Luciano Monteagudo
A
comienzos de 1972, Rainer Werner Fassbinder tenía apenas 26 años y en sólo tres
había filmado quince largometrajes, que finalmente empezaban a ser reconocidos
por la crítica y los principales festivales internacionales, a pesar del
rechazo inicial que había provocado –aquí mismo en la Berlinale– su opera prima
El amor es más frío que la muerte
(1969). Pero Fassbinder era plenamente consciente de que su cine -formalmente
tan austero como sus presupuestos– era apreciado sólo por una élite: la misma
burguesía a la que él no dejaba de cuestionar. Por eso, cuando la cadena de
televisión Westdeutscher Rundfunk (WDR) le ofreció escribir y dirigir una
miniserie para su catálogo de producciones familiares, tan populares en la TV
alemana de la época, Fassbinder no dudó en aceptar la propuesta. El resultado
fue Acht Stunden sind kein Tag (Ocho horas no hacen un día), una
experiencia crucial y a todas luces insólita que en estos días, en una flamante
versión restaurada, se ha convertido en el gran acontecimiento cinéfilo del
Festival de Berlín.
Los personajes centrales de la telenovela de Fassbinder son obreros de una fábrica |
A
diferencia de la famosa Berlin Alexanderplatz (1980), que Fassbinder también
rodó para la televisión, Ocho horas no
hacen un día era un trabajo olvidado, nada menos cinco capítulos de una
hora y media cada uno que casi no habían vuelto a verse desde su primera
emisión, 45 años atrás. Pero la Rainer Werner Fassbinder Foundation que dirige
Juliane Lorenz, en cooperación con el Museo de Arte Moderno (MoMA), de Nueva
York, exhumaron el material original, rodado en 16mm, restauraron
meticulosamente imagen y sonido y lo que ahora vuelve a la luz puede
considerarse como la primera -y quizás la única– telenovela marxista de la TV
occidental.
A
priori, el guion escrito por el propio Fassbinder no se aparta de los
lineamientos generales que imponía la WDR para sus “Familienseries”, concebidas
para su horario central. Esto es, una comedia con una simpática familia en su
centro, que en cada emisión debía enfrentar diferentes situaciones, enredos
humorísticos y conflictos. Pero lo primero que hace el Fassbinder dramaturgo es
acentuar el sentido de pertenencia de esa familia a la más pura y dura clase
trabajadora. El protagonista es Jochen (Gottfried John), un muchacho pintón y
entusiasta que trabaja en una fábrica metalmecánica. Comparte un modesto
departamento con sus padres y con su abuela (la hiperactiva Luise Ullrich),
hasta que se muda con su novia Marion (Hanna Schygulla), empleada
administrativa de un periódico local de la ciudad de Köln (Colonia), donde fue
rodada la miniserie.
El
primer capítulo está casi totalmente dedicado a este romance y a los
comentarios y reacciones que provoca en el resto de la familia de Jochen. Pero
poco a poco, capítulo a capítulo, Fassbinder va introduciendo cada vez más el
universo social y laboral en el plano familiar. Los compañeros de trabajo de
Jochen son también sus amigos y con ellos no sólo comparte unas cervezas a la
salida de la fábrica sino también todos los problemas y conflictos que conlleva
la jornada laboral, desde las presiones del capataz por cumplir con los plazos
de entrega hasta las estrategias de lucha para conseguir un aumento salarial.
Que en el quinto y último capítulo de la serie, Jochen, Marion y sus amigos
dediquen buena parte de su tiempo a comprender y discutir la teoría de la
plusvalía (aunque nunca la nombren como tal) da una idea de por qué la WDR
canceló súbitamente el proyecto y nunca se filmaron los tres capítulos
restantes que estaban previstos.
Irm Herrmann y Hanna Schygulla |
Es
notable, sin embargo, el esfuerzo de Fassbinder por contrabandear sus
contenidos en un territorio enemigo como era el de la televisión. Si Jean-Luc
Godard –que había sido una de sus primeras y mayores influencias– estaba
dedicado por entonces a romper con el lenguaje cinematográfico y las
convenciones narrativas de la burguesía, Fassbinder por el contrario las abraza
con todas sus fuerzas, para ganarse el favor de su audiencia. Quiere y necesita
llegar a su público, por lo que utiliza todas las herramientas de la gramática
televisiva, desde una música con violines para resaltar una escena romántica
hasta los súbitos zoom a los ojos de sus personajes, cuando enfrentan una
situación crítica. Aquí es más claro que nunca el influjo del cine del alemán
Douglas Sirk, que en Hollywood se apropió de las claves del melodrama para
subvertir la ideología del género, una práctica que evidentemente Fassbinder
quería probar en su incursión televisiva y luego extendería a toda su obra
cinematográfica.
Pero
en Ocho horas no hacen un día hay
también, a la vez, en una operación tan compleja como transparente, un
procedimiento inequívocamente brechtiano: a fuerza de exacerbar esos recursos
formales -particularmente los elaboradísimos encuadres– se produce el famoso
“efecto de extrañamiento” que permite distanciarse de los hechos dramáticos y
por lo tanto tomar conciencia de las situaciones de los personajes. En su afán
didáctico por exponer círculos concéntricos de opresión, Fassbinder no sólo
vuelve al tema de los Gastarbeiter,
los trabajadores inmigrantes, al que había dedicado todo un film (Katzelmacher, 1969) y al que aquí regresa
con la subtrama de un obrero italiano que es víctima del desprecio de alguno de
sus compañeros. También advierte la discriminación a la que están sometidas las
mujeres y las personas mayores, a quienes la serie no sólo invita a rebelarse
sino que también les indica el mejor camino para hacerlo.
En el
caso de las mujeres, la excepción es el personaje de Marion, de una
independencia y una libertad que provienen sin duda de la personalidad
magnética de su actriz, Hanna Schygulla, en el esplendor de su talento y su
belleza. Fue Schygulla –junto a Irm Hermann, otra sobreviviente de la troupe
Fassbinder de aquella época– quien subió al escenario de la legendaria sala
Volksbühne am Rosa-Luxemburg-Platz para presentar esta gema que parecía perdida
en el túnel del tiempo y que ahora en la Berlinale ha vuelto a brillar en todo
su esplendor.
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