianas de la gente, donde se encuentra el germen de toda construcción alternativa. Es decir, es en la vida material donde podemos encontrar los elementos que han de permitir construir un discurso ideológico coherente. Al vecino de un barrio deprimido probablemente no le interesan los grandes discursos políticos, pero sí las explicaciones y las esperanzas que conectan con sus sensaciones e impulsos y que, naturalmente, nacen en su vida en el barrio deprimido. Así, lo que importa es saber qué siente él de la propiedad privada cuando a sus vecinos, o a él mismo, los desahucian de sus casas para que el banco siga acumulando beneficios en su cuenta de resultados. Esa probable frustración ante un hecho que puede estudiarse –la acumulación incesante de beneficios del capital por encima de cualquier derecho humano- es la que permite conectar al pueblo con los discursos ideológicos. Esa y no otra es la tarea de un intelectual: conectar los impulsos, sentimientos y pensamientos superficiales del pueblo con los análisis científicos de la realidad social, articulando de esa forma un discurso ideológico emancipatorio.
Mientras en la primera posibilidad el intelectual era una persona comprometida pero que enseñaba la verdad desde su aventajada y alejada posición social, en la segunda posibilidad el intelectual emerge desde el mismo corazón del conflicto político en una relación dialéctica.
Así pues, lo que estamos diciendo es que la subjetividad se crea fundamentalmente en la práctica cotidiana. Todos tenemos ideas que surgen de la experiencia vital, pero que no están aún conectadas coherentemente ni forman una ideología compacta. A este respecto el lingüista y filósofo Valentin Voloshikov (1895-1936) diferenció entre una ideología comportamental y un sistema de ideas establecido, para dejar constancia de que los comportamientos que nacen impulsivamente muestran también rasgos ideológicos. La ideología comportamental sería la suma de las experiencias vitales y las expresiones externas directamente conectadas. De forma parecida lo analiza el filósofo Raymond Williams (1921-1988), al definir como estructura de sentimiento a «aquellas formas elusivas y no palpables de conciencia social que son a la vez tan evanescentes como sugiere el ‘sentimiento’»[21]. Esa noción de Williams pretende definir las formas de conciencia que luchan por abrirse paso y por convertirse en sistemas de ideas más compactos.
Al fin y al cabo, el propio Gramsci decía esto mismo cuando advirtió que el partido no podía hacer despertar la voluntad popular por medio de actos arbitrarios sino que debía considerar los sentimientos espontáneos de las masas, los cuales deben ser «educados, dirigidos, purificados, pero nunca ignorados»[22]. Es decir, a juicio de Gramsci el intelectual debe estar en el conflicto político escuchando y palpando el sentir popular, y sabiendo distinguir entre aquellas ideas que reflejan la ideología dominante y aquellas otras que reflejan el germen emancipatorio. Esta idea podemos adaptarla a todos los fenómenos concretos de la realidad.
Imaginemos que tenemos un conflicto político en la realidad material. Un desahucio que ejecuta un banco sobre una vivienda de un barrio deprimido en la que vive una familia sin recursos. El nivel de frustración en todo el vecindario es inmenso, y son centenares los vecinos que salen solidariamente a defender a la familia. El comportamiento de los vecinos es puramente reactivo ante lo que consideran una injusticia, pero no alcanza un grado ideológico completo al no inscribir ese hecho concreto, el desahucio, con un proyecto más amplio de transformación social. Es decir, no se visualiza como parte de un conflicto político sino como un fenómeno aislado. Sin embargo, a parar el desahucio también han acudido activistas de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), quienes además de asesorar jurídicamente a la familia afectada se han detenido a explicar a todo el vecindario cuál es la cadena causal que conecta el hecho concreto con el proceso global. Son ellos quienes, con una adecuada estrategia comunicativa, consiguen elevar los sentimientos y la frustración primaria de la ciudadanía a un nivel puramente ideológico. Se despierta, de ese modo, cierta voluntad colectiva. La PAH opera como intelectual colectivo en el sentido gramsciano.
Y precisamente volvemos con Gramsci para tratar el papel del intelectual. Si ciertamente el origen de la palabra ideología tuvo lugar durante la Revolución Francesa[17], para Gramsci el intelectual es parte esencial de la actividad revolucionaria. El intelectual es el elemento clave que romperá la hegemonía del grupo dominante bajo el capitalismo y que permitirá construir otra nueva para servir al socialismo. El papel del intelectual es el de ensamblar las ideas de un determinado grupo social subalterno o dominado, a fin de alcanzar suficiente consenso social como para construir una sociedad alternativa.
Claro que, observa de nuevo Gramsci, el grupo dominante también tiene a sus propios intelectuales. Él los llama intelectuales tradicionales, y en nuestra época podríamos sin duda incluir en este grupo tanto a Friedman como a Hayek, por poner dos ejemplos evidentes. Frente a ellos, la tarea de los intelectuales no-tradicionales será la de desvelar y criticar el ya citado sentido común, a fin de romper las creencias dominantes que ensamblan y legitiman el orden social injusto que mantiene las relaciones de dominación entre los grupos. Paralelamente, esas creencias han de ser sustituidas por otras alternativas, lo que significa que el intelectual ha de contribuir a formar una nueva concepción del mundo. Es decir, el intelectual no-tradicional tiene la misión de proporcionar las herramientas para mostrar que otro mundo es posible en las mentes de los grupos sociales dominados.
Y es aquí donde entra, para Gramsci, el partido político. Porque para el italiano, que fue fundador del ya extinto Partido Comunista Italiano (PCI), el partido es el intelectual colectivo que permite tejer alianzas entre el partido y los grupos dominados. Más adelante tendremos oportunidad de analizar con detalle lo que para Gramsci significaba un partido político, concepción la suya que distaba por mucho de lo que hoy entendemos coloquialmente y a la que desgraciadamente nos hemos acostumbrado incluso entre la izquierda alternativa. De momento nos quedamos en el papel ideológico que cumple el partido, a juicio del pensador italiano.
Para Gramsci todas las personas pertenecientes a un partido deben convertirse en intelectuales, de modo que esta categoría no queda reservada a una pequeña élite pensante sino que debe asociarse a todos los militantes. Todos ellos conforman el intelectual orgánico que debe crear una voluntad colectiva y dar homogeneidad y conciencia a los grupos dominados. Gramsci pensaba que creada esa voluntad colectiva, la clase trabajadora estaría en condiciones de crear un bloque social histórico junto con otros grupos dominados y donde la propia clase trabajadora fuese la directora del proceso.
Lo que Gramsci quiere expresar es que «esta lucha es un aspecto crucial de la estrategias revolucionarias en todas las circunstancias» [18] y que «la disputa de la hegemonía, en la medida que era posible, antes de la transición al poder, es particularmente importante en países donde el núcleo de clase dominante en el poder enlaza con las masas subalternas más que en la coerción»[19].
Por todas estas razones le damos tanta importancia a la batalla de las ideas, o batalla de las ideologías, que como ya vimos Fukuyama quiso desterrar. Pero gracias a este desarrollo también hemos logrado desembarazarnos de una interpretación determinista de la teoría marxista según la cual los cambios en la sociedad serán producidos exclusivamente a través de los cambios en la realidad material. Es decir, la idea según la cual el hombre nuevo de la sociedad ideal nacerá y se extenderá automáticamente una vez se haya logrado cambiar la sociedad misma. Así, para el pensamiento marxista más ortodoxo sólo el cambio en las relaciones de producción, en la base material de la sociedad, es suficiente para alcanzar una nueva sociedad y un hombre nuevo. De esa forma quedan en un plano secundario los elementos ideológicos, entendidos aquí como una simple superestructura que cambiaría prácticamente de forma automática con el cambio en la base material. Dicho de otra forma, la batalla de las ideas pasaba a un segundo plano.
Como el filósofo Norberto Bobbio (1909-2004) explica, «la diferencia fundamental entre el religioso y el revolucionario consiste en que el primero pretende la renovación de la sociedad mediante la renovación del hombre, mientras que el segundo pretende la renovación del hombre mediante la renovación de la sociedad»[20]. La idea es interesante, porque a lo que Bobbio se refiere aquí como revolucionario es a la caricatura del marxismo determinista, según el cual la constitución de una sociedad socialista resolverá todos los males del hombre (y de la mujer). Así, no sólo el egoísmo sino también el desprecio al débil, el racismo o el machismo serán derrotados y desaparecidos del alma humana inmediatamente tras el advenimiento del socialismo. Esta idea, que domina toda una interpretación del marxismo que todo lo reduce al enfrentamiento entre clases sociales en el ámbito productivo, es la que estamos impugnando aquí junto con Gramsci. No cabe duda de que si no hay victorias ideológicas, el socialismo productivo perfectamente podría ser egoísta, machista, homófobo y racista.
En definitiva, si un proyecto ideológico de izquierdas no alcanza la hegemonía cultural, esto es, si no es interiorizado y asumido como propio por la base social y la mayoría de los grupos dominados, entonces cualquier revolución en el mundo material puede fácilmente acabar derrotada tarde o temprano en la arena. Y esa batalla ideológica tiene que ser librada antes de la transición al poder, pero también durante y después de la misma.
El cambio ideológico a través de la acción
Llegados a este punto sabemos que los intelectuales juegan un papel fundamental en la construcción de una ideología alternativa que pueda disputar la hegemonía a la ideología dominante. Sin embargo, surge una pregunta al respecto: ¿los modelos teóricos tienen que impulsarse desde instancias superiores –por ejemplo, los intelectuales- una vez estén construidos o por el contrario aquellos se van construyendo en la práctica cotidiana? Puede parecer una pregunta inocente, pero en absoluto es así.
Podríamos valorar una primera respuesta. Por ejemplo, determinadas tradiciones políticas consideran que la tarea de los intelectuales es enseñar la verdad a los que no la conocen, que son habitualmente los más desfavorecidos de la sociedad. Así, una élite de intelectuales jugaría un papel de vanguardia que, dotada con una ideología, enseñaría a los subalternos cómo rebelarse ante los opresores. Esta relación de alumno/profesor está verdaderamente viciada y es ciertamente peligrosa. Y es que esta idea puede servir para justificar que un partido, actuando como intelectual colectivo o simplemente como aparato burocrático, anuncie desde un púlpito alejado de todo contacto con la realidad qué es lo necesario para todos y qué no lo es. Al final, si el partido en cuestión está en el poder político puede constituirse como guía errónea y autoritaria, pero si el partido está en la oposición sencillamente cae en el olvido al ser incapaz de conectar con lo que la gente siente cotidianamente.
Más apropiada parece una segunda posible respuesta. Sería en estos sentimientos, en las experiencias cotidianas de la gente, donde se encuentra el germen de toda construcción alternativa. Es decir, es en la vida material donde podemos encontrar los elementos que han de permitir construir un discurso ideológico coherente. Al vecino de un barrio deprimido probablemente no le interesan los grandes discursos políticos, pero sí las explicaciones y las esperanzas que conectan con sus sensaciones e impulsos y que, naturalmente, nacen en su vida en el barrio deprimido. Así, lo que importa es saber qué siente él de la propiedad privada cuando a sus vecinos, o a él mismo, los desahucian de sus casas para que el banco siga acumulando beneficios en su cuenta de resultados. Esa probable frustración ante un hecho que puede estudiarse –la acumulación incesante de beneficios del capital por encima de cualquier derecho humano- es la que permite conectar al pueblo con los discursos ideológicos. Esa y no otra es la tarea de un intelectual: conectar los impulsos, sentimientos y pensamientos superficiales del pueblo con los análisis científicos de la realidad social, articulando de esa forma un discurso ideológico emancipatorio.
Mientras en la primera posibilidad el intelectual era una persona comprometida pero que enseñaba la verdad desde su aventajada y alejada posición social, en la segunda posibilidad el intelectual emerge desde el mismo corazón del conflicto político en una relación dialéctica.
Así pues, lo que estamos diciendo es que la subjetividad se crea fundamentalmente en la práctica cotidiana. Todos tenemos ideas que surgen de la experiencia vital, pero que no están aún conectadas coherentemente ni forman una ideología compacta. A este respecto el lingüista y filósofo Valentin Voloshikov (1895-1936) diferenció entre una ideología comportamental y un sistema de ideas establecido, para dejar constancia de que los comportamientos que nacen impulsivamente muestran también rasgos ideológicos. La ideología comportamental sería la suma de las experiencias vitales y las expresiones externas directamente conectadas. De forma parecida lo analiza el filósofo Raymond Williams (1921-1988), al definir como estructura de sentimiento a «aquellas formas elusivas y no palpables de conciencia social que son a la vez tan evanescentes como sugiere el ‘sentimiento’»[21]. Esa noción de Williams pretende definir las formas de conciencia que luchan por abrirse paso y por convertirse en sistemas de ideas más compactos.
Al fin y al cabo, el propio Gramsci decía esto mismo cuando advirtió que el partido no podía hacer despertar la voluntad popular por medio de actos arbitrarios sino que debía considerar los sentimientos espontáneos de las masas, los cuales deben ser «educados, dirigidos, purificados, pero nunca ignorados»[22]. Es decir, a juicio de Gramsci el intelectual debe estar en el conflicto político escuchando y palpando el sentir popular, y sabiendo distinguir entre aquellas ideas que reflejan la ideología dominante y aquellas otras que reflejan el germen emancipatorio. Esta idea podemos adaptarla a todos los fenómenos concretos de la realidad.
Imaginemos que tenemos un conflicto político en la realidad material. Un desahucio que ejecuta un banco sobre una vivienda de un barrio deprimido en la que vive una familia sin recursos. El nivel de frustración en todo el vecindario es inmenso, y son centenares los vecinos que salen solidariamente a defender a la familia. El comportamiento de los vecinos es puramente reactivo ante lo que consideran una injusticia, pero no alcanza un grado ideológico completo al no inscribir ese hecho concreto, el desahucio, con un proyecto más amplio de transformación social. Es decir, no se visualiza como parte de un conflicto político sino como un fenómeno aislado. Sin embargo, a parar el desahucio también han acudido activistas de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), quienes además de asesorar jurídicamente a la familia afectada se han detenido a explicar a todo el vecindario cuál es la cadena causal que conecta el hecho concreto con el proceso global. Son ellos quienes, con una adecuada estrategia comunicativa, consiguen elevar los sentimientos y la frustración primaria de la ciudadanía a un nivel puramente ideológico. Se despierta, de ese modo, cierta voluntad colectiva. La PAH opera como intelectual colectivo en el sentido gramsciano.
No están solos. Reporteros de diversos
canales de comunicación están retransmitiendo el desahucio en directo y en los
platós de televisión un puñado de tertulianos valoran la situación desde un
enfoque político. Buscan causas políticas y responsables a los que culpar, es
decir, buscan dar coherencia ideológica al hecho concreto. Buscan construir un
discurso ideológico a partir de los hechos retransmitidos. Y ahí están en
disputa pública diferentes sistemas ideológicos. No hace falta añadir que
también los espectadores pueden sentirse identificados con las víctimas del
desahucio y analizar políticamente el fenómeno a través de las lentes
ideológicas que les proporcionan los tertulianos. Así las cosas, la batalla de
las ideas se produce en muy distintos niveles. Pero todos comienzan en la base
material, en las experiencias vitales del pueblo.
Notas
[1] Para quienes estén interesados en el tema, es recomendable comenzar por el denso y completo trabajo de Eagleton, T. (2005): La ideología. Paidós, Madrid.
Notas
[1] Para quienes estén interesados en el tema, es recomendable comenzar por el denso y completo trabajo de Eagleton, T. (2005): La ideología. Paidós, Madrid.
[2] Sacristán, M. (1964): Prólogo a la edición en
castellano de Engels, F. (1964): Anti-Dühring. Grijalbo, México D.F.
[3] Gramsci, A. (2011): Odio a los
indiferentes. Ariel, Madrid.
[4] Dobb, M. (1972): El desarrollo de la
economía soviética desde 1917. Tecnos, Madrid.
[5] Dobb, M. (1972): El desarrollo de la
economía soviética desde 1917. Tecnos, Madrid.
[6] Dobb, M. (1972): El desarrollo de la
economía soviética desde 1917. Tecnos, Madrid.
[7] Marx, C. (2008): El Capital. Volumen I.
Fondo de Cultura Económica, México D.F.
[8] Capella, J.R. (2007): Entrada en la
barbarie. Trotta, Madrid.
[9] Coutinho, C. N. (2012): Gramsci’s
political thought. Haymarket Books, Chicago.
[10] González-Tablas, A. M. (2007): Economía
política mundial. II. Pugna e incertidumbre en la economía mundial. Ariel,
Madrid.
[11] González-Tablas, A. M. (2007): Economía
política mundial. II. Pugna e incertidumbre en la economía mundial. Ariel,
Madrid.
[12] http://www.cuatro.com/las-mananas-de-cuatro/2013/diciembre/Rubalcaba-Pablo-Iglesias-Nacionalizar-electricas_2_1719405069.html
[13] http://www.cuatro.com/las-mananas-de-cuatro/2013/diciembre/Rubalcaba-Pablo-Iglesias-Nacionalizar-electricas_2_1719405069.html
[14] http://www.cuatro.com/las-mananas-de-cuatro/2013/diciembre/Rubalcaba-Pablo-Iglesias-Nacionalizar-electricas_2_1719405069.html
[15] Intelectuales nunca mueren
[16] Intelectuales nunca mueren
[17] Tracy y Eagleton
[18] Hobsbawn, E. ()
[19] Hobsbawn, E. ()
[20] Bobbio, N. (2009): Teoría general de la
política. Trotta, Madrid.
[21] Eagleton, T. (2005): La
ideología. Paidós, Madrid.
[22] Coutinho, C. N. (2012): Gramsci’s
political thought. Haymarket Books, Chicago.