El Senador Enrique Erro vino a mi celda la tarde en que le
avisaron de su supuesta libertad (luego supimos que no era tal, sino sólo un
traslado a Buenos Aires). Vino a reclamar por adelantado lo que yo había
prometido: regalarle el juego de ajedrez que yo hacía a mano con migas de pan,
y que a él tanto le había gustado al verme ir haciéndolo con paciencia y tiempo
de más.
El juego no estaba todavía completo. Había comenzado
yo por los fáciles peones, los cuales tenían la cabeza redonda, un peinado con
flequillo, y unas polleras con flecos que le daban un supuesto aspecto de pajes
medievales. Los alfiles eran en realidad mi orgullo: un casco puntiagudo,
blasón de armas medieval al pecho, y una lanza vertical lograda al insertar un
palillo escarbadientes en la miga de pan antes de secarse.
Las piezas
negras estaban coloreadas con café; las blancas a pura saliva y prolongado
amasado, lo que les daba un color amarillento. Las piezas combinaban
insertos del color contrario. Por ejemplo, el escudo de los alfiles
negros tenía incrustada una cruz blanca; el escudo de los alfiles blancos un
caballo negro. Contaba yo en ese momento con tiempo de sobra para probar
diferentes estilos y técnicas, lo cual me permitía desechar aquellas que no me
satisfacían. Los caballos tenían un aspecto bastante realista. El
rey blanco, que es el único que tenía hecho entonces, tenía una larga barba en
relieve y blandía una espada color café. El conjunto que se iba armando
era de alguna manera impresionante. Nunca hubiera pensado hasta ese
momento que yo tuviera cualidades de artesano.
El anciano uruguayo valoraba mi obra, y en una de las tantas
mateadas compartidas me sacó el compromiso de regalarle el juego completo
cuando a él le dieran la libertad, cosa que esperaba en cualquier momento en su
tórrida celda del penal de la ciudad de Resistencia, provincia del Chaco,
República Argentina.
Yo había sido trasladado a ese penal, junto con varios otros
presos políticos, luego de Rawson y la reprimida huelga de hambre. Al
llegar nos percatamos todos de que las condiciones de Resistencia eran muy
buenas: libertad de reunión, régimen de visitas, buen clima y buena comida.
La población de presos políticos estaba rígidamente
compartimentada entre las organizaciones mayoritarias en ese momento: PRT-ERP y
Montoneros. Había algunos presos del Partido Comunista, quienes naturalmente se juntaron
con los chilenos de la Unidad Popular.
Ante la realidad de este pabellón de presos muy definido, y
para evitar inútiles y acaloradas discusiones políticas que no me llevarían a
ninguna parte, les pedí a los uruguayos formar parte de su grupo, y me
aceptaron. Eran casi todos militantes del Movimiento de Liberación
Nacional Tupamaros, tanto de su ala política como de su brazo militar.
Pancho, un cuadro intelectual montevideano que fungía como su líder. Un
moreno canario, cuyo nombre no recuerdo, era un cuadro militar que había hecho
una tatusera en su verdulería y lo
descubrieron; nunca contó a quién tuvieron en esa tatusera. De todos, el anciano Enrique Erro, quien nunca fue
miembro de Tupamaros, era sin duda su faro; su ejemplo y referencia.
Aprendí mucho en las varias semanas que compartí con
ellos. Pancho, cuyo nombre en realidad era François -hijo de franceses-
me enseñó el poco francés que todavía chamullo. Junto con las mejores
lecciones de historia de la República Oriental del Uruguay, aprendí a ensillar
el mate como se debe, sin desperdiciar yerba, moviendo la bombilla con
paciencia hacia el lado seco del mate. Me familiaricé con folclore,
música y humor orientales. Aprendí de memoria las letras de las canciones
de Viglietti y Zitarrosa. Conservo todavía el mate forrado en bola de
toro que me regaló el canario cuando me tocó a mí ser trasladado para mi
libertad.
Eran gente linda. Maravillosa, diría yo.
Patriotas pequeño-burgueses uruguayos honestos y desinteresados. Pude
compartir con ellos la vida cotidiana y los grupos de estudio debido a que a
ellos poco y nada les importaba la discusión política sobre la lucha de clases
en Argentina, y yo trataba de guardar distancia diplomática de sus discusiones
sobre Uruguay, en las que entre ellos nunca había verdadera polémica.
Constaté personalmente que a esta gente maravillosa, que
accidentalmente hoy tiene una segunda oportunidad en la historia, la ideología,
los métodos y la tradición del marxismo revolucionario les eran totalmente
ajenas. Seguramente hoy lo sigue siendo, y por lo tanto seguramente van a
desperdiciar esta nueva oportunidad.
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