Rudyard Kipling ✆ Riccardo Vecchio |
Investido de nuevo Talleyrand, en algún momento de su edad
provecta, el primer ministro Harold Macmillan dictaminó que quien no había
conocido el mundo anterior a la Gran Guerra –simplemente– no había conocido la
dulzura de vivir. Tal vez Macmillan fuera un hombre menos original que
cultivado, pero el verano de 1914 –uno de los más hermosos de la historia de
Inglaterra– parece darle la razón. Nos es fácil imaginarlo todavía: un tiempo
manso y suave, entre casas de campo con praderas infinitas, regatas en Cowes,
el brillo acharolado de las fiestas nocturnas y una sucesión de fresas y
champán. El último fulgor de la Inglaterra eduardiana. De hecho, aquel verano
del Catorce aún sangraría en la memoria de tantos muchachos que, desde el barro
de Passchendaele o las trincheras del Somme, iban a cifrar en él la sugestión y
la pérdida de la Inglaterra arcádica, añorada como el hogar primordial. En
realidad, fue un verano de tanta excepción que Lloyd George tuvo muy a la mano
el símil para declarar, ante las altas jerarquías de la City, que el cielo
nunca había sido de un azul más perfecto en materia de asuntos exteriores.
Apenas tres semanas después de sus palabras, comenzaba una guerra para la que
no se iba a encontrar nombre más adecuado que “Gran Guerra”.
Lloyd George no gozó, en verdad, de un día profético. Pero
quizá vaya en su descargo aducir que distaba de ser el único en disfrutar de
una realidad en apariencia halagüeña. Entre los estrenos de Caruso y los
expresos de Larbaud, podía concebirse que Norman Angell argumentara –La gran ilusión, 1910– que el tiempo del
militarismo había pasado. Y, sin duda, forma parte del acervo de las
desilusiones humanas que la Primera Guerra Mundial estallase en una cota nunca
vista de optimismo histórico.
Así lo iba a reconocer un atribulado Henry James, al lamentar cómo la contienda daba al traste “con la larga edad en la que hemos supuesto que el mundo mejoraba gradualmente”. Y así, con palabras de justa fama, también lo iba a reconocer, continente adentro, Stefan Zweig, para quien creer en una guerra entre naciones europeas era como creer “en brujas y fantasmas”. Al fin y al cabo, la vieja Europa “nunca había sido más fuerte, más rica ni más hermosa”. Never such innocence again, lamentaría Larkin mucho después, como quien lamenta el adiós al “mundo de ayer” o contempla la espada de llamas que cierra el Paraíso.
Así lo iba a reconocer un atribulado Henry James, al lamentar cómo la contienda daba al traste “con la larga edad en la que hemos supuesto que el mundo mejoraba gradualmente”. Y así, con palabras de justa fama, también lo iba a reconocer, continente adentro, Stefan Zweig, para quien creer en una guerra entre naciones europeas era como creer “en brujas y fantasmas”. Al fin y al cabo, la vieja Europa “nunca había sido más fuerte, más rica ni más hermosa”. Never such innocence again, lamentaría Larkin mucho después, como quien lamenta el adiós al “mundo de ayer” o contempla la espada de llamas que cierra el Paraíso.
No son pocos los que han querido encontrar en ese perfecto
mediodía de civilización una formación de nubes, los amplios círculos que
describen en su vuelo las naves carroñeras. En Gran Bretaña, no faltó quien
–con la novela de Forster– se preguntara si Howards End seguiría en pie.
Arreciaba el problema de Irlanda, “esa tormenta hacia el Oeste”. Se revolvían
sufragistas y huelguistas. El ala conservadora –por ejemplo, Saki– reprochaba a
Inglaterra su aburguesamiento; la facción vanguardista –en tiempos de
estetización de la violencia– le recriminaba su filisteísmo, y aun se permitía
la culpa de celebrar la guerra como “higiene”. Mientras, en los telegramas y
despachos del Foreign Office se reconocía como “nuestro verdadero enemigo” a la
Alemania del Kaiser.
Poco extraña, por tanto, que Rudyard Kipling, como alerta
temprana del Imperio, hiciera oír su voz a no tardar. Ya desde tiempos de los
Bóers venía censurando a esa Gran Bretaña que “se burla de los uniformes que
vigilan su sueño”. Y todavía retumbaban los cañones de agosto cuando comenzó a
llamar a la lucha “por todo lo que somos y tenemos”.
Cierto joven oficial haría caso a su mensaje. No era otro
que Harold Macmillan. El futuro primer ministro, hombre de bravura épica, iba a
caer herido cinco veces en la guerra y a hacer sobrados honores a la gallardía
que Jünger apreció en el enemigo británico. Como modelo acabado del ethos más caballeresco del Imperio,
Macmillan –por ejemplo– tuvo que pasar un día en la tierra de nadie, rodeado de
muertos, entre inyecciones de morfina y lecturas del Esquilo en griego que
llevaba en un bolsillo del uniforme. “Valiente como Macmillan”, decían en su
regimiento de granaderos. Y no es atrevimiento suponer, con Sir George
Younghusband, que su caso fuera uno más de entre esos soldados “que pensaban,
hablaban y se expresaban exactamente como Kipling les había enseñado a hacerlo”
a través de su literatura y su retórica patriótica. Un auténtico oficial del
Imperio. Quizá por eso sea una ironía que el propio Macmillan, al cabo de las
décadas, se encargara personalmente de alentar los “vientos de cambio” que iban
arrinconando a ese mismo Imperio sobre los mapas. O quizá sólo fuera una
obediencia a esos otros versos de Kipling, según los cuales “toda la pompa del
ayer” imperial estaba destinada a conocer el mismo fin que Nínive y que Tiro.
Convertir a los hombres nuevamente en barro
Hay una belleza muy propia de la Navidad en Alemania, con
sus plazas envueltas en luz, las velas rojas sobre las coronas de Adviento y
ese vino especiado que pone calor y alegría en los corazones. Es, a su manera,
un espectáculo. Y, a buen seguro, el voluntario del Kaiser que, recién llegado
al frente, escribió a su familia que “¡la guerra es como la Navidad!”, también
tenía interiorizado ese espectáculo de fuegos y canciones y desfiles. Pese a la
celebridad que ha ganado la frase de aquel soldado desconocido, la
efervescencia y el ardor nacional con que se vivió el primer compás de la
conflagración no iban a ser patente alemana. En las despedidas y las cartas de
los soldados británicos también aparece un voluntarismo particular: la creencia
ciega en que todos estarían de vuelta a casa para –justamente– celebrar las
pascuas. La guerra, escribe el historiador A. J. P. Taylor, iba a ser cuestión
“rápidamente decidida”, asimilable a una larga “batida de faisanes”. Quizá
sorprenda que en toda aquella Europa nadie recordara que Dios –según se ha
dicho– había dispuesto las llanuras de Flandes a modo de campo de batalla. Pero
no debiera sorprender tanto: en Inglaterra, los ejércitos llevaban un siglo sin
conocer una contienda continental; en Francia y Alemania, no había un solo
hombre en edad militar con experiencia directa de la guerra. El desajuste con
lo radicalmente nuevo no pudo ser más trágico.
Una escena –hermosa y terrible– descrita por Jean Clair nos
permite contemplar el horror de esa novedad. Es la de la mujer italiana que,
asomada a su balcón, ve la marcha de los soldados rumbo al frente. Acostumbrada
a la bizarría de los uniformes de su juventud, a los penachos de los húsares, a
las pecheras refulgentes de medallas en los salones de la sociedad, la buena
mujer, entre el descrédito y el miedo, no puede sino volverse a su casa ante el
avance de una masa sin rostro ni nombre, impersonal, monocroma en su camouflage[1], exactamente como una
cadena de montaje de la muerte. La intuición de la anciana era acertada: si por
algo iba a caracterizarse la Gran Guerra, era por llevar la muerte a los ritos
de la mecanización, a la escala industrial. Y, reclutamiento tras
reclutamiento, trinchera tras trinchera, los dos disparos de Gavrilo Princip en
Sarajevo iban a multiplicarse en más de diecisiete millones de muertos.
Fue una multiplicación con no poco de cruenta reducción al
absurdo, a instancias del aludido desequilibrio criminal entre la novedad y las
viejas inercias. La percepción del absurdo afectará al artificio en la cocción
de un conflicto que, de los gabinetes a las guarniciones, iba a ser hijo de una
política que pudo elegir entre la guerra y la paz. Similar sinsentido tendría
el décalage entre la técnica
disponible –el gas, la ametralladora, las minas, los aviones– y la táctica
desplegada por un generalato del que no saldrían ni un Marlborough ni un
Napoleón. Y el choque entre lo viejo y lo nuevo todavía contribuyó a dar por
absurdos valores y actitudes tradicionales en una guerra a la que se entró por
celo del propio honor y que, a ras de las trincheras, sólo pudo dar testimonio
de la masificación de la muerte. Como escribe Edward Thomas, su único propósito
era convertir a los hombres nuevamente en barro.
Esa macroeconomía de la destrucción humana iba a desarbolar
lo mismo a los Estados Mayores que a los soldados rasos. No hubo el menor poder
de disuasión: se trataba de seguir matando para seguir viviendo, como la gélida
sistematización a la que apunta Jünger cuando afirma que disparaba a su enemigo
pero no pensaba mal de él. Ahí, la célebre tregua de la Navidad del año
Catorce, con sus pitillos y sus canciones en la tierra de nadie, sería la
última página de un código de conducta ya prescrito: aquel que, como indica
Burleigh, había transparentado de humanidad tantos conflictos desde tiempos
medievales. Del Marne a Loos, sin embargo, las órdenes pasarían ya por no ceder
la posición, por no emprender la retirada, por aguantar –si era necesario–
“hasta que la espalda dé con la pared”.
La experiencia de la muerte –la guerra como sacrificio en el
ara jungeriana de los siglos– no tardaría en mover los resortes de la
incredulidad y el desaliento. En 1915, con la intención loable de salvar algún
resto de lo humano, el Poeta Laureado Bridges mandó imprimir un folleto que,
pese a todo, celebraba El espíritu del
hombre a modo de triaca de “un dolor imposible de afrontar”. Exculpación o
esperanza, ya en 1918, tras acumular 300.000 víctimas en seis días, el Daily Mirror se veía obligado a
restringir su moral propagandística a un “permaneced alegres”. Entre un extremo
y otro de la guerra había muerto, en términos exactos, una generación completa
de británicos. Y los que quedaban en el frente –como vemos en las páginas de
Sasoon, Graves o Blunden– coincidían en la peor aprensión: el convencimiento de
que luchaban una lucha que nunca iba a terminar. Es una maldad intrínseca de la
guerra nacida para terminar con todas las guerras. Lo dejó por escrito
Barbusse: en medio de la refriega, no es un bando u otro bando, es la guerra la
que gana.
Una literatura del desengaño
La presencia de la literatura en la Primera Guerra Mundial
es tan intensa que todo un Sassoon llega a desear que las balas no le
encuentren antes de terminar un novelón de Thomas Hardy. Cierto periódico de la
época dará fe del fenómeno al mostrar en una viñeta el avance de un soldado: el
petate a la espalda, en una mano la bayoneta y en otra un cuaderno –nada menos–
para escribir sus versos. Es una imagen quizá incongruente en cualquier otra
contienda, pero no en aquella en la que iban a tomar parte Charles Péguy y
Salomón de la Selva, Blaise Cendrars y Wilfred Owen, además de –entre tantos
otros– el recién citado Siegfried Sassoon. La Gran Guerra será, de modo
eminente, la guerra de los poetas. Y aun cuando ciertos mandos poco sensibles
desdeñaran su liderazgo moral como cosa de un puñado de oficiales de segundo
rango, alguna huella de hondura iban a dejar los versos de estos hombres
cuando, en otra década y en otro conflicto, Cecil Day-Lewis se pregunta “¿dónde
están los poetas de la guerra?”. Tal y como dejó escrito Peter Parker, cada año
se publican cientos de tesis, artículos, libros y biografías concernientes a la
Primera Guerra Mundial y, sin embargo, es una guerra más dominada por la
literatura que por la historiografía.
Un erudito prodigioso como Paul Fussell apunta diversas
motivaciones –algunas más pedestres, otras más elevadas– para la celebración de
esos nuevos esponsales entre las armas y las letras. “No había apenas cine, no
había radio y, ciertamente, no había televisión. Salvo por el sexo y la bebida,
la diversión se encontraba ante todo en el cultivo formal del lenguaje”. En la
eminencia de la literatura en la Primera Guerra Mundial concurren, sin embargo,
causas más profundas que la conversión de la necesidad –o del taedium belli– en virtud, y que pueden
explicar aquella carta del soldado inglés que pedía a su familia un bocado tan
culto como “las obras de Petronio en la edición de Loeb”. Se trata, ante todo,
del énfasis de la pedagogía británica en la llamada “literacy”, en la
“literaturización” o, de modo más general, en los estudios de corte
humanístico. No es sólo que contribuyeran a hacer de aquella –en verdad– “la
generación mejor preparada de la Historia”. Esa imbricación natural con el
canon nacional logró que tantos de aquellos muchachos “tuvieran la sensación de
que la literatura estaba en el centro de la experiencia normal de la vida” y,
por tanto, de que no era caudal exclusivo de intelectuales y estetas, de
profesores y críticos. Cuando Wilfred Owen titula Dulce et decorum est uno de sus más célebres poemas, el guiño horaciano
desvela el andamiaje clasicista de un itinerario educativo que, como diría
Waugh más tarde, parecía no tener otra voluntad que convertir al alumno en
escritor.
Fussell habla de la popularidad entre la tropa de las
antologías de versos de Oxford y –en poesía o en prosa– no pocos de los motivos
más habituales de la literatura escrita en la Gran Guerra encontrarían su
venero en la tradición vernácula. Pensemos en el pastoralismo o ruralismo
inglés, que de tentación permanente en la literatura británica se convierte en
asidero ético y estético para tantos combatientes que buscan oponerlo a las
tormentas de acero de la guerra. O pensemos en un homoerotismo que, alimentado
por la herencia uranista victoriana, encontraría su mejor sublimación en la
ética de la camaradería surgida del conflicto. Un éxito del calibre de A Shropshire lad, de A. E. Housman, iba
a acertar al encauzar ambas sensibilidades en una sola. En cuanto a la
imaginería religiosa, filtrada a la memoria a través de la Biblia King James, del Book
of Common Prayer o de El progreso del
peregrino –hitos todos de la transmisión cultural británica– no podía estar
ausente, menos aún ante el recordatorio perpetuo de los calvarios dispuestos
por la piedad popular en los caminos de Flandes y el norte de Francia.
Más allá del hontanar de la tradición, los “war poets”, y
los escritores de la Gran Guerra en general, compartirán rasgos que abarcan
desde una inclinación a la comicidad –tan visible en Graves– cuando no al humor
negro, hasta un aborrecimiento de las jerarquías no inexplicable dadas aquellas
circunstancias. Es más estimulante, con todo, considerar el escaso grado de
politización que –en comparación, notablemente, con la Guerra Civil Española–
muestran los escritores del Catorce. Sin duda, resulta sintomático del citado
absurdo en que se tuvo a la propia guerra, pero a la vez nos habla, como quiso
Maurois, del testimonio personal como fuente de legitimidad frente a las
lecturas ideológicas del conflicto. Esa voz individual se alzará como único intérprete
válido de la realidad y, de hecho, encuentra correspondencia –pensemos en Renn,
Remarque o Sassoon– con la partición del mundo a ojos del escritor-soldado: por
un lado, los compañeros de trinchera; por otro, “los extraños”.
Tal escisión radical no se debe sino a la también radical
incomunicabilidad de la experiencia bélica. En vano buscaremos a lo largo de la
Gran Guerra –escribe Bergonzi– espacios para un Homero heroico, para el
realismo de un Tolstoi. Lo innombrable ya no aludirá –comenta Fussell– a lo que
no se puede decir por inconcebible, sino a lo que paraliza la pluma por
terrible. Y la colisión entre los hechos y el lenguaje disponible para
describirlos, en buena medida, tendrá sus concomitancias con ese choque entre
lo nuevo y lo viejo en una guerra en la que –recordemos– no iban a participar
profetas de la palabra moderna como un Joyce o un Pound. Los principales libros
memorialísticos sobre la contienda apenas empiezan a aparecer al cumplirse una
década de su fin: tan lenta iba a ser la metabolización del espanto en
lenguaje.
Es significativa la observación de que, entre los rudimentos
más efectivos para transmitir la vivencia de la guerra, el understatement –la atenuación– vaya a verse reivindicado por
oposición al pathos que hubiésemos
esperado de una retórica romántica. No es algo sin consecuencias. Esa misma
licuefacción de la lengua guardará perfecta sincronía con la “rebaja de
expectativas” que, según Fussell, va a caracterizar al modernismo literario a
modo de “escepticismo o minimalismo”. La distancia es marcada frente a la
solidez de las grandes retóricas y los grandes valores al modo victoriano o
eduardiano. Como apunta Bernanos, “esa religión del Progreso, para la que se
nos había pedido educadamente morir”, se iba a resolver en “una gigantesca
estafa a la esperanza”. La literatura de la Gran Guerra será así –fatalmente–
“una literatura del desengaño”. Después de ella, todo iba a tener que empezar
de nuevo.
La complejidad de una reputación
Rudyard Kipling y Henry Rider Haggard posaban ya de viejos
paquidermos de las letras británicas cuando –íntimos como eran– daban en
bromear entre sí acerca de lo lejos que estaban de su tiempo. Con menos humor,
y también con menos piedad, una joven luminaria como Eliot –allá por 1919– iba
a confirmar su percepción. Sin llegar a la virulencia de las andanadas de
Edmund Wilson, posteriores en años y lindantes ya con la excomunión literaria,
el estilo quirúrgico de Eliot tampoco iba a ser risueño para con el Nobel
inglés, a quien ve como “un laureado sin laureles” y –crueldad de crueldades–
considera “casi, casi un gran escritor”[2]. El veredicto del poeta
anglo-americano, con todo, subrayará la peor de las tachas de Kipling al mencionar
cómo sus libros han dejado de alimentar la conversación de la inteligencia
literaria de la época. Kipling –venía a decir Eliot– representaba el pasado.
Lo representaba, sin embargo, para muy poca gente: apenas
para esa crema que es, precisamente, la inteligencia literaria de cada
generación. Para el amplio resto, basta con agolpar los datos para colegir su
llegada: Kipling ha sido el último poeta de masas en Inglaterra, no ha habido
otro escritor más leído hasta la Rowling, y gozó de una fama sin interrupciones
desde que –con 22 años– se declarara abierto el “Kipling furore” con El hombre que pudo reinar. Conseguir el
Nobel más temprano de la Historia –y el primero en inglés– también sería útil
para depararle tantas admiraciones como envidias. Resultaba por tanto de
esperar que esa inteligencia literaria, siempre atenta a servir el papel de
Edipo con sus mayores, y por lo general más dotada de exquisitez que de masa
lectora, desdeñara a Kipling como el escritor favorito de quienes no leían. Al
fin y al cabo, parecía haber algo degeneradamente filisteo en que sus rimas se
imprimieran para el pueblo en ceniceros y en jarras de cerveza.
A la posteridad, y no sólo a la inteligencia literaria,
Kipling tampoco se lo iba a poner fácil. Baste considerar que –todavía–, al
hablar de él, resulta de rigor presentar excusas y aludir de inmediato a la
“complejidad de una reputación” pegajosa e incómoda como pocas otras. De un
lado, el narrador que puede pasar sin problemas –así lo reconoce un Orwell–
como el mejor escritor de historias cortas en inglés; de otro, el hombre al que
sólo con tantas sutilidades como buena voluntad se le puede librar de la carga
tan nefanda de racismo. De un lado, el genio sin parangón a la hora de recrear
las infancias y sus mundos; de otro, el intelectual público de la causa del
Imperio. De un lado, en fin, las alabanzas de una autoridad como Borges; de
otro, la percepción de que sus postulados políticos –como escribe Chaudhuri–
son un obstáculo a la hora de asegurarle un lugar de elevación en la literatura
inglesa.
Por supuesto, no han faltado escritores óptimos con ideas
políticas pésimas, y quizá lo distintivo del caso Kipling sea que esas mismas
ideas han contribuido no poco a la simplificación de una figura con más
tonalidades de las que quiere el cliché. El juicio sobre su pensamiento
terminaría por perjudicar la estima de su pericia literaria, en tanto que
–según se ha dicho– hay algo de desagradable en el hombre Kipling que permea
mucho del arte del Kipling escritor. Sin embargo, no son leves las
ambivalencias o las contradicciones kiplinguianas apenas aludidas: enemigo de
la democracia, como afirma Hitchens, pero defensor del hombre común; criticado
por la facilidad casi vulgar de su estilo y –al principio– exaltado por los exotismos
de un nuevo Loti; creyente en las virtudes militares como esencia del Imperio
y, al mismo tiempo, capaz de describir una incompetencia militar que los
escritores británicos suelen reservar más bien a los no británicos. El suma y
sigue es perpetuo: el gran fabulador de cuentos y novelas cortas fallaría en
sus intentos de novela larga, y el mago del don narrativo reconocería que
“cuatro quintas partes del trabajo de todo el mundo han de ser malas”. A nadie
sorprenderá, por cierto, que algunos se hayan urgido a aplicar esta cita
novelesca a las páginas de su propio autor.
Es, sin embargo, su propia condición de zelote del Imperio
la que más se iba a ver transitada de paradojas. Kipling pudo exaltar la misión
imperialista británica y al mismo tiempo convertirse –tal vez su mejor apuesta
moral– en el mayor fustigador de su soberbia. En lo tocante a su relación
literaria con la India, todavía conviven el recuerdo gravoso de “la carga del
hombre blanco” y la constatación de que nadie dio en publicitarla y exaltarla
con amor más demorado. Con la propia Inglaterra también tendría unos rapports de densidad insospechada: al
morir en los mismos días que Jorge V, alguno iba a ironizar con que el rey se
había llevado consigo a su trompetero, pero el mismo Kipling se encargó de
rechazar mil y un honores de la Corona para no desapegarse de las gentes del
común. Véase que, arquetipo de lo inglés, el país no dejaría de parecerle nunca
“una tierra extranjera”. Y si nunca consideró en pie de igualdad a los pueblos
“non-white”, admira en ellos un valor y una autenticidad que echa en falta
entre los suyos. Estas incoherencias kiplinguianas no dejan de aportar matices
a su perfil, y lo significativo es que se extenderán a todos los temas de su
tiempo, de las clases trabajadoras a las relaciones con Irlanda y Estados
Unidos o una Iglesia de Inglaterra a la que criticó tanto como amó su Biblia y
sus himnarios. En fin, el poeta del Times,
el profeta de la exaltación de los mapas en color rojo imperial, creía
que el Imperio era cuestión de sacrificio y no de lucro. Ese sigue siendo un
hallazgo para muchos. Y todavía será de justicia añadir que –más allá de sus
complejidades y aun de sus defectos–, por encima de todo sobrevuela esa
“potencia del genio” que le reconoció a Kipling un lector tan fastidioso como
Henry James.
Por afecto o por menosprecio, como puede verse, el autor de Kim
logrará siempre –así lo apunta con honestidad su biógrafo Carrington– mover
nuestras pasiones. Al considerar lo mezclado de su huella, por ejemplo, Orwell
no dudará en condenarlo por su “jingoísmo”, por una condición “moralmente
insensible y estéticamente repugnante” que le ha ganado “el desprecio” “de toda
persona ilustrada”. Al mismo tiempo, Orwell no deja de subrayar que, mientras
tantos de sus críticos son materia del olvido, “Kipling, de alguna manera,
sigue estando ahí”. Incluso acudirá en socorro de su fama al alabar un rasgo
que, en verdad, nadie ha podido negar: “la decencia personal” del prohombre, en
quien admira su contención a la hora de convertir su popularidad en
espectáculo. La conclusión de un escritor de tanto peso ético como Orwell es
nítida: Kipling fue un imperialista –sin duda–, pero sin dejar de ser un hombre
de honor.
Con sus palabras, de alguna manera, lo que Orwell señala es la
intención moral que –para bien o para mal– funda y recorre la intelectualidad
pública de Kipling y buena parte de sus pulsiones estéticas. Eso era algo que
ya se había podido rastrear a lo largo de sus páginas durante décadas, en su
carácter de cantor de una joie de vivre
de la gente corriente –el soldado, el marino– inaccesible para la alienación
del hombre urbano. También iba a ser patente en el candor y la pasión con que,
celador del orden de la Pax Britannica,
Kipling hizo de continua Casandra ante un Imperio que vio bajo la amenaza
permanente de tener “el huno a las puertas”. De algún modo, Kipling va a poner
siempre a prueba nuestra capacidad para la indulgencia contra la equivocación
que se comete sin doblez, porque el hombre capaz de ofrecer su casa como
hospital para los soldados era, indudablemente, un hombre sin dobleces. Al
final, interpelará incluso a nuestra legitimación para juzgarlo. Cuando, en el
verano de 1914, el huno llega definitivamente a las puertas, su literatura y su
propaganda nos sitúan ante unos dilemas y vértigos morales que sólo las guerras
son capaces de causar. Pero quizá su sufrimiento humano también nos lleve a la
comprensión que merece el dolor de una guerra. Vale la pena recordarlo ya:
Rudyard Kipling iba a perder a su único hijo en la batalla de Loos…
Este texto es un
fragmento del prólogo a las Crónicas de
la Primera Guerra Mundial, de Ruyard Kipling, en traducción de Amelia
Pérez de Villar.
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