Jesús Dapena Botero
Definitivamente Cinema Paradiso es cine de verdad. Yo la pondría dentro de las
diez mejores películas que he visto a lo largo de mi vida. Es cine de veras
pues si tratáramos de hacer un resumen del argumento nos resultaría una frase
simplona: Remembranzas de infancia y juventud de un director de cine; pues la
película es una cinta que, para comprenderla hay que mirarla una y mil veces,
una experiencia que nunca resultará fatigante, ya que es todo un placer verla
para introducirnos en el mundo de Giancaldo, una aldea humilde, de gentes sencillas,
evocadora del Anacapri de Axel Munthe en su Historia de San Michele, que hace
de la película casi un documento fílmico y humano, con una extraordinaria
simplicidad, que la hace casi el atributo de un genio, quien logra realizar una
obra maestra, un poco, también, a la manera de la filmografía de Ermanno Olmi
con su sensibilidad hacia la gente humilde, con su enorme empatía por el mundo
campesino, que le permite hacer una descripción muy respetuosa de los valores
de esa gente del pueblo, así la película no esté articulada por grandes
peripecias y más bien sea un canto a la sobriedad, llena de lirismo, de una
manera sublime, de una aldea, que ocupa en la historia, una zona transicional
entre la tradición y el progreso, donde lo más avanzado es la sala de cine, con
sus historias excitantes, épicas, cómicas o melodramáticas, que aúnan a toda la
comunidad.
Vemos allí el cine más como arte de colectividades, que de
masas; esas gentes humildes saben apreciar el sentimiento que el cinematógrafo
sabe comunicarles; algunos hasta se repiten de memoria los diálogos de las
películas, que ven, mientras otros satisfacen sus urgencias de varones
adolescentes, ante la imagen de una mujer desnuda, cuando el teatro ha perdido
el control de la censura del cura párroco, un hombre también bastante sensible,
que puede llevar el ritmo de las películas hasta que emerge ese tabú de la
sexualidad, que ha caracterizado al mundo católico. Pero es en esa sala de
cine, también se entretejerá la historia de un vínculo muy particular, ese que
entrelaza la vida del operador, Alfredo, con un niño quien, a través de la
relación con él, podrá hacer del cine mismo una vocación, a pesar de que tenga
en un principio que enfrentarse con la hosquedad primaria del viejo de la
cabina, ese lugar mágico, guardado por dos leones, el que sirve de canal a la
luz, que brota de un arco voltaico, cargada de imágenes, que en la fantasía de
Salvatore, llega a rugir como si fuera el propio león de la Metro y el mismo
Alfredo, un gruñón de primera clase, que nos irá enamorando, a lo largo de la
película, con su inmensa ternura, con su bondad y con esa capacidad de ocupar
el lugar de un padre, sin destituir al verdadero progenitor de Salvatore, al
que cariñosamente se le dice Totó, el mismo nombre del famoso cómico del cine
italiano.
Pero Alfredo, quien llega a amar a Salvatore, como al hijo
que nunca tuvo, no sabe de egoísmos; profundamente agradecido con ese rapaz,
que le ha salvado la vida, espera que el niño tenga un futuro distinto al que
él ha tenido; es por eso, que le dice que se marche de ese pueblo maldito, que
podría llegar a hacer que el niño repitiera la vida de un hombre, que sabe
demasiado de ella, porque la ha visto en el cine, aunque es plenamente
consciente de que la vida real es mucho más difícil que la que aparece en las
pantallas, ya que él mismo no se ha quedado en el mundo imaginario, que las
cintas ofrecen, sino que sabe de todo lo que falta allí, en la pintoresca
Giancaldo.
Es por eso que cuando el muchacho vuelve a visitarlo después
de haber estado en el continente, le dice que no quiere oírlo más, sino oír
hablar de él, un acto de suprema generosidad, que recuerda a ese otro hermoso
viejo del cuento de Unamuno, El cruce de caminos, ya que es exactamente lo
mismo, lo que ocurre en ambas narraciones, la de Tornatore y la del rector de
Salamanca: la vida hace que se crucen dos seres, uno cargado de futuro y el
otro cargado de experiencia, que creen un vínculo, que se domestiquen, con toda
la responsabilidad, que implica ese acto, pero que saben desprenderse para
brindar al ser más nuevo, las mayores posibilidades vitales.
Es por eso que el ya maduro Salvatore vuelve a dar el último
adiós a su querido maestro, un hombre sencillo, sin otras erudiciones, que las
que le ha dado el ver y rever películas, encerrado en una cabina, fría en el
invierno y terriblemente caldeada en el verano, que desaparecerá en ese fin de
semana, ya que la gente de un pueblo mucho más civilizado no ha vuelto a la
sala de cine para ver televisión y videos en la soledad de sus casas.
Y asistimos a la presencia de un sentimiento contenido, en
el adulto Salvatore; pero, no por ello menos doloroso, ya que es duro ver
partir a quien tanto nos ha enseñado y el legado no puede ser más erótico, en
el más pleno sentido de la palabra, ya que la herencia que queda es todo un
pot-pourri amoroso, el de los besos censurados por el cura, que nos llevará a
una feliz convergencia cuando la palabra fine cancela no sólo el espectáculo
heredado por Salvatore, sino que cancela el nuestro propio, mientras nos deja
cargados de nostalgia.
Sobraría decir que la que la película es un prolongado
flashback autobiográfico de la vida del mismo Tornatore; así sea cierto, yo
preferiría pensar que, más bien, es una forma de recuperar para siempre la
bondadosa figura de Alfredo, quien le ha transmitido y sostenido una pasión a
un niño, que no lo olvida y que lo recordará siempre y hace que todos los
recordemos, como si fuéramos habitantes de Giancaldo, para hacer de Alfredo, un
ser inmortal, ya que no finiquitará su existencia con la muerte de Totó, sino
que quedará para siempre en el recuerdo de todos, y nadie muere hasta que no
muera el último que lo recuerde.
Director: Giuseppe Tornatore
Producción: Franco Cristaldi, Giovanna Romagnoli
Protagonistas: Philippe Noiret como Alfredo
Salvatore Cascio como Totó de niño
Marco Leonardi como el joven Totó
Jacques Perrin como Salvatore adulto
Antonella Attili como madre joven
Agnesa Nano como Elena Mendola
Puppela Maggio como madre vieja
Leopoldo Trieste como Padre Adelfio
Nicola Di Pinto como el loco del pueblo
Leo Gullotta como el ujier
Guión: Giuseppe Tornatore, Vanna Paoli
Fotografía: Blasco Giurato
Escenografía: Andrea Crisanti
Vestuario: Beatrice Bordone
Música: Ennio Morricone
Productora: Laurenfilm, S.A.
Duración: 123 minutos
Color: Color
Producción: Franco Cristaldi, Giovanna Romagnoli
Protagonistas: Philippe Noiret como Alfredo
Salvatore Cascio como Totó de niño
Marco Leonardi como el joven Totó
Jacques Perrin como Salvatore adulto
Antonella Attili como madre joven
Agnesa Nano como Elena Mendola
Puppela Maggio como madre vieja
Leopoldo Trieste como Padre Adelfio
Nicola Di Pinto como el loco del pueblo
Leo Gullotta como el ujier
Guión: Giuseppe Tornatore, Vanna Paoli
Fotografía: Blasco Giurato
Escenografía: Andrea Crisanti
Vestuario: Beatrice Bordone
Música: Ennio Morricone
Productora: Laurenfilm, S.A.
Duración: 123 minutos
Color: Color
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