Claudio Katz
Trump confirmó en
sus primeros días que es un mandatario reaccionario con múltiples
planes de atropellos. Mientras crece la resistencia callejera, la
viabilidad de su agresión es una incógnita. Pero en cualquier caso,
una acertada caracterización de su proyecto vale más que
incontables vaticinios.
Una
agenda virulenta
Las órdenes
ejecutivas que firmó el magnate ilustran sus propósitos
trogloditas. Ratificó la construcción del muro a cargo de México,
puso en marcha la expulsión de indocumentados, anuló el visado para
varios países árabes, anunció la quita de subsidios federales a
las ciudades que protejan inmigrantes, inició la liquidación del
seguro de salud (Obamacare) y congeló la contratación de empleados
estatales.
Su gabinete de
generales y multimillonarios incluye expertos en destruir la
educación pública (Betsy DeVos), vaciar el sistema sanitario (Tom
Price), liquidar el ambientalismo (Scott Prui) y congelar el salario
mínimo (Andy Puzder). Su vicepresidente (Mike Spence) lidera las
campañas de penalización del aborto y sus principales funcionarios
son declarados anti-islamistas (Michael Flynn) o pregoneros del
suprematismo blanco (Bannon).
Como el exponente
del lobby petrolero (Tillerson) ya rehabilitó la construcción
de oleoductos contaminantes, es posible un debut represivo contra los
pobladores que resisten en Dakota, esos devastadores emprendimientos.
La predisposición
de Trump por el garrote se verificó en su justificación de la
tortura. Garantizó protección total a las actividades de la CIA y
subió el tono de los insultos contra la prensa por su cobertura de
las manifestaciones opositoras. Con una fábula sobre los sufragios
fraudulentos, prepara algún mecanismo de disuasión del registro de
votantes.
Trump negocia con el
establishment republicano el plan económico y la política
exterior, respaldando las campañas oscurantistas de los
ultra-derechistas de su gabinete. Esa agenda incluye iniciativas de
los suprematistas contra los afro-americanos y los derechos
conquistados por otras minorías. No sólo los latinos están
excluidos de su proyecto de “hacer nuevamente grande” a los
Estados Unidos (Davis, 2016).
El magnate sabe que
su giro xenofóbico requiere más acciones que palabras. Busca el
sostén activo de su electorado para diabolizar a los mexicanos y
atacar a los musulmanes. Por eso convoca a los “verdaderos
estadounidenses” a sostener su figura contra los “políticos
profesionales” del Congreso.
Su combinación de
verborragia agresiva y caudillismo nacionalista ha sido identificada
por numerosos analistas con el “populismo anti-sistémico”
(Fraga, 2016). Utilizan esa denominación para cuestionar su
demagogia y su desconocimiento de los principios republicanos.
Subrayan que esos defectos son internacionalmente compartidos por
líderes de la derecha y la izquierda.
Pero la
inconsistencia de esta comparación salta a la vista en el caso de
Trump. Se pueden trazar paralelos con Le Pen, pero cualquier
parentesco con Maduro o Evo Morales es un disparate. El mote de
populista oscurece que el potentado es un exponente de la clase
capitalista, que busca reconstituir el sistema político
estadounidense mediante una gestión autoritaria.
Como esa meta exige
soportes para-institucionales, la coalición gobernante incluye el
componente fascista de las milicias y de los grupos que promueven el
uso de las armas en las universidades.
Algunos autores
(Cabrera, 2017) resaltan acertadamente estas amenazas, frente a las
vacilaciones de los progresistas que contemporizan con Trump. Esos
enfoques describen el voto obrero logrado por el multimillonario como
una simple manifestación de descontento, diluyendo su carácter
reaccionario. También despliegan acertados cuestionamientos a Obama
e Hilary, desconsiderando el peligro que representa el nuevo
presidente (Fraser, 2017). Con esa actitud resulta difícil valorar
la extraordinaria explosión de protestas que desencadenó la llegada
de Trump.
Una
resistencia inédita
Ningún otro
presidente inició su mandato con tanto rechazo inicial. Cuatro
millones de manifestantes transformaron la fisonomía de las
principales ciudades de Estados Unidos. Pero más llamativa ha sido
la radicalidad de los discursos y las consignas.
Bajo un alud de
carteles proclamando que Trump “no es mi presidente”, numerosos
oradores resaltaron la ilegitimidad del mandatario. Las encuestas
ratificaron que la mitad de la población convalida esa percepción.
No sólo Michael Moore y los seguidores de Sanders cuestionan la
validez de la actual gestión presidencial. Algunas personalidades
del establishment coinciden en ese desconocimiento (Krugman,
2017). Estos planteos socavan los cimientos del sistema institucional
estadounidense.
La ceremonia de
asunción fue boicoteada por cuarenta senadores liderados por un
emblemático luchador afro-americano (Lewis). Este convulsivo
escenario suscita impensables comparaciones con los países
latinoamericanos.
Junto a las
protestas emerge una nueva cultura de resistencia presente en
ingeniosos carteles, que recuerdan a los grafiti del 68. Las redes
sociales sustituyen las viejas pinturas en los paredones, facilitando
la difusión instantánea de los mensajes. La repercusión
internacional de esos slogans crece junto a un repudio de Trump, que
es compartido por toda la comunidad artística de Hollywood.
La próxima batalla
se librará en las “ciudades santuario” que extendieron
documentos de protección a los perseguidos. Las autoridades de 300
centros urbanos han declarado que resistirán las exigencias
federales de deportación, subrayando “que la inmigración hace
grande a América”.
Varios
comentaristas trazan comparaciones con el clima que anticipó en los
años 60, las movilizaciones contra la guerra de Vietnam. Ese
recuerdo ha sustituido las analogías de Trump con Reagan por
semejanzas más pertinentes con Nixon. Si la resistencia se
consolida, los planes del nuevo mandatario afrontarán los mismos
límites que paralizaron a ese antecesor.
Trump
reabre viejas heridas de la sociedad estadounidense. Confronta con
los descendientes de pueblos originarios sioux, que rechazan los
oleoductos contaminantes. En el piquete de Standing Rock fue
conmemorado el saqueo sufrido por esa comunidad, con apoyos que
incluyeron a varios veteranos de guerra. Todos pidieron perdón por
el exterminio de los indios y su confinamiento en reservas (Honty,
2016).
Este resurgimiento
de antiguas grietas es más agudo en la cuestión racial. Trump acoge
a los encubiertos simpatizantes del Ku Klux Klan, que heredan el odio
de los derrotados plantadores del Sur hacia los afroamericanos.
Durante la última centuria, ese sector preservó un enorme poder en
los ministerios, tribunales y legislaturas (Pozzi, 2016) y sostuvo el
sistema electoral que premia a los estados rurales, conservadores y
con menor población (Majfud, 2016).
Trump fue ungido por
ese antidemocrático sistema que vulneró la mayoría de sufragios
obtenidos por su contrincante. Ahora reabre desde la presidencia las
fracturas más dolorosas de la historia estadounidense. Su presencia
en la Casa Blanca ha desatado un terremoto político. Luego del
impresionante apoyo logrado por Sanders, esa convulsión ha creado un
gran auditorio para las propuestas de la izquierda.
La
pulseada estratégica con la China
Trump no es un
extraviado que improvisa la gestión de la primera potencia. Parte de
diagnósticos elaborados por centros de estudios del establishment,
que han constatado cómo la globalización neoliberal impulsada por
Estados Unidos beneficia a China (Silva Flores, Lara Cortes, 2017).
Resolver esa
contradicción es el principal objetivo del acaudalado. Busca ante
todo reducir el descomunal déficit comercial con el gigante
asiático. Promueve ese balanceo mediante una revisión de los
tratados de libre comercio, que no aportan suficientes ganancias a la
economía yanqui.
Por eso inauguró su
gestión frenando la negociación del convenio transpacífico, que a
su juicio otorgaba demasiadas concesiones a los restantes miembros de
la asociación.
Esta decisión no
implica el repliegue proteccionista de una economía tan enlazada con
circuitos internacionales de abastecimiento. Trump intenta reordenar
(y no suprimir) los tratados que rigen el comercio mundial, a través
del esquema concertado por la OMC a mitad de los 90.
El magnate busca
recuperar la hegemonía de Estados Unidos en el intercambio global
(Lucita, 2016). No pretende revertir la estructura internacional de
transacciones, que actualmente manejan las empresas multinacionales.
Ese tipo de revisión
ya fue perpetrada por Estados Unidos, cuando sustituyó el fracaso
del ALCA por convenios bilaterales con distintos países
latinoamericanos. Ahora prepara una renegociación que preservará
todos los ítems que apuntalan a la potencia del Norte.
Trump retomará del
caído TTP (y del pendiente TISA) las conveniencias logradas por las
firmas estadounidenses en los derechos de propiedad de varias áreas
(remedios, cinematografía, informática, correo, aeronáutica,
finanzas). Buscará convalidar la supremacía de su país en los
servicios y el acceso privilegiado a las compras públicas de otras
naciones (Ghiotto, Heidel 2016).
Pero la negociación
con China es más compleja. Trump no sólo exige la apertura del
mercado asiático a los bancos y proveedores estadounidenses. También
demanda límites a la penetración directa de productos chinos o a su
ingreso lateral, a través de plataformas de producción en terceros
países. Los automóviles están en mira de ese operativo.
La presión contra
el competidor oriental se extiende a la esfera monetaria. Trump no
obstruirá la compra de bonos del tesoro -que preserva la
preeminencia internacional del dólar- pero tratará de evitar la
apreciación de la moneda norteamericana (y las devaluaciones del
yuan), que afectan las exportaciones de la primera potencia.
Con ese duro esquema
de hostigamiento comercial-monetario, el magnate intentará doblegar
a China, sin afectar el predominio de los sectores altamente
internacionalizados de la economía estadounidense.
El conflicto
estratégico que se avecina con el gigante oriental tiene semejanzas
con la pugna mantenida con la Unión Soviética. Los presidentes
republicanos se han especializado en confrontaciones de ese tipo.
Reagan potenció la guerra fría, Bush lideró invasiones en Medio
Oriente y Trump encabeza la pulseada con China.
Pero en el
establishment hay muchas dudas sobre ese desafío (Nye, 2017).
Los halcones suponen que China es económicamente vulnerable e
incapaz de sustituir a Estados Unidos, en el comando del capitalismo
globalizado.
Pero el sector que
predominaba con Obama teme las consecuencias de ese choque. Promueve
la neutralización de China, mediante su incorporación plena (y
consiguiente subordinación) a los circuitos globales de las finanzas
(poder de voto en el FMI) y la moneda (constitución de un signo
mundial con participación del yuan) (Bond, 2015)..
Trump ya empezó su
ofensiva con una llamada telefónica a Taiwán, pero prepara con
cuidado la escalada. El gobierno chino respondió con dureza,
ofreciendo en Davos nuevos tratados de libre-comercio a todos los
socios en disputa. Mientras evita discutir la apertura interna,
contraataca con propuestas de globalización potenciada.
China ya puso en
marcha su propio convenio en el Pacífico (AGER), afianza el
estratégico acuerdo de Shangai con Rusia y logró inéditas
aproximaciones con Filipinas, Malasia y varios países del Sudeste
Asiático. Frente a semejante resistencia, Trump ensaya la futura
confrontación, con provocaciones a un vecino indefenso del
hemisferio americano.
El
sentido de la agresión a México
Los furibundos
ataques a México son una advertencia a los competidores de mayor
porte. Trump ejercita su ofensiva global con la insultante exigencia
de construir un muro pagado por las víctimas.
También aquí está
en juego la reducción del déficit comercial con el vecino y una
renegociación más favorable del convenio comercial (NAFTA). Pero
como esos desbalances son inferiores a los vigentes con otros países,
es evidente que el gesto de patota hacia México tantea pulseadas de
mayor alcance.
Trump supone que
Peña Nieto aceptará todas las humillaciones. No olvida que el
actual canciller Videgaray lo invitó como candidato a despreciar
públicamente a México. Imagina que el establishment de ese
país carece de un plan alternativo a la subordinación al Norte y
está seguro del acompañamiento de Canadá.
Por eso chantajea
con el arancelamiento de importaciones provenientes de una economía,
que destina a Estados Unidos el 90% de sus ventas. Complementa esa
presión con amenazas de impuestos a las remesas.
El muro es un
mensaje de persecución total. Más que la construcción efectiva del
paredón -que ya fue concretada en un tercio por las administraciones
anteriores- le interesa emitir una señal de agresión sin límite.
Sugiere una pesadilla semejante a la padecida por los palestinos en
Cisjordania.
La expulsión de
mexicanos sintetiza su nuevo plan de gestión reaccionaria de la
fuerza de trabajo. Trump pretende reforzar la vieja segmentación de
los asalariados que ha caracterizado al capitalismo estadounidense.
Esa división facilitó la dominación burguesa. Al principio eran
contrapuestos los inmigrantes europeos de distintas nacionalidades y
posteriormente se propició la confrontación de los trabajadores
blancos con los negros y latinos (Gordon, 1985)..
En las últimas
décadas esta fractura fue utilizada por consolidar la reducción de
los ingresos populares. El salario mínimo es actualmente inferior en
un 25 por ciento al vigente en 1968, a pesar de la duplicación que
registró la productividad.
Trump resucita el
nacionalismo para recrear la vieja segmentación de los trabajadores
en el nuevo escenario neoliberal. Combina chauvinismo con
privatizaciones y flexibilización laboral. Utiliza la xenofobia y
limita la movilidad de los asalariados para consolidar el poder del
capital.
Esa restricción es
su principal foco de revisión de los tratados de libre comercio. En
ningún momento objeta la continuidad de la acumulación a escala
mundial. Postula ampliar el esquema predominante en la relación
entre China y Estados Unidos, que excluye la circulación entre los
trabajadores de ambos países (Panitch, 2016)..
El Brexit anticipó
esta nueva tendencia. Supone renegociar las normas del comercio entre
Inglaterra y Europa, pero sobre todo apunta a restaurar las
restricciones al ingreso de inmigrantes. También conduce al
desconocimiento británico de las leyes laborales y sociales del
Viejo Continente. Al que igual que en Estados Unidos, los
capitalistas buscan redoblar sus agresiones usufructuando de las
divisiones en la clase obrera.
Con la obstrucción
de la movilidad de la fuerza de trabajo, Trump y sus colegas ingleses
promueven otro modelo de globalización asimétrica. Intentan
reemplazar el alicaído cosmopolitismo de la Tercera Vía por un
nuevo coctel de neoliberalismo con xenofobia. Este giro se implementa
a través de estados nacionales, que persisten como el cimiento
insoslayable de la mundialización neoliberal.
Es importante
registrar el carácter limitado del cambio propiciado por Trump,
frente a la generalizada identificación de su política con el viejo
proteccionismo (Algañaraz, 2017) o con el fin de la globalización
(Pérez Llana, 2017). Esas caracterizaciones han sido acertadamente
objetadas, por los autores que describen las diferencias del curso
actual con los modelos clásicos de arancelamiento (Puello Socarrás,
2017). En el giro propuesto hay muchas continuidades con el esquema
neoliberal de las últimas décadas (Robinson, 2017)..
Trump forma parte de
ese período por su evidente promoción de la ofensiva del capital
sobre el trabajo. Plantea revisar las normas de comercio dentro del
marco de la mundialización. No auspicia ninguna eliminación de las
cadenas globales de valor, que rigen la fabricación
internacionalizada de incontables mercancías.
Ni siquiera postula
alterar la globalización financiera. Se ha rodeado de la crema de
Wall Street y trabaja con los republicanos más hostiles a cualquier
regulación del movimiento internacional de los capitales.
Los
riesgos de la economía
Como Trump debutó
abriendo muchos frentes de conflicto, necesitará logros económicos
próximos para oxigenar su gestión. En lo inmediato promueve el
programa de obras públicas, que muchos sectores demandaron
infructuosamente a Obama.
Un magnate que amasó
fortunas con desarrollos inmobiliarios sintoniza con todos los
negocios de infraestructura. Esa inversión es impostergable en una
economía afectada por el vetusto estado de los servicios públicos.
Al cabo de tres décadas de contracción en ese segmento de los
gastos federales, la antigüedad de esos activos supera los 22 años.
La propuesta de
Trump no es tan ambiciosa e involucra erogaciones muy inferiores a
las efectivizadas por China en el último decenio. Pero incluso a esa
escala hay pocos antecedentes de efectividad en ese tipo de
iniciativas. Ninguna economía occidental ha logrado recientemente
reactivaciones sustanciales por esa vía. El último fracaso se
registró en Japón. El Abe-economics -que anticipó algunos
rasgos del Trump-economics- no logró reanimar el aparato
productivo (Robert, 2016)..
El proyecto del
millonario supone, además, un gran endeudamiento público y el
significativo incremento de las tasas de interés. Ese encarecimiento
revertiría la baratura crediticia que alivió a la economía
estadounidense en los últimos años.
Por el momento los
mercados financieros están satisfechos con su nuevo representante en
la Casa Blanca. Aprueban la inminente reducción de impuestos a las
actividades empresarias y avalan el protagonismo de los banqueros en
el gabinete. Pero habrá que ver cómo reaccionan los fondos de
inversión con fuertes tenencias de títulos estadounidenses, ante el
incremento del déficit fiscal.
Un riesgo semejante
introduce la preeminencia del lobby petrolero. Los popes de este
sector (Tillerson, Rick Perry, Scott Pruit) no sólo recuperan el
dominio que tuvieron durante la gestión de los Bush. Su total
negación del cambio climático augura el congelamiento de las
tratativas para frenar el calentamiento global y una renovada emisión
de gases tóxicos. Al concluir el quinquenio más cálido de la
historia reciente se avecina el desmantelamiento de la Agencia de
Protección Ambiental (Chomsky, 2016).
Resulta difícil
imaginar cómo hará Trump para lograr su prometida recomposición
del empleo industrial. Ninguna de sus propuestas revierte la
especialización de la economía estadounidense, en servicios o
fabricaciones de bienes finales. Esas medidas tampoco contrarrestan
los procesos de automatización que desplazan mano de obra. En ningún
caso permitirían abaratar el costo de la fuerza de trabajo a una
escala comparativa con Asia.
El modelo en marcha
supone una mezcla de monetarismo (alza de las tasas de interés) y
ofertismo (reducción de impuestos), con ingredientes keynesianos
(reactivación con gasto publico). Este último componente suscita
elogios de algunos pensadores heterodoxos, que divorcian la política
económica de la orientación reaccionaria de Trump (Varoufakis,
2016). La recuperación capitalista que promueve ese proyecto no
atenúa su regresividad.
Replanteos
internacionales
El belicismo de
Trump salta a la vista en los asesores del presidente. Incorporó más
militares en cargos de seguridad, que cualquier otro gobierno de los
últimos 60 años. En su gabinete predominan los mismos partidarios
de la unipolaridad armada, que prevalecieron en la gestión de los
Bush. Ya dispuso incrementos de sueldos en el ejército y un mayor
presupuesto para el Pentágono.
El magnate desmintió
todas las expectativas de repliegue interno de la primera potencia.
El sheriff del planeta calibra sus cañones y refuta todas esperanzas
de aislacionsimo. La valorización de acciones del complejo
industrial-militar anticipa su agenda intervencionista..
Esa escalada tiene
precedentes en Obama, que recompuso la presencia internacional del
Pentágono con incrementos de bases internacionales (de 60 en 2009 a
138 en 2016) y autorizó el lanzamiento de 26.171 bombas (Gandásegui,
2017)..
Estados Unidos es el
protector militar del capitalismo global y no tiene en carpeta ningún
abandono de ese rol. Las incógnitas giran en torno a los objetivos
geopolíticos específicos de esa acción.
Trump intenta una
aproximación con Rusia para debilitar a China. Invierte el operativo
de Nixon, que en los años 70 buscó socavar a la URSS acordando con
el gigante asiático.
Los contratos
petroleros suscriptos con Putin por el secretario Tillerson (en
representación de Exxon Mobil) prepararon el nuevo curso. Pero en el
Departamento de Estado existen serias resistencias a ese rumbo. Por
eso se han filtrado tantos secretos de la relación de Trump con
Moscú.
La elite rusa
aprueba el afianzamiento de las relaciones con Occidente. Deposita
sus fortunas en Londres, educa a sus hijos en Harvard, vacaciona en
Miami y consuma negocios turbios en Ginebra (Kagarlisky, 2015). Pero
como Estados Unidos nunca ofrece algo a cambio de la simple
subordinación, todos los acercamientos desembocan en nuevos
distanciamientos.
La experiencia
Yeltsin quedó atrás y Putin no acepta el sometimiento propiciado
por los antecesores de Trump. Rusia estableció numerosos convenios
con China y acaba de exhibir ambiciones geoestratégicas en Siria
(Katz, 2017).
El ocupante de la
Casa Blanca afronta, además, serios conflictos con gobiernos
europeos por su aproximación a Putin. Varios líderes del Viejo
Continente se niegan a eliminar las sanciones introducidas por
Hollande y Obama durante la crisis de Ucrania. Esos desacuerdos
agravan el malestar generado por las exigencias estadounidenses de
mayor financiamiento europeo de la OTAN. Este disenso se extiende
incluso al incondicional socio británico.
El impacto de Trump
es especialmente significativo en Inglaterra. Ha reforzado a los
partidarios de concretar aceleradamente el Brexit, para actualizar la
alianza transoceánica y diversificar acuerdos de libre-comercio con
distintas regiones. Pero los oponentes a esa separación demoran las
definiciones y auspician un status intermedio con Europa (semejante a
Noruega). Otros proponen una larga transición de siete años y todos
dependen de una resolución final del Parlamento.
Para contrarrestar
la presión de los bancos -que perderían con el Brexit la
centralidad de la City en la absorción del capital europeo-el
gobierno ofrece ampliar las atribuciones de Londres, como paraíso
financiero desregulado. En la dura negociación comercial con
Alemania, amenazan con ofrecer mayores subsidios a las empresas para
atraer inversiones del Viejo Continente.
Pero todas estas
jugadas empalidecen frente a la amenaza de Escocia de convocar a un
nuevo plebiscito, para dirimir la separación del Reino Unido si se
concreta el abandono de Europa.
El ascenso de Trump
también influye en los resultados de los próximos comicios
presidenciales en Francia. La extrema derecha espera repetir lo
ocurrido en el mundo anglosajón. Pero a diferencia de Estados Unidos
no tienen una estrategia a futuro. Proclaman su rechazo a cualquier
modalidad de la Unión Europea y al mismo tiempo refuerzan lazos
parlamentarios, con los partidos derechistas del Viejo Continente.
En semejante
desconcierto no es muy sensato coquetear con la oleada actual
elogiando el Brexit o aprobando el proteccionismo (Sapir, 2016). Al
igual que en Estados Unidos, el acompañamiento del grueso de la
clase obrera a las propuestas reaccionarias, no atenúa la
regresividad de esos planteos.
La izquierda debe
plantar su propia bandera denunciando por igual a los xenófobos y a
los liberales. Es cierto que Trump y Le Pen ascienden por la
decepción con Obama y Hollande, pero ese avance expresa una
canalización reaccionaria de la frustración precedente.
La misma firmeza
debe prevalecer a la hora de juzgar las respuestas conservadoras a
Trump. La actitud del gobierno chino es particularmente nefasta,
puesto que contrapone las ventajas del libre-comercio a la
agresividad estadounidense.
Ese mensaje refuta a
quiénes ponderan el modelo internacional de China, como una
alternativa progresista al neoliberalismo occidental (Escobar, 2016).
En un momento de mutaciones tan drásticas, la izquierda necesita
enarbolar sus propias banderas anticapitalistas.
El
temblor en América Latina
En ningún país del
mundo la presidencia de Trump desata convulsiones equivalentes a
México. El gobierno está totalmente mareado y Peña Nieto sólo
pospuso la peregrinación a Washington, cuando su agresor le
explicitó la inutilidad del encuentro. Las críticas a esa
genuflexión unificaron a todo el arco opositor.
Los insultos del
gringo millonario reavivan la memoria de los avasallamientos sufridos
por el país, en un contexto de gran reactivación de la lucha
social. Las marchas frente al gasolinazo reforzaron la continuada
batalla del magisterio y superaron la reacción ante los crímenes de
Ayotzinapa (Aguilar Mora, 2017).
La desorientación
que exhibe la clase dominante mexicana se extiende al continente.
Todos los mandatarios neoliberales esperaban profundizar con Hilary
la restauración conservadora, concertando la Alianza librecambista
del Pacífico. Frente al nuevo escenario no logran definir alguna
política alternativa. Sólo profundizan la parálisis interna del
Mercosur, sin concebir concertaciones defensivas.
Hasta ahora
predomina la tendencia a buscar acuerdos de libre-comercio
sustitutos, no sólo con la Unión Europea. Argentina y Brasil
aceitan eventuales negociaciones con China, registrando la activa
agenda de viajes del presidente asiático. Ni siquiera evalúan las
consecuencias económicas primarizadoras de esas tratativas.
Si la región queda
en el medio de una gran batalla comercial entre Estados Unidos y
China, los efectos podrían ser demoledores. Aprovechando la ausencia
de políticas soberanas en la región, los dos gigantes disputarían
con más ferocidad la colocación de mercancías excedentes y el
saqueo de los recursos naturales.
Argentina está
particularmente embarcada en esa auto-destrucción. Macri emula a su
par estadounidense en la intimidación represiva y la xenofobia
anti-inmigrante.
Pero Trump despierta
simpatías también en el Cono Sur, entre los políticos que elogian
su promoción del mercado interno (Terragno, 2017). Algunos declaran
con llamativa admiración que “Trump es peronista” (Moreno,
2017). Explicitan de esa forma el componente reaccionario del
justicialismo clásico, que emergió en la época de Isabel Perón.
El lugar de la
izquierda está en el campo opuesto de solidaridad con los
manifestantes callejeros de Estados Unidos. Esa convergencia se nutre
de un rechazo compartido al derechista de la Casa Blanca. El
antiimperialismo de América Latina empalma con las demandas
democráticas de los indignados del Norte.
Trump inaugura un
giro de alcance global. El epicentro de la crisis se ubica primera
vez en la principal potencia del planeta. De la misma forma que nadie
imaginó la implosión de la Unión Soviética o la conversión de
China en potencia económica, tampoco hubo previsiones de la
monumental mutación en curso.
Las grandes
transformaciones irrumpen sin aviso previo, pero sus efectos están a
la vista. Trump es la barbarie capitalista y sus provocaciones exigen
forjar una respuesta socialista.
Resumen
Trump impulsa un
proyecto reaccionario que no se clarifica indagando el populismo.
Promueve un giro autoritario con sostén para-institucional para
favorecer a los capitalistas. La inédita resistencia en las calles
reflota tradiciones rebeldes y acota su margen de acción.
En la estratégica
pulseada con China pretende renegociar tratados sin retornar al viejo
proteccionismo. La agresión a México es una advertencia a los
grandes competidores y el maltrato a los inmigrantes anticipa una
fase de neoliberalismo xenófobo.
El componente
keynesiano de Trump no atenúa su carácter regresivo. El ascenso del
magnate potencia el belicismo y enlaza la crisis europea con el
devenir estadounidense. El impacto sobre América Latina es
mayúsculo.
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