El caso Soria ha tenido una importante significación
política. En la jugada de Soria –el
ministro de industria dimitido por los papeles de Panamá-, el señor Rajoy
–primer ministro en funciones-, ha intentado implementar en el Estado español
su propia versión del golpe blando contra la democracia, tal como ha sido
realizado estos últimos años en Honduras, Paraguay y ahora en Brasil con la
destitución de Dilma Rousseff. Se trata
de gobernar en estado de excepción, a partir de la crisis política provocada
por el propio gobernante; en el Estado español esa crisis deriva del final del
bipartidismo, pero –como resulta de sentido común-, debería solucionarse con el
relevo de los implicados en casos de corrupción en los puestos de
responsabilidad. Sin embargo, la
derecha prefiere la estrategia golpista de tomarse la ley y el bien público en
función de sus intereses particulares: son los vientos que corren en Europa.
Aprovechando la situación de bloqueo institucional, el PP ha
estado gobernando sin control parlamentario, más allá de la democracia. Su estrategia nos lleva a una vuelta al
Antiguo Régimen, donde el soberano da la ley y el derecho, pero no se somete a
ella. Y el soberano es el presidente del
partido conservador: como en la época de Aznar se quiere dejar al rey un papel
de figurín irrelevante. El caso Soria
–nombrado como representante español en el Banco Mundial en un proceso plagado
de irregularidades-, venía a ser la flagrante demostración de poder
irresistible del actual primer ministro en funciones. Pero no cuajó.
Son síntomas evidentes de la descomposición del sistema político, y de la las vías democráticas para resolver los problemas políticos en el Estado español. Es importante notar que la protesta contra ese golpe blando se inició en la propia derecha, dentro del propio partido conservador de Mariano Rajoy. La izquierda, atrapada en sus contradicciones y arrinconada en la impotencia, reaccionó tarde. Nunca agradeceremos bastante a Soraya de Santa María el haber parado los pies al primer ministro en funciones –y haber salvado la democracia de paso, ¡o al menos haberlo intentado!-.