Por una sentencia que la Corte Suprema estadunidense dictó en 1901 (tres años después de que la armada de su país le quitara esa posesión a España), Puerto Rico “pertenece a” pero “no es parte de” Estados Unidos, y su soberanía corresponde al Congreso norteamericano. En otras palabras, no es un Estado de la Unión sino un“territorio” o, como eso se llama en el resto del mundo, una colonia.
Aunque en 1952 Washington le concedió a la isla un estatus que le permite a sus pobladores elegir gobierno local, ellos carecen de soberanía y, por consiguiente, no pueden decidir su propia política económica ni aspirar a auxilios del Banco Mundial, el BID, el Banco de Desarrollo de América Latina (CAF) ni otras agencias multilaterales. Porque Puerto Rico no puede siquiera decidir qué barcos autoriza a atracar en sus muelles.
Durante más de medio siglo, la isla tuvo interés geoestratégico
y albergó bases de la armada estadunidense. Aunque la ocupación norteamericana
implantó un modelo de urbanización y de economía que arrasaron la agricultura
que antes la sostuvo, el valor militar de su ubicación geográfica justificaba
los subsidios que eso costaba. Pero desde los años 80 del siglo pasado ese
valor decayó, mientras la resistencia puertorriqueña a las bases militares
crecía, y desde hace más de 10 años en Puerto Rico ya no queda ninguna de
ellas.
No obstante, el gasto en subsidios prosigue. Dado que el
control norteamericano quebró la economía puertorriqueña y la hizo
insostenible, ahora el Tesoro federal estadunidense eroga más de US$ 6,000
millones anuales en asistencia a sus pobladores en empleo, nutrición, vivienda,
salud y educación. Según el Departamento de Agricultura de EEUU, en 2012 el 37%
de los puertorriqueños residentes en la isla recibió asistencia alimentaria,
por un total de US$ 2,000 millones. Sin contar que, por efecto del estatus
colonial, ellos pueden emigrar libremente a Estados Unidos, lo que disfraza las
cifras tanto de los subsidios federales como de las víctimas de la crisis que
azota a Puerto Rico.
La crisis se acelera
¿Por qué en el último decenio esa crisis se agravó con tanta
rapidez? A mediados del siglo pasado la ocupación estadunidense implantó el
estilo de urbanización típico de las afueras de las ciudades norteamericanas, y
dirigió la economía puertorriqueña, mediante subsidios, hacia la industria
ligera, la química, la electrónica y los servicios, con ruinosas consecuencias
para la agricultura y sus derivados. Pero en los años 70 la crisis petrolera
mundial hizo fracasar la refinería construida en la isla y los negocios
asociados a ella. Washington apeló entonces a legislar incentivos fiscales que atrajeran
industrias farmacéuticas a Puerto Rico.
Sin embargo, desde los años 90 Estados Unidos procuró
tratados de libre comercio con países del continente, y al cabo México,
República Dominicana y Centroamérica pasaron a ser más atractivos para fabricar
manufacturas destinadas al mercado norteamericano. Para colmo, en 2006
concluyeron los incentivos para mantener compañías farmacéuticas en la isla y
un creciente número de ellas abandonó el país, disparando una mayor crisis del
empleo. La cesantía rápidamente sobrepasó el 13%, más del doble que en Estados
Unidos.
Por ese tipo de motivos miles de centroamericanos y
mexicanos intentan cada año migrar al Norte, y Estados Unidos se los
obstaculiza por medio de los cuerpos de seguridad de sus propios países y de la
“migra” norteamericana, y deporta a gran parte de quienes logran cruzar. Si
bien entre los puertorriqueños la crisis provoca la misma tendencia, ellos
arriban con pasaporte estadunidense y las autoridades de la potencia colonial
no tienen más remedio que dejarlos entrar. Por esa vía, en los últimos años
Puerto Rico perdió 144,000 habitantes, una caída cercana al 3% de su gente. El
40% de las familias que sigue en la isla está bajo la línea de la pobreza y el
42% de quienes se van lo hacen en busca de empleo.
Esto no implica que esos migrantes consiguen mejor vida. La
mayor parte ‑‑que ahora va más a la Florida central que a la saturada Nueva
York‑‑ pasa a sobrevivir con dramáticas carencias. Entre dificultades para
superar la barrera del idioma y los prejuicios raciales, se hacinan en
albergues temporales y demoran en retener empleos marginales, en un país
agobiado por su propia crisis.
Dicha sangría incluye tanto a profesionales y técnicos como
a trabajadores no calificados; hace envejecer la edad promedio de la población
isleña, reduce la población productiva y agrega daños adicionales a la
economía. Al disminuir la población activa, contrae la demanda, achica la
oferta trabajo y los salarios, y al cabo más gente se va. Ahora en la isla
quedan 3.7 millones de habitantes y en Estados Unidos hay 4.7 millones de
puertorriqueños. Se calcula que entre 2006 y 2011 una cuarta parte del PIB se
perdió en este éxodo.
En el corto plazo, uno de sus efectos es la crisis fiscal y
presupuestaria que ya quiebra al gobierno isleño y amenaza la gobernabilidad
del país. A cuenta de las facilidades que antes el estatus de “territorio” le
permitió a los gobiernos locales, estos se endeudaron mucho más de lo
admisible. Y ahora, bajo la presión de los acreedores, al no ser un país
independiente Puerto Rico carece de los medios que una nación soberana usaría
para enfrentar el problema. Y al tampoco ser un Estado de la Unión, está
impedida de solicitar las ayudas que la legislación norteamericana prevé para
las entidades que sí forman parte de su federación.
Según el Centro para una Nueva Economía (CNE), entidad
independiente puertorriqueña, en 2013 la deuda del país ya ascendía a US$
70,000 millones (unos US$ 19,000 por habitante), lo que representa un 102%
del PIB y no se corresponde con lo que la isla produce. En otras palabras,
Puerto Rico es estructuralmente insolvente. Su debacle presupuestaria viene de
que por más de 20 años nunca generó ingresos suficientes para pagar sus gastos
de operación, y en su lugar tomaba préstamos del mercado de bonos, donde
multiplicó su endeudamiento hasta llegar al punto donde ya carece de crédito.
Amargo fruto de esta acumulación, en febrero pasado la
calificadora Standard and Poor’s degradó la deuda de Puerto Rico hasta la
categoría de bonos basura, decisión que días después fue seguida por su
homóloga Moody’s. En ambos casos, señalando las dificultades de ese país para
financiar un déficit de US$ 2,200 millones, y que todas sus obligaciones
están en riesgo.
Hoy el gobierno local declara que su deuda es impagable,
padece una insuficiencia fiscal que monta US$ 2,400 millones y, a la vez, está
impedido de recurrir a nuevos préstamos en términos “normales”, puesto que no
tiene cómo amortizar una deuda de casi US$ 73,000 millones con los bonistas de
Wall Street. Ello, sin contar que esa insuficiencia no incluye los US$ 400
millones que faltan en cuentas atrasadas del Banco Gubernamental de Fomento
(BGF), ni los US$ 500 millones que el gobierno adeuda a los contribuyentes
que han tributado en exceso.
Cuando en marzo pasado el gobierno local intentaba armar su
presupuesto de ingresos y gastos para el año 2015‑16 ya había un déficit
estructural de US$ 651 millones. Como el nuevo presupuesto costará unos
US$ 9,800 millones, concretarlo va a imponer dolorosos recortes.
En Puerto Rico varios servicios son prestados por empresas
estatales y el gobierno intenta armar un presupuesto que minimice el despido de
empleados públicos. Pero no es capaz de idear una reforma tributaria aceptable
y su única propuesta ha sido aumentar el Impuesto sobre Ventas y Uso (IVU), que
buscó elevar del 7 al 16% y extenderlo a servicios que antes no tributaban,
opción electoralmente peligrosa que no logró el apoyo ni de los legisladores
del partido gobernante. Al cabo transó por un 11.5%, anunciando que buscará
añadir un Impuesto al Valor Agregado (IVA), que el Congreso ya antes ha
rechazado.
La senadora independentista María de Lourdes Santiago
denunció que el incremento del IVU es un golpe adicional a los trabajadores y a
los pobres, en “uno de los países que exhibe una de las mayores brechas de
desigualdad en el planeta”. Pero, lejos de ocuparse de mitigarla, el gobierno
agota sus pocas facultades buscando “cuadrar” las cuentas entre ingresos
fiscales y gastos corrientes, sin siquiera imaginar por sí mismo otra política
económica.
Sitiados por el estatus
Ello agrava un conjunto de consecuencias socioeconómicas y
humanitarias. Puerto Rico continúa perdiendo seguridad alimentaria y se
encamina a una crisis de la atención sanitaria. Luego de que desde los años 50
relegó la agricultura, importa el 87% de los alimentos de consumo diario. Un
reportaje del periódico El Nuevo Día el
24 de septiembre de 2014 informó que el déficit de la seguridad alimentaria se
debe a que “no estamos organizados como país”, y que “si nos cierran los
muelles, nos morimos de hambre”. Esto alude a que, desde 1920, el Congreso
norteamericano sometió a la isla a las leyes de cabotaje de Estados Unidos, por
lo cual ella solo puede utilizar buques de fabricación, propiedad y tripulación
norteamericanas, la flota más cara del mundo. Además de las restricciones que
eso le impone a la viabilidad de su economía, le impide a la isla adquirir
alimentos frescos.
Al propio tiempo, según el mismo diario relató el 20 de mayo
de 2015, la situación fiscal hace disminuir el número de pacientes que acuden a
los hospitales, por la reducción de los proveedores de servicios e insumos
médicos. Se paralizan las cirugías electivas por los problemas económicos del
Plan de Salud del Gobierno. Distintos servicios hospitalarios se interrumpen
por el despido de empleados y la sobrecarga de los que quedan para atender a
los pacientes. Y se reduce la contratación de especialistas, así como las
autorizaciones de hospitalización y de cirugías.
Como el ex gobernador Aníbal Acevedo lo reflejó en unas
amargas declaraciones el pasado 24 de junio, mientras Puerto Rico le produjo
azúcar y soldados, y mientras ofrecía sus tierras para entrenamiento militar y
una economía abierta donde sus empresas prosperaron, Estados Unidos le dijo al
mundo que trabajaba junto a la isla; pero ahora que Puerto Rico ha quedado en
una profunda crisis que amenaza sus servicios esenciales, Washington se pone a
distancia.
Todo eso descarta al viejo cliché de la ideología
colonialista según la cual “si no fuera por los americanos aquí estaríamos como
en Santo Domingo”. De hecho, pese a sus conocidas dificultades, hoy la economía
dominicana anda mejor que la puertorriqueña.
En otras palabras, el gobierno de Puerto Rico está atrapado
sin salida, en tanto tiene las manos atadas por el mismo problema que paraliza
y agobia a las demás instancias de la economía y la sociedad del país: el
dominio colonial que Washington ejerce en la isla desde 1898. Aunque el Estado
Libre Asociado ‑‑el ELA‑‑ le permite una limitada administración interna, el
gobierno puertorriqueño no está autorizado ni para declararse en bancarrota.
Sin capacidad para concebir otra cosa, el gobierno contrató
a una ex jefa de economistas del Banco Mundial, Anne Krugger, para que
establezca la hoja de ruta que saque al país del atascadero. El informe Krugger
empezó por reconocer que el problema no viene del flujo de efectivo sino del
largo atasco del crecimiento, pero de allí derivó el conocido paquete
neoliberal de recomendaciones, que enseguida despertó el rechazo de sus
víctimas. Entre otras cosas demandó rebajar el salario mínimo, exigir más horas
de labor para pagar horas extras, eliminar el Bono de Navidad, disminuir a la
mitad las vacaciones pagadas, alargar el período de prueba de nuevos
trabajadores (hasta ahora de seis meses) a dos años, facilitar el despido de
trabajadores sin consecuencias para el patrono, elevar diversos impuestos,
eliminar las amnistías contributivas, cesar parte de los maestros de la
enseñanza pública y reducir el salario de los restantes (ya que al disminuir la
población bajó la matricula), recortarle el subsidio a la Universidad de Puerto
Rico, etc.
Inmediatamente la Unión General de Trabajadores (UGT)
denunció que tales políticas no figuran en el plan de gobierno por el que se
votó en las pasadas elecciones, ni en el plan de ningún otro partido, y reclamó
que las medidas que el grupo de trabajo designado por el gobierno decida
adoptar se sometan a referendo, para que el pueblo decida si las avala o
repudia. Con lo cual crece una perspectiva similar a la de Grecia, ya no por el
volumen de la deuda sino por el rechazo de la población a los nuevos
sacrificios que el gobierno pretenda imponerle para apaciguar a los acreedores.
Por lo contrario ¿qué alternativas pudieran implementarse si
Puerto Rico no estuviera sometida al estatus colonial, para poder volverse una
economía sostenible y con adecuadas perspectivas de crecimiento y desarrollo?
De hecho, la isla dispone de buenas infraestructuras ‑‑carreteras, tendido
eléctrico y de comunicaciones, acueductos y drenajes, instalaciones escolares y
hospitalarias, puerto y aeropuerto‑‑, pero carece de permiso para gestionarlas
en su propio interés. Como hemos dicho, para financiar un mejor aprovechamiento
de esas facilidades, bajo esa camisa de fuerza el país no puede negociar apoyos
de la banca multilateral de desarrollo, como las demás naciones
latinoamericanas y caribeñas.
Tampoco puede solicitar la colaboración de los organismos
internacionales apropiados para reanimar la actividad agropecuaria y
agroindustrial, y mejorar la producción alimentaria, o para reanimar la
industria ligera y el turismo, como la FAO, el PNUD, la ONUDI y la OMT. Ni de
los organismos regionales de integración y cooperación, ya que en las
condiciones de ese estatus Puerto Rico no pude ser miembro pleno ni asociado
del Caricom, de la Asociación de Estados del Caribe, ni de Petrocaribe, como
sus vecinas Jamaica y República Dominicana. Como tampoco serlo de la Celac y ni
aun de la OEA.
Pese a estar en medio del Caribe la isla no ha podido
desarrollarse como centro de enlaces y servicios marítimos regionales, al
encontrarse reducida a ser cliente menor de la marina norteamericana de
cabotaje.
Sitiada por el ELA, tampoco puede reorganizar en su propio
interés sus relaciones económicas, comerciales y financieras con Estados Unidos
a través de la negociación de un tratado comercial, como los países
centroamericanos y la mayor parte de los estados ribereños de la cuenca del
Caribe. Ni decidir su esquema de relaciones con los países europeos o del
Pacífico asiático.
En resumen, Puerto Rico es una nación aislada e inmovilizada
por su estatus territorial, que la mantiene al margen tanto de los flujos de la
cooperación y la solidaridad regionales como de la competitividad global.
¿Necesita Washington otro dolor de cabeza?
El ELA constituye, pues, el peor obstáculo al desarrollo de la
isla y de esa parte de Hispanoamérica y el Caribe, a la vez que se ha vuelto un
foco de dolores de cabeza ‑‑y de costos sin retribución‑‑ para Estados Unidos;
hecho que, al cabo, también empieza a percibirse desde el punto de vista de la
metrópoli colonial.
Así, el 7 de noviembre de 2013 el The Washington Post reconoció que la crisis económica
puertorriqueña está fundamentada en la estructura de sus estatus político. “Los
problemas económicos y financieros de Puerto Rico son estructurales –trazables,
en última instancia, a su confusa condición política”, la cual no se ha
resuelto a pesar “de décadas de tediosas disputas políticas”. El periódico
descartó cualquier posibilidad de que el Congreso apruebe darle asistencia
económica especial a la isla y advirtió que eso no va a ocurrir, dado que “el
Congreso es hostil a los rescates […] y no se tiene claro cómo esa solución
puede encajar en el marco legal y constitucional único que vincula a Puerto
Rico y Estados Unidos”.
El Post observó que desde 2004 la economía puertorriqueña ha
decrecido un 16% y atribuyó la recesión iniciada en 2006 a la finalización de
la normativa que le otorgaba privilegios fiscales a las corporaciones
estadunidenses que se establecieran en la Isla. Con lo cual concluyó que son
muchos los villanos culpables de la crisis económica de la isla, recalcando la
ironía de que Puerto Rico solo llama la atención de Estados Unidos cuando está
en serios problemas.
Esos comentarios del principal diario de Washington DC
reflejaron dos cambios que la cuestión puertorriqueña últimamente ha
experimentado. El primero, que el estatus colonial ya no es solo un problema de
los puertorriqueños, sino que se ha vuelto un incómodo fastidio norteamericano.
Mientras una parte del establishment no sabe cómo afrontarlo o se hace la
zonza, otra busca la forma y la coyuntura políticamente más airosas para
resolverlo o, dicho más crudamente, para deshacerse del mismo.
El segundo, que la cuestión puertorriqueña finalmente se ha
liberado de la irradiación de los antiguos temas de la Guerra Fría, que por más
de medio siglo la complicaron. Vale recordar que hasta los años 40 del siglo
pasado las andanzas nacionalistas de don Pedro Albizu Campos eran seguidas con
simpatía por los pueblos hispánicos y hasta algunas autoridades
latinoamericanas, sin que se calificase de comunista a ese apasionado patriota
progresista. Pero más tarde, cogido entre el fragor del antimperialismo y la
histeria macartista, el fondo del asunto resultó desfigurado, dando pretextos a
una pertinaz persecución a los independentistas puertorriqueños, a la
tergiversación de sus razones, y al arbitrario encarcelamiento que sepultó en
vida a Don Pedro.
Pero ahora los ciudadanos y políticos estadunidenses pueden
ver el problema a la luz de su propia lógica, sin las distorsiones de aquel
talón de fondo. Y lo primero que salta a la vista es lo más obvio: que los
puertorriqueños son un pueblo y una cultura diferentes, y que la isla ‑‑hoy sin
valor militar y turísticamente superada por varios competidores‑‑ ya nada le
aporta a Estados Unidos, mientras que subsidiar el estatus le cuesta cada vez
más a los contribuyentes norteamericanos. Y que ella, además, es una fuente
imparable de inmigrantes latinos, que para gran parte de los anglosajones no
son más simpáticos que los llegan de México, Centroamérica y otros orígenes.
Con el inconveniente adicional de que tan pronto arriban
pueden ejercer derechos ciudadanos y engrosan un grupo que acumula creciente
peso electoral, sin que se los pueda descartar como inmigrantes deportables.
Al propio tiempo, el ELA ‑‑la extraña relación que aún
persiste entre Estados Unidos y “su” territorio de Puerto Rico‑‑ hace mucho
dejó de encajar entre las criaturas políticas, jurídicas y morales que nuestra
época halla admisibles. Circunstancia que año tras año da lugar a que el Comité
de Descolonización de la ONU ponga a Washington en el incómodo banquillo de las
potencias colonialistas y le dé tribuna a una larga lista de voceros
latinoamericanos ‑‑tanto gubernamentales como de organizaciones sociales‑‑ que
reivindican los derechos del pueblo puertorriqueño a su independencia y
soberanía.
Así, una y otra vez Naciones Unidas declara que Puerto Rico
constituye una nación latinoamericana y caribeña, y confirma el derecho de su
pueblo a la soberanía e independencia. Y cada año reitera que la cuestión del
estatus de la isla debe discutirse en la Asamblea General de la ONU, donde
Estados Unidos difícilmente podrá encontrar unas pocas voces que lo secunden,
ninguna gratuitamente.
Desde el punto de vista norteamericano ¿a quién sirve
prolongar tantos inconvenientes? Solo los clichés de una trasnochada inercia, o
una retrasada concepción del orgullo nacional demoran su finalización. La
legislación estadunidense asigna las determinaciones sobre Puerto Rico al
Congreso y, periódicamente, algún Subcomité de la Cámara de Representantes le
da mantenimiento a esa potestad citando a hablar sobre el asunto, sin por eso
tomar decisiones al respecto, y elude que más querellas le complique la agenda.
Este año, enseguida de que el Comité de Descolonización de la ONU examinó el
caso, en Washington dos subcomités de la Cámara le echaron una ojeada al tema:
el de Recursos Naturales y el de Asuntos Insulares.
La oportunidad le permitió al gobernador García Padilla
exponer el catastrófico estado financiero de la isla y rogar, otra vez, que se
le permita a las empresas públicas puertorriqueñas declararse en bancarrota al
cobijo de la Ley federal de Quiebras, y así lapidar la posibilidad de
independencia de su nación. Y, a su turno, que el portavoz anexionista Pedro
Pierluise repitiera la solicitud de celebrar un refrendo que consulte si los
ciudadanos de la isla quieren o no que esta se vuelva un estado de la
federación norteamericana.
Por su parte el líder del Partido Independentista
Puertorriqueño (PIP), Rubén Berríos, tras recordarles que la quiebra de la
economía de la isla es un hecho innegable, y que una clara mayoría de los
puertorriqueños repudia el ELA, emplazó a los congresistas norteamericanos: “Por
años se ha discutido el asunto en el Congreso ‑‑dijo‑‑, y muchos nos
preguntamos si estas vistas de este Subcomité sirven algún propósito legítimo o
son meramente un quid pro quo partidista”.
A lo que luego agregó: “Decir que Puerto Rico debe decidir lo que quiere antes
de enfrentar el problema, como ha propuesto el Presidente [Obama] es una excusa
de Estados Unidos para no cumplir sus obligaciones legales como país colonial”,
pues si “el colonialismo es el problema, no puede ser la solución”.
Cultura vigorosa atrapada en callejón sin salida
Ahora bien, ¿cuál es la opinión de los puertorriqueños y qué
alternativas tiene? La propaganda colonialista escabulle la realidad
consolándose con el cansino argumento de que en los comicios puertorriqueños la
mayoría de los votos se reparten entre las dos organizaciones electorales del status
quo, el anexionista Partido Nuevo Progresista (PNP), que aboga por una ilusoria
conversión de Puerto Rico en Estado de la Unión, y el autonomista Partido
Popular Democrático (PPD) que pese a la catástrofe en curso aún justifica el
modelo colonial del ELA.
La superficialidad de esa interpretación oculta varias
cosas. Para empezar, que en las elecciones puertorriqueñas no se dirime el
estatus político ni la soberanía de la isla, sino a quiénes se elige para
administrar los asuntos corrientes: limpieza y ornato, bacheo, mantenimiento de
las instalaciones escolares, seguridad policial, etc. La elección de
gobernador, legisladores y alcaldes poco tiene que ver con las preferencias ciudadanas
sobre el colonialismo o la independencia, que en esos eventos no se dirimen.
La discusión del estatus pasa por consideraciones ajenas a
esas preferencias. El régimen del ELA le concede a cada nativo de la isla
pasaporte estadunidense y la posibilidad de emigrar legalmente a Estados
Unidos. Igualmente, acceso a subsidios federales con los cuales mitigar sus
carencias de empleo o alimentos, y algunos servicios de salud y educación. No
son pocos los latinoamericanos pobres y de clase media que desearían tener
prerrogativas similares, lo que no significa que ellos renunciarían a su
identidad nacional. Y bajo la crisis en curso ningún puertorriqueño desearía
perder estas prerrogativas, por mucho que le desagrade el régimen colonial.
Pero eso no debilita la cultura puertorriqueña ni el fuerte
sentimiento nacional que caracteriza a su pueblo. Lo demuestra a diario su
obstinado apego al idioma castellano con su distintiva modalidad dialectal y
gesticular, a las costumbres y formas cotidianas de convivencia y
confraternización, asociadas a sus propios gustos culinarios, musicales y
artísticos ‑‑afines a los de toda la familia hispano‑caribeña‑‑ tan
característicos de quienes viven en la isla como de los millones de emigrados
nostálgicos que comparten la añoranza de su sol y su mar nativos entre los
rigores del invierno norteamericano.
A contrapelo de esta clara evidencia, “durante décadas los
proyectos de perpetuación de la colonia del PPD, y de promoción de la anexión
del PNP, se han fundado en el principio perverso de promover la dependencia y
la pobreza”, acusa María de Lourdes Santiago. La senadora independentista
recuerda que, precisamente, ambos partidos del sistema imperante coinciden en
fomentar que la gente no trabaje, no produzca, a la vez que “abonan el cultivo
rastrero al culto a los intereses extranjeros con la entronización de la
mediocridad en las posiciones más altas del gobierno” local.
En lo que se refiere al PPD, justificador del estatus
vigente, los resultados de la última década desnudan el callejón sin salida que
ha entrampado a la isla. Pero sobre el PNP ‑‑el otro lado de la mancuerna
política reinante‑‑ no cabe decir menos, pues sus pasadas estadías en el
gobierno han sido parte del mismo proceso destructor de la viabilidad del país.
A lo que se agrega que su propuesta se basa en una falacia, ya que la opción de
convertir la isla en un Estado adicional a los 50 que integran Estados Unidos
es palmariamente irrealizable. No apenas porque falten puertorriqueños
enajenados por la cultura colonial que puedan votar por ella, sino porque no
hay estadunidenses dispuestos a aceptarlo.
“Sin duda existen poderosas razones económicas, sociales,
políticas y culturales para estar contra la estadidad desde las perspectivas
tanto de Puerto Rico como de Estados Unidos”, advierte Rubén Berríos. Por lo
que toca a la parte norteamericana, recuerda Berríos, tras el fracaso del ELA
el impacto económico de la llegada de un nuevo Estado mucho más pobre que el
Estado más pobre de la Unión ‑‑y por añadidura racialmente mixto y hablador de
otro idioma‑‑ con un número de representantes en el Congreso superior al de
muchos de los demás Estados, no sería poca cosa al disputar la repartición del
pastel presupuestario federal.
Por lo tanto, concluye Berríos, “la opción estadista es el
beso de la muerte de cualquier plebiscito auspiciado por el gobierno federal
sencillamente porque la estadidad va contra los intereses nacionales de Estados
Unidos”. Y su criterio es compartido por los senadores norteamericanos que se
han ocupado del tema.
Las uvas están más maduras de lo que parece
En lo que toca al pueblo residente en Puerto Rico, las
opiniones volvieron a medirse el 6 de noviembre de 2012, en un plebiscito sobre
el estatus reinante. El evento, por supuesto, se realizó según condiciones
determinadas por las autoridades estadunidenses y conforme a su legislación,
estableciéndose de antemano que sus resultados no serían vinculantes para esas
autoridades. Tuvo la forma de dos consultas sucesivas votadas en el mismo acto
plebiscitario y poco más del 78 por ciento de los ciudadanos de la isla acudió
a sufragar.
La primera de esas dos consultas preguntó: “¿Está de acuerdo
con mantener la condición política territorial actual (Estado Libre Asociado)?”
El rechazo al estatus vigente fue evidente: el 54 por ciento de los electores
votó contra la continuación del ELA.
La segunda consulta tuvo un resultado menos claro. Pidió a
los electores contestar, al margen de sus respuestas a la pregunta anterior,
cuál opción preferían: ser un Estado Libre Asociado, ser un Estado de
Estados Unidos o ser un país independiente. A simple vista, pasar a ser un
Estado de Estados Unidos alcanzó el 61.13 por ciento de los votos; mantener el
ELA obtuvo un 33.32 por ciento, y la independencia un 5.54 por ciento. No
obstante, en el plebiscito intervino un factor que exige mejor análisis de ese
resultado.
Ciertamente, la opción de ser un estado prácticamente
duplicó a la de mantener el ELA, el cual así quedó rotundamente rechazado. Sin
embargo, durante la campaña previa el PPD, así como algunos grupos
independentistas, llamaron a no contestar la segunda pregunta ‑‑la relativa a
cuál de las tres opciones escoger‑‑, con el efecto de que esta registró un 26.4
por ciento de votos en blanco. Si se descuenta esa fracción, el voto favorable
a la estadidad se reduce a un 43.6 por ciento. Esto es, la anexión a Estados
Unidos supera al ELA pero no llega al 50 por ciento de la votación emitida.
Por lo que toca a la votación independentista, ese 5.54 ‑‑que
continúa un gradual crecimiento respecto a anteriores plebiscitos‑‑ deja de
reflejar el hecho de que una parte significativa de quienes votan por el ELA lo
hacen para rechazar la anexión, no para mantener el estatus. Si la estadidad es
descartada preferirán la independencia, al aclararse que los poderes políticos
y mediáticos estadunidenses no estarán dispuestos a aceptar a Puerto Rico como
Estado de la Unión. Tras el desastre desatado en la isla, no faltan indicios de
que en la disyuntiva de escoger entre las opciones restantes, muchos de quienes
aceptaban el ELA se sumarán al independentismo.
Esto depende del modo de entender la opción independentista.
¿Cómo se explica que esta alternativa debe construirse en las presentes
condiciones del siglo XXI? ¿Como conflicto o como proceso? Esto envuelve dos
modos de asumirlo. Desde el punto de vista de las tradiciones antimperialistas
latinoamericanas ‑‑intensificadas al fragor de la Guerra Fría y de los empeños
revolucionarios que caracterizaron a la región‑‑ en el tratamiento del tema
puertorriqueño lo principal era desenmascarar al imperialismo denunciando la
dimensión colonialista de la política norteamericana.
En ese contexto la cuestión práctica de cómo lograr
la independencia de la isla quedó indeterminada, tras el brío del discurso
acusatorio y la falta de opciones que pudieran realizarse a corto o mediano
plazos. Sin embargo, desde el punto de vista de la busca de alternativas
prácticas para que esta generación pueda lograr la independencia, en los
últimos lustros la situación cambió. Ante el hecho de que el ELA es un
irremediable fiasco generador de problemas adicionales, y de que el
establishment estadunidense en ningún caso estará dispuestos a aceptar a Puerto
Rico como estado de la Unión ‑‑a la vez que Latinoamérica y el Caribe asumen el
tema como un importante issue de las relaciones interamericanas‑‑, la
cuestión ha entrado en otra etapa.
Esto hace visible que una importante porción del asunto
deberá madurarse en el campo subjetivo, donde hay importantes condiciones
ideológico‑culturales y políticas por esclarecer. Ni la parte norteamericana
puede desprenderse inmediatamente de los estereotipos y pretextos con que por
más de un siglo ella vistió su política colonial, ni nuestras izquierdas pueden
rápidamente superar con nuevas propuestas su curtido discurso de la pasada
etapa. Ahora, lograr la conversión de Puerto Rico en una república
independiente y soberana es una meta alcanzable para esta generación, pero
implementarla requiere una toma de conciencia y un sentido práctico cuya
inmediatez no estaba prevista en el pasado discurso independentista.
Una situación parecida se vivió en Panamá a mediados de los
años 70 al abrirse la posibilidad de avanzar de la brava arenga denunciadora
del enclave colonial usurpado por Estados Unidos, a la negociación de opciones
factibles para recuperar ese territorio nacional, desmantelar las bases
militares extranjeras y asumir la propiedad y control efectivo del canal
interoceánico. Incluso una fracción de la izquierda que por medio siglo fue
parte de la lucha patriótica por la integridad nacional tuvo dificultades
subjetivas para asimilar la nueva situación, que permitía saltar de la
resistencia heroica al proceso conducente a concretar la victoria.
Omar Torrijos supo combinar, en el momento oportuno, la suma
de una amplia movilización nacional y una creciente solidaridad internacional
para negociar un proceso de transición. En este sentido la experiencia panameña
es un ejemplo de referencia para repensar esta oportunidad puertorriqueña e
idear métodos encaminados a construir sus propias soluciones. Pero, como
veremos, eso exige que las partes definan sus respectivas posiciones.
Es hora de movilizar la emancipación
Puerto Rico reúne las principales condiciones materiales
necesarias para convertirse en una exitosa república independiente: buena
ubicación geográfica, infraestructura física apropiada, disponibilidad de
tierras fértiles, población capacitada, fuerte cultura nacional. No obstante,
por demasiado tiempo ha padecido un régimen político ineficiente,
descapitalizador y orientado al parasitismo, por lo cual constituir la
república independiente demanda una refundación del Estado. Esto es, demanda un
proceso de transición.
Hoy está claro que el problema fundamental de Puerto Rico es
depender de los subsidios norteamericanos hasta caer en el estancamiento y
retracción económica. El régimen establecido resultó perjudicial para la
subsistencia de su pueblo y la gobernabilidad del país. En cambio, como dice
Rubén Berríos, la independencia “liberaría completamente la energía de un país
cuya autoestima ha sido pisoteada [y] abriría el camino hacia una sociedad
moderna, con visión de futuro, receptiva a todas las influencias culturales sin
someterse a ninguna y orgullosa de la propia”.
En estos momentos, en el contexto latinoamericano y
caribeño, eso puede conseguirse mejor si se logra a los menores costos
posibles. En la América hispánica del siglo XIX ello se obtuvo gloriosamente,
aunque al precio de grandes y prolongados sacrificios humanos y daños
materiales. En las Antillas eso no pudo conseguirse en aquel entonces y, dos
siglos después ese tampoco tiene que ser el modo de lograrlo. Más que el
relámpago de un grito de independencia con inmediata ruptura de todo vínculo
con la metrópoli, hoy existe la posibilidad de concertar con ella un programa
de descolonización. Esto es, de negociar un cronograma de sucesivas
transferencias de atribuciones, responsabilidades y recursos de las autoridades
coloniales a las instancias republicanas.
La cuestión no es destacarse como enemigo de la
superpotencia norteamericana, sino que a Puerto Rico se le haga justicia y se
respeten la soberanía, la autodeterminación y los derechos de la nueva
república. Y al mismo tiempo, constituir una república sostenible, capaz de
construir su propio desarrollo y asegurar el bienestar de su pueblo. Esto exige
disponer de recursos y formar cuadros, y será menos difícil lograrlo con la
cooperación que con la hostilidad de dicha superpotencia. Al cabo, la cuestión
no es erizar el problema sino resolverlo.
En su época, un equivalente a eso fue lo resuelto en el caso
del Canal de Panamá y de sus instalaciones y áreas aledañas, para alcanzar el
objetivo de establecer allí un sistema no solo nacional sino eficaz y
sostenible. Los plazos del cronograma descolonizador permitieron no solo prever
las acciones legislativas adecuadas y las nuevas estructuras administrativas
del Canal, sino formar al personal técnico requerido y una nueva cultura organizacional.
Y eso también facilitó reconvertir los empleados panameños antes formados para
servir al enclave colonial en funcionarios con propósito de servicio a la
nación. Con lo cual en poco tiempo la vía acuática pasó a ser más eficiente,
segura y rentable de lo que era bajo administración estadunidense.
En Puerto Rico, esa transición no tiene que ser tan
prolongada como en Panamá donde, en tiempos de la Guerra Fría, Washington tuvo
que reacomodar grandes medios de su sistema estratégico. Esas complicaciones ya
no existen respecto a la isla.
Por otra parte, como en el caso de las naciones europeas que
hace años hicieron acuerdos de cooperación con varias de sus antiguas colonias
del Caribe, lo concertado en las negociaciones entre Panamá y Estados Unidos no
se enfiló a enfrentar a ambos países sino a cambiar su género de relaciones al
resolver las anteriores causas de conflicto.
Esto no supone que la naturaleza del imperialismo ha
cambiado ni que negociar esa alternativa pueda ser fácil. Pero sí implica entender
que la coyuntura varió y la cuestión de Puerto Rico ya no puede tratarse como
expresión local de una contienda global entre las superpotencias que
rivalizaban por el predominio planetario, como en la Guerra Fría, o en los
tiempos cuando controlar la isla aseguraba una ventaja estratégica. En el
actual contexto aquellas circunstancias pasaron y esto exige volver a
preguntarse cuál debe ser el objetivo del pueblo puertorriqueño ante la
metrópoli imperial: ¿confrontar indefinidamente o independizarse ya? Y, en
consecuencia, cuál es el método para lograrlo. En otros casos sostener una
guerra prolongada finalmente permitió negociar un acuerdo, pero ¿es aplicable
ese ejemplo a una isla pequeña?
Para resolver el problema de fondo el gobierno de Washington
debe dejar claro qué opciones estará dispuesto a considerar y bajo qué
condiciones. En Puerto Rico se plantean tres alternativas: mantener el régimen
del ELA, anexionarse a Estados Unidos o emanciparse como una república
independiente. El Partido Independentista propone convocar una Asamblea de
Estatus en la que cada alternativa esté proporcionalmente representada y
formule su respectiva propuesta. Al final, solo opciones realistas, no
coloniales ni territoriales, y susceptibles de negociarse con Washington, serían
sometidas a los electores puertorriqueños.
Una iniciativa similar debe tener lugar en el Congreso
norteamericano, en coordinación con la Casa Blanca, para que los representantes
de las diferentes visiones presenten sus opciones descolonizadoras y las condiciones
en que estarían dispuestos a admitirlas. Con esto el pueblo de Puerto Rico
quedaría debidamente informado para escoger entre las alternativas no
coloniales ni territoriales efectivamente disponibles.
Si el Congreso no hace lo que debe y el ELA continúa
exasperando al país eso atizará al voto anexionista y un aciago día Washington
podrá toparse con una petición de estadidad salida de un referendo basado en la
ficción de que esto solucionaría todas las necesidades de la isla. Esa opción
inadmisible metería al gobierno de Estados Unidos en un embrollo político de
consecuencias harto indeseables. El modo de evitarlo a tiempo sería emprender
lo que el PIP propone como un proceso colaborativo de libre determinación para
Puerto Rico. Y el tiempo para hacerlo ya llegó.
Como hace más de 35 años ocurrió en Panamá, el objetivo de
la emancipación de Puerto Rico —donde una vez más un país chico deberá negociar
frente a una gran potencia— solo podrá alcanzarse concitando una continua
movilización nacional y una poderosa solidaridad continental y mundial. Sobre
todo, en América Latina, en el Caribe y en sectores significativos de la
opinión pública estadunidense. En difíciles tiempos de la Guerra Fría, Omar
Torrijos demostró que esto es factible. Y al construir esa conjunción de
fuerzas, coronó con éxito aquel objetivo nacional.
Foto: Nils Castro |
Nils Castro Herrera
es Cientista social, educador, político y periodista). Nacido en Panamá
en 1937. Estudios primarios en Brasil, medios en Panamá y universitarios en
México y Cuba. Doctor en Letras y Licenciado en Historia del Arte. Profesor en
la Universidad de Oriente, Santiago de Cuba (1962-72), Universidad de La
Habana, Cuba (1973-77), Universidad de Panamá, (1977-84 y 2002-2003),
Universidad de las Américas, México, D.F. (1991-94) y Universidad del Istmo
(2001-2003). Profesor de teoría general de sistemas y de teoría de las
organizaciones. Director de la Escuela de Letras (1963-70) y Director de
Extensión Cultural de la Universidad de Oriente (1970-73), Asesor e
investigador de la Dirección de Métodos y Medios de Enseñanza de la Universidad
de La Habana (1974-77), Director de Planificación Académica (1977-82) y
Director de la Escuela de Relaciones Internacionales (1980-81) de la
Universidad de Panamá.
Sus dos últimos libros son: ‘Las izquierdas latinoamericanas en tiempos de crear’ (2012 y 2013) y ‘América Latina y el Caribe: integración emancipadora o neocolonial’ (2015).
Sus dos últimos libros son: ‘Las izquierdas latinoamericanas en tiempos de crear’ (2012 y 2013) y ‘América Latina y el Caribe: integración emancipadora o neocolonial’ (2015).
http://www.pacarinadelsur.com |