José Martí ✆Pedro Ramón |
La línea de Kennedy la retomó, en lo visible, otro
presidente, James Carter, quien después de salir de la Casa Blanca visitó La
Habana en busca de una influencia que no logró en su país ni, huelga decirlo,
en Cuba. El actual presidente es también del Partido Demócrata, como aquellos
dos, un dato de interés pero que no se debe magnificar, pues allí los dos
partidos hegemónicos tienen más afinidades esenciales que diferencias y, sea
cual sea en cada caso su funcionamiento como organización, representan a los
poderosos. Pero, sin duda, Barack Obama ha dado un paso importante en el que ya
es el tramo final de su segundo y último período como titular de la Casa
Blanca. No hay que suponer que sea un gesto individual, al margen de tendencias
que ganan terreno en las fuerzas dominantes de su país. Eso mismo habla de lo
que significa, y de sus posibles alcances o limitaciones.
En el reconocimiento público por Obama del fracaso de la
empecinada táctica aplicada por los gobernantes de su país contra la Cuba
revolucionaria se ha visto un acto de coraje. Y no faltan razones para que se
haya valorado así, aunque también debe decirse que ha contado con señales de
aprobación que no tuvieron ni Prim ni Kennedy, y ni siquiera Carter. Sea como
sea, no se debe menospreciar que, además de reconocer el fracaso de la línea
utilizada hasta ahora, haya asumido la responsabilidad de proponer sustituirla
por otra que —para sus propósitos, que siguen siendo los mismos del imperio que
representa, y para su comprensión de los hechos, que puede ser renovadora, o
replanteadora— no esté de antemano condenada al fracaso.
Al discurso del presidente, la Casa Blanca añadió
declaraciones que, para quienes no se quieran engañar, no dejan lugar a duda
sobre los fines del imperio en su cambio táctico hacia Cuba, a la que el
poderío de aquel ha procurado sacar de su proyecto nacional, revolucionario,
socialista, internacionalista. Ninguna línea se abrirá paso triunfal entre las
otras posibles en un país, sino convence a la mayoría de sus fuerzas rectoras
de que será aplicada para bien de los intereses determinantes en él. Los
Estados Unidos no son una excepción.
Mientras aquella potencia sea la que es, y como es, la
brújula que allí puede triunfar no estará, si de orientación sistémica se
trata, en la solidaridad con proyecto socialista alguno, si es verdadero. Otra
cosa puede ser la voluntad de una parte mayor o menor del pueblo
estadounidense, aunque ya en su tiempo Martí rechazó la realidad de una nación
dominada por corporaciones, y donde campeaban quienes “creen que el sufragio
popular, y el pueblo que sufraga, no son corcel de raza buena, que echa abajo
de un bote del dorso al jinete imprudente que le oprime, sino gran mula mansa y
bellaca que no está bien sino cuando muy cargada y gorda y que deja que el
arriero cabalgue a más sobre la carga”.
Ante la Comisión Monetaria de 1891, con la que los Estados
Unidos mostraron su deseo de imponer el dólar en nuestra América —un recurso
para dominarla por la vía del mercado—, Martí sentenció: “A lo que se ha de
estar no es a la forma de las cosas, sino a su espíritu. Lo real es lo que
importa, no lo aparente. En la política, lo real es lo que no se ve”. Más de un
siglo después, resulta difícil ocultar lo fundamental de la política. Si acaso,
podrán pasar sin ser vistos algunos de los procedimientos empleados para lograr
o intentar su aplicación.
También en determinadas circunstancias los máximos jefes del
imperio necesitarán actuar en silencio, y como indirectamente, para que no les
frustren sus planes las tendencias opuestas a la suya dentro del mismo poder
imperial. Pero tanto el discurso del presidente como las declaraciones de la
Casa Blanca dejan a las claras qué buscan con respecto a Cuba. Directamente y
sin rodeos se están expresando asimismo empresarios imperiales que buscan para
sus intereses el filón de la nueva táctica anunciada. Y clarísimamente
expresada está la posición de este país en el discurso que en la misma fecha y
a la misma hora pronunció el presidente de sus Consejos de Estado y de
Gobierno.
Para Cuba están claras la justicia y la necesidad de que se
levante el bloqueo que se le ha impuesto por más de medio siglo. Tan claras
están como el hecho de que debe impedir que ese logro sirva a los planes de las
fuerzas empeñadas en torcerle el camino y someterla a los designios del
imperio. Con respecto a la Comisión Monetaria, y cabe decir que empleando en
parte el vocablo pueblo como sinónimo de nación, Martí advirtió: “A todo
convite entre pueblos hay que buscarle las razones ocultas. Ningún pueblo hace
nada contra su interés; de lo que se deduce que lo que un pueblo hace es lo que
está en su interés. Si dos naciones no tienen intereses comunes, no pueden
juntarse. Si se juntan, chocan. Los pueblos menores, que están aún en los
vuelcos de la gestación, no pueden unirse sin peligro con los que buscan un
remedio al exceso de productos de una población compacta y agresiva, y un
desagüe a sus turbas inquietas, en la unión con los pueblos menores”.
La realidad hoy no es la misma, pero no ha cambiado lo
bastante como para vaciar de sentido real a lo advertido por Martí. La potencia
propone a Cuba relaciones diplomáticas y comerciales que le den a ella, a la
potencia, los resultados que no le han venido de su política de hostilidad.
Para las fuerzas dominantes en los Estados Unidos sería una victoria que a Cuba
entraran, pagados por ella, recursos troyanos para la sedición, como los que
costaron prisión a un agente suyo que intentó introducirlos de modo
clandestino, y no inocentemente ni por propia iniciativa.
Por eso está bien que a la representación de aquel país en
el inicio de las conversaciones con Cuba en esta nueva etapa voces cubanas le
hagan cuantas sugerencias crean necesarias para que no se repita el afán
injerencista encarnado en agentes como el aludido, ni se permita que triunfe la
línea que preferiría mantener el bloqueo y la hostilidad que han acabado
aislando a los propios Estados Unidos pero le han causado severos daños a Cuba.
Pero lo más sensato sería pensar que la mencionada representación tiene sus
planes trazados y no actúa sin las correspondientes instrucciones de su
gobierno, por mucho que sea el margen atribuible a las iniciativas personales,
un margen que no debe suponerse desmedido cuando se discuten asuntos de
naturaleza y envergadura tan grandes como los que están sobre la mesa.
A Cuba le toca impedir que la victoria alcanzada con más de
cincuenta años de resistencia se dañe o se revierta por desprevenciones o
excesos de confianza impertinentes. Que vengan a Cuba millones de turistas y
consuman lo que nuestro país produce y ofrece, puede y debe ser ventajoso para
el erario de una nación urgida de asegurarle a su pueblo un bienestar material
digno; pero ella también necesita poner en tensión todo el cuidado que se
requiera para que no se repitan realidades como las que Nicolás Guillén repudió
en Cantos para soldados y sones para turistas.
No basta que la máxima dirección del país tenga claro lo que
a este conviene y en él debe hacerse. Es un deber del pueblo —es decir, de
quienes en él abrazan leal y lúcidamente los caminos de la soberanía y la
dignidad de la nación— estar ideológicamente preparado para defender, en cada
palmo, las conquistas revolucionarias, empezando por la dignidad nacional, y la
de cada ciudadano o ciudadana. Es vital impedir que el imperio, ayudado por
corruptos y apátridas, o por apátridas corruptos, capaces de enmascararse,
logre con su nueva táctica lo que no pudo alcanzar con la fracasada.
El dilema “O Yara o Madrid”, que desde 1898 pudo
replantearse como “O Yara o Washington”, se debe asumir hoy en las
circunstancias de estos tiempos, cuando la propaganda imperial y los valores y
desvalores convenientes a ella circula no solamente en los medios del propio
imperio y hasta empaquetada de manera artesanal. Llega por la vida, por el
pensamiento que las fuerzas dominantes propalan, y no escapan a ella ni
nuestros propios medios, que a veces se tiene la impresión de que son manejados
con desprevención que asusta, incluso en una Cuba acosada por el bloqueo.
Eso se dice de pasada en estos apuntes y —debe quedar claro—
sin abogar por interdicciones empobrecedoras y contraproducentes, ni proponer
autoaislamientos asfixiantes. Se trata de una profunda lucha cultural a la que
sería suicida dar la espalda, y por la cual pasa todo, aunque fuéramos tan
incautos como tendríamos que ser para no darnos cuenta de la realidad. En esas
tensiones, detectadas o no detectadas, se ubican desde un videoclip de dos
minutos hasta un largometraje de ficción, pasando por la música, por los
artículos que se comercializan en nuestras tiendas, por el deporte. Se ubica
todo, dígase de una vez.
El pueblo debe ser el mayor garante de que la nación
mantenga su camino, incluso cuando no esté la dirección revolucionaria
histórica, esa que, encabezada por la vanguardia del centenario martiano, desde
entonces ha marcado el rumbo de la patria. El hecho de que, al parecer, el
inicio del levantamiento del bloqueo y la normalización de las relaciones entre
los dos países se dé o se intente, lo que no se suponía posible, mientras aún
está presente esa dirección histórica, debe servir a la seguridad de los
intereses nacionales cubanos. El imperio disfrutaría si consiguiera que a Cuba
le tuerza el camino un proceso iniciado en vida de dicha dirección, pues de ese
modo se demolería un símbolo, y semejante regalo no se lo podemos hacer al
imperio, que no dejará de existir porque normalice en términos diplomáticos sus
relaciones con Cuba, normalización que, nadie lo duda, sería en sí misma un hecho
positivo.
A Cuba le corresponde perfeccionarse en todos los campos en
que le sea posible. La creciente cultura de participación ciudadana —que debió
y debe profundizarse haya o no haya bloqueo, haya o no haya relaciones
diplomáticas entre ambas naciones— ha de servir, entre otras cosas, para que el
pueblo esté en mejores condiciones de impedir que quienes vengan luego —un
luego que no debe verse, ni por decreto ni por ingenuidad, como etapa lejana o
imposible— traicionen el camino que su historia y sus tradiciones liberadoras
le señalan a Cuba. Y haya o no haya bloqueo —aunque previsiblemente le será
menos arduo si este se levanta de veras—, el país necesita alcanzar la
eficiencia económica indispensable, no como un fin en sí, sino como base para
asegurar de modo sostenible el creciente bienestar del pueblo, y mantener los
grandes logros justicieros cosechados gracias al afán socialista.
Dicha eficiencia debe obtenerla Cuba con esfuerzos propios,
y resulta necesaria cualesquiera que sean las circunstancias, y aún más para
que a nadie se le ocurra imaginar que, cuando se logre, será un fruto de la
generosidad imperial, en caso de que el bloqueo se levante de veras. Sin
ignorar las especificidades de una y de otra, pero tampoco sus interconexiones,
lo que se dice sobre economía cabe decirlo también sobre la necesidad de
ampliar el acceso a los medios de información. Esto incluye multiplicar el
acceso a internet, propósito que ya ha hecho explícito el país, y que urge
alcanzarse con precios potables para la población.
“Un pueblo es en una cosa como es en todo”, escribió Martí,
y lo dicho en las líneas anteriores se relaciona directamente con el cambio de
mentalidad reclamado en el país. En el cambio, necesario, y que —haya o no haya
bloqueo— exige sus propias medidas, se incluye la prensa. En el fortalecimiento
que se espera que ella alcance, tiene y tendrá un sitio cardinal la
erradicación del secretismo, y el fomento de un sentido de las circunstancias
que nadie confunda con que es conveniente silenciar qué significan el
imperialismo y sus personeros, ni adónde pueden llevarnos nuestros propios
errores y las deformaciones internas.
La claridad informativa se debe cuidar, según cada caso, en
todos los temas. No debe confundirse con irresponsabilidad en el tratamiento de
la información, ni la necesaria responsabilidad debe dar margen para
ocultamientos indeseables. El regreso de los tres luchadores antimperialistas
nuestros que permanecían en cárceles de los Estados Unidos constituye otro
símbolo de la resistencia revolucionaria, y de la capacidad de esta para
alcanzar victorias. La liberación de esos tres compatriotas completó el regreso
de Los Cinco a casa y ocurrió el mismo 17 de diciembre en que se dieron en
ambos países los anuncios que se han considerado la gran noticia de 2014, y
cuyas consecuencias apenas empiezan. El pueblo cubano merecía ver en vivo y en
directo la llegada de los héroes a la patria.
Sí, sería un merecido logro para Cuba, y un mérito para los
Estados Unidos, que el bloqueo aplicado a la primera se levantara totalmente y
se normalizaran de veras las relaciones diplomáticas entre ambos países. El
gobierno estadounidense las rompió en represalia contra las medidas
revolucionarias cubanas dirigidas a recuperar los bienes de la nación, que al terminar
1958 estaban en gran parte dominados por propietarios estadounidenses y por una
burguesía vernácula sometida a los intereses de aquella potencia.
Tampoco se desentenderá Cuba de realidades como, entre
otras, su calumniosa inclusión en una lista de países acusados de promover el
terrorismo, o como la base estadounidense que aún ocupa un pedazo del
territorio cubano. Por añadidura, ese pedazo de suelo ha venido usándolo el
imperio para actos criminales monstruosos —incluida la utilización “legalizada”
de la tortura—, contra los cuales no ha podido cumplir el actual presidente de
los Estados Unidos promesas que hizo durante su primera campaña electoral.
El nombre del espacio Dialogar, dialogar no es solamente
atractivo: expresa una cultura que debemos cuidar y fomentar. Pero hay personas
para quienes el diálogo vale únicamente si sirve para devaluar todo cuanto
huela a revolución y a pensamiento antimperialista, y muestran apasionada
vigilia en la defensa de sus propósitos. Los revolucionarios y patriotas no
deben descuidar lo que les corresponda defender. También para eso se necesitan
recursos tecnológicos e informativos.
Viniendo como vienen por lo general de circunstancias en que
se han visto acosadas por fuerzas poderosas, las izquierdas —verdaderas o así
llamadas— han acudido a prácticas autoritarias, incluso para defender intereses
del pueblo, base de la verdadera democracia. Pero el capitalismo es
esencialmente antidemocrático: no lo guía la voluntad de servir al pueblo, sino
el afán de lucro, y sus voceros suelen caracterizarse por despreciar a quienes
impugnan un sistema basado en la explotación de la mayoría.
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