Rudyard Kipling ✆ Riccardo Vecchio |
Investido de nuevo Talleyrand, en algún momento de su edad
provecta, el primer ministro Harold Macmillan dictaminó que quien no había
conocido el mundo anterior a la Gran Guerra –simplemente– no había conocido la
dulzura de vivir. Tal vez Macmillan fuera un hombre menos original que
cultivado, pero el verano de 1914 –uno de los más hermosos de la historia de
Inglaterra– parece darle la razón. Nos es fácil imaginarlo todavía: un tiempo
manso y suave, entre casas de campo con praderas infinitas, regatas en Cowes,
el brillo acharolado de las fiestas nocturnas y una sucesión de fresas y
champán. El último fulgor de la Inglaterra eduardiana. De hecho, aquel verano
del Catorce aún sangraría en la memoria de tantos muchachos que, desde el barro
de Passchendaele o las trincheras del Somme, iban a cifrar en él la sugestión y
la pérdida de la Inglaterra arcádica, añorada como el hogar primordial. En
realidad, fue un verano de tanta excepción que Lloyd George tuvo muy a la mano
el símil para declarar, ante las altas jerarquías de la City, que el cielo
nunca había sido de un azul más perfecto en materia de asuntos exteriores.
Apenas tres semanas después de sus palabras, comenzaba una guerra para la que
no se iba a encontrar nombre más adecuado que “Gran Guerra”.