Se cumple el centenario del estallido de una revolución que
conmovió al mundo. En su corazón estaba, anotando cuanto sucedía, un joven e
idealista reportero estadounidense, John Reed, que nos legó uno de los grandes
libros de la historia del periodismo: Diez días que conmovieron al mundo. Según
la recreación de Ángel Fernández-Santos (El País, 2 de enero, 1982), eran las
dos y media de la tarde del 7 de noviembre [25 de octubre en el calendario
juliano entonces vigente en Rusia]…
“En el Instituto Smolny, de San Petersburgo, cuartel general de los revolucionarios bolcheviques, en medio de una indescriptible barahúnda de idas y venidas de soldados, guardias rojos, obreros famélicos y ateridos, un hombre joven, un corpulento norteamericano que sobresale un palmo por encima de las cabezas de la multitud de rusos que atesta el edificio, se abre paso a codazos hasta el salón de sesiones del Soviet de Petrogrado, reunido allí en sesión permanente. Inclina su cuerpo sobre los hombros de un soldado y logra así trasladar la línea de sus ojos al otro lado de una columna que le impide la visión de un hombre que, encaramado en un taburete, anuncia con voz metálica una nueva época para Rusia y la humanidad. El orador ruso y el joven norteamericano cruzan un instante sus miradas”.
El hombre que anunciaba una nueva época para la humanidad
era Lev Davídovich Bronstein, León Trotski, presidente del Soviet de
Petrogrado. Vladimir Ilich Uliánov, Lenin, acababa de dejar su escondite, en un
barrio al norte de la ciudad, y se dirigía al gran salón a pie, acompañado solo
por uno de sus guardaespaldas, el finlandés Rahia. Mientras tanto, Alexander
Feodorovich Kerenski preparaba un nuevo golpe, con asalto a la redacción de Pravda
y detenciones en masa. Era demasiado tarde para el reformista Kerenski: la
minoría bolchevique, y con ella la clase obrera, había llegado al poder.
Trotski evocó en su monumental Historia de la revolución
rusa la “mirada ingenua” de aquel joven impetuoso y corpulento, la mirada de
John Reed, quien a su vez habló de rostros huidizos y desencajados que se le
cruzaban, de un mar de nucas, de un humo denso que otorgaba a la estancia un
aspecto irreal y allí, “tras el mar y la niebla humanas”, de unos “ojos
mefistofélicos” que se posaron sobre los suyos.
John Redd ✆ Danila Vassilieff |
Hijo de un agente comercial en busca de posición y de una
rica heredera de la localidad, John Reed –conocido familiarmente como Jack–
nació el 22 de octubre de 1887 en Portland (Oregón). Siempre fue un muchacho
osado, rebelde y bromista. Sus padres le mandaron a la universidad de Harvard,
donde cultivó su afición a la literatura con cierto éxito. También en Harvard
tuvo sus primeros contactos con lo que entonces se conocía en Estados Unidos como
movimientos sociales. Se graduó y, como tantos otros norteamericanos con
inquietudes artísticas y políticas de la época, viajó por Europa y recaló en el
barrio latino de París.
La rica norteamericana instalada allí, Gertrude Stein, cita
obligada de aquella generación perdida, recordó en sus memorias una velada con
Picasso y con él: “Reed me contó su viaje por España. Me dijo que había visto
cosas singulares, que había visto brujas perseguidas por las calles de
Salamanca. Como yo había pasado meses en España y él solo semanas, ni me
gustaron sus historias ni las creí”.
Walter Lippman, un antiguo compañero de universidad, en una
de los artículos más polémicos sobre la azarosa vida del periodista (publicado
en The New Republic, 26 de diciembre, 1914), afirmó: “Ya de estudiante dejó ver
lo que muchos consideran la pasión central de su vida: un desmedido deseo de
ser arrestado. Durante unas breves vacaciones, lo experimentó en las cárceles
de Inglaterra, Francia y España”.
Sin embargo, la suerte y John Reed siempre se miraron de
frente. Carl Harvey, editor de la revista Metropolitan, buscaba a finales de
1913 un buen reportero para que viajase a México y siguiese paso a paso la
revolución que acababa de estallar. Reed, que había regresada hacía pocas
semanas a Nueva York cansado de sus correrías europeas, aceptó sin dudarlo.
Dejó la revolución teórica del Greenwich Village y partió hacia el sur, hacia
la revolución real.
Al llegar, comprobó que los periodistas escribían y mandaban
sus crónicas desde la cantina de los hoteles de El Paso: aquella guerra no iba
con ellos; pero sí iba con él, que se propuso llegar al corazón de la
revolución. Reed mandó un mensaje al comandante federal de la zona con la
intención de entrevistarle y de que le permitiera adentrarse en el territorio
que controlaban los rebeldes. Obtuvo la siguiente respuesta: “Estimado señor:
si usted pone un pie en Ojinaga, le colocaré ante el paredón y con mi propia
mano tendré el placer de hacerle algunos agujeros en la espalda”. Al día
siguiente, John Reed cruzaba la frontera mexicana. Escribió a Nueva York: “Por
suerte, no encontré al comandante federal”.
El día de Navidad de 1913 llegó a Chihuahua, cuartel general
de Pancho Villa. Parece que fue introducido por un dibujante de la cadena de periódicos
de Hearst, que había logrado convencer a Villa de que era el representante del
magnate de la prensa, y a Hearst de que gozaba de la total confianza de Villa.
William R. Hearst no quería desaprovechar las enormes posibilidades de una
nueva guerra cercana. Además, como era habitual en él, tenía intereses directos
en la zona: era el mayor propietario norteamericano de terrenos del norte de
México, y temía la expropiación.
A Pancho Villa le agradó el joven y vigoroso yankee. Le
apodó “chatito” y le autorizó a unirse a sus tropas. Los reportajes de John
Reed hicieron universal la figura del mítico revolucionario. En una de las
entrevistas que le hizo, le preguntó si era verdad que había violado a muchas
mujeres. “Nunca me he molestado en desmentir esas consejas”, respondió Villa:
“Dígame, ¿ha conocido usted alguna vez a un esposo, padre o hermano de una
mujer que yo haya violado?”, y agregó: “¿O siquiera a un testigo?”.
Reed no ocultó nunca su admiración por el revolucionario, a
pesar de sus excesos. El joven periodista envió crónicas a varias
publicaciones, entre ellas The New York Journal, de Hearst. El 23 de marzo de
1914, la serie sobre una batalla se anunciaba en el Journal con un dibujo de
Reed luciendo sombrero y revólver y el siguiente texto hiperbólico: “Imágenes
reales de la guerra por un Kipling norteamericano. Lo que Stephen Crane y
Richard Harding Davis hicieron en la guerra contra España, John Reed, de 26
años, lo ha hecho en México”.
Cuando volvió a Nueva York, fue recibido con elogios como
este: “El reportaje comienza con John Reed”. No se limitó a narrar los
acontecimientos, aportó la visión de un radical norteamericano frente a la
revolución. Con una prosa limpia y un ritmo ágil, muestra el interior de los
personajes del conflicto: un general que intenta disparar contra su madre cada
vez que la herida le duele demasiado, un soldado que está en la guerra porque
es mejor forma de ganarse la vida que la mina, un oficial que acude al frente
con su sable y cuatro jaulas con alondras como único equipaje, un
norteamericano desarraigado con el que viaja por el país... Pancho Villa no era
un bandolero sino un líder querido y respetado por los campesinos.
Reed recogió su trabajo en un libro, México insurgente, que
obtuvo un gran éxito y constituye una fuente de primera magnitud para conocer
la trayectoria de la revolución. Los mejores artículos sobre México los
escribió para el semanario Metropolitan. El reportaje sobre el norteamericano
desarraigado con el que compartió largas jornadas fue publicado en una revista
mensual de ideología radical y socialista con la que Reed mantuvo siempre una
estrecha colaboración, Masses. Para The New York Journal escribió una magnífica
semblanza de Villa, una entrevista con Carranza y cinco artículos que tratan,
sobre todo, de la caída de la plaza de Torreón.
En una visita a su madre en Portland, y después de varias
aventuras con musas del Greenwich Village, conoció a Louise Bryant, que fue su
compañera hasta el último día de su vida, aunque la joven era dada a compartir
su amor con personajes de la época, como el dramaturgo Eugene O'Neill, lo que
nunca preocupó lo más mínimo al periodista. Louise dejó a su marido, un
dentista de la ciudad, y se trasladó con Jack a Nueva York.
De nuevo Metropolitan le contrató como corresponsal y le
envió a Europa. Acababa de estallar la Gran Guerra. Diversos incidentes
ensombrecieron el trabajo de Reed durante esta época y sus artículos pasaron
casi inadvertidos. John Reed era ya uno de los principales dirigentes morales
del izquierdismo norteamericano. Nunca fue un ideólogo, pero su labor de
propaganda fue incansable. La guerra europea le parecía absurda: había militado
en primera fila contra la intervención de su país. Aquel conflicto no iba con
él.
En septiembre de 1917, alertado por los acontecimientos,
llegó por primera vez a Rusia, junto a Louise. A Reed le movía su incontenible
deseo de analizar sobre el terreno lo que ocurría. Durante los primeros días
tuvo –como era habitual en él– problemas con el embajador de Estados Unidos. En
esta ocasión por participar en un mitin, el 30 de septiembre, en el que
intervino como representante de los trabajadores norteamericanos. En su mítico
libro Diez días que conmovieron al mundo, que fue considerado no solo como la
mejor descripción de la revolución bolchevique sino como la mejor descripción
de cualquier revolución, recreó el ambiente de uno de los mítines de aquellos
días:
“Cierto domingo nos dirigimos en un pequeño tren abarrotado, que se arrastraba por mares de suciedad frente a las fábricas sombrías y las enormes iglesias, a la Obújouski Zavod, fábrica de guerra del Gobierno, cerca de la avenida Schlüsselburg."
El mitin se celebró en una enorme nave sin terminar con las
paredes de ladrillo visto. En torno a la tribuna, cubierta de tela roja, se
apiñaba una muchedumbre de diez mil mujeres y hombres, todos de negro. La gente
se apretaba en las pilas de leña y en los montones de ladrillo, se habían
encaramado a las altas vigas que negreaban sombrías. Era un auditorio de tensa
atención y estentóreas voces. E1 sol se abría paso de vez en cuando a través de
los pesados y oscuros nubarrones, inundando de luz rojiza los huecos de las
ventanas sin cristales y el mar de sencillos rostros vueltos hacia nosotros.
Lunacharski, delgado, parecido a un estudiante, con delicado rostro de artista, explicó por qué los Sóviets debían tomar el poder. Solo ellos podían defender la revolución de sus enemigos, que arruinaban deliberadamente el país, disgregaban el ejército y abonaban el terreno para un nuevo Kornilov.Habló un soldado del frente rumano, un hombre flaco, de expresión trágica y ardiente. ‘Camaradas –gritó– en el frente sufrimos hambre y nos helamos. Morimos por nada. Que los camaradas norteamericanos trasmitan a América que nosotros, los rusos, nos batiremos hasta morir por nuestra revolución. ¡Resistiremos con todas nuestras fuerzas hasta que se alcen en nuestra ayuda todos los pueblos del mundo! ¡Digan a los obreros que se levanten y luchen por la revolución social!’.Después se levantó Petrovski, fino, pausado e implacable: ‘¡Basta de palabras, hora es de pasar a los hechos! La situación económica es muy grave, pero tendremos que adaptarnos a ella. Intentan rendirnos por el hambre y el frío, quieren provocarnos. Pero que sepan los enemigos que pueden llegar demasiado lejos... ¡Si se atreven a tocar nuestras organizaciones proletarias, les barreremos de la faz de la tierra como basura!’”.
Reed decidió que aquél era su sitio, y se unió al recién
creado Buró de Propaganda Revolucionaria Internacional, que dirigía Trotski.
Viajó todo lo que pudo y visitó varios frentes de guerra; entrevistó a los
protagonistas y se apasionó junto a las masas hambrientas de Petrogrado. Y, sobre
todo, escribió –a máquina y en cuartillas no demasiado pulcras–, hasta que el
periodista que más ganaba en Estados Unidos se quedó sin dinero. Las
informaciones sobre la revolución rusa, en plena guerra europea, no interesaban
demasiado a los lectores de su país.
Pidió ayuda a su refugio de siempre, Masses, pero esta vez
no obtuvo respuesta. Tuvo que aceptar un trabajo de la Cruz Roja
norteamericana. Louise, mientras tanto, escribía sus propios reportajes. Al
caer la noche, se arrebujaban y dormían vestidos sin haber cenado más que un
plato de sopa. Aquella era la vida de los revolucionarios y, por lo tanto, la
vida de John Reed. Estaban asistiendo al prólogo de los diez días que
conmovieron al mundo.
No podía enviar su trabajo a Estados Unidos, pero continuaba
llenando libretas y libretas de notas, recogiendo panfletos y pasquines y
viviendo la revolución. El libro de John Reed, publicado años después, en marzo
de 1919, no pretende ser objetivo. “En la contienda mis simpatías no fueron
neutrales”, dice en la presentación: “Pero al relatar la historia de aquellos
grandes días, me he esforzado por observar los acontecimientos con ojos de
concienzudo analista, interesado en hacer constar la verdad”. Reed trata de
reflejar la historia tal y como la vivió. Esta fue su fórmula revolucionaria
para narrar unos días que cambiaron el rumbo de la historia. Según su biógrafo
Robert A. Rosentone, el libro es “inexacto en detalles y parcial en su punto de
vista, pero comunica el tipo de verdad que está más allá del hecho, que crea el
hecho”.
Diez días que conmovieron al mundo comienza así: “A finales
de septiembre de 1917, vino a verme un profesor extranjero de sociología que se
encontraba en Rusia”. El profesor escribió un artículo en el que aseguraba que
la revolución “había entrado en la fase menguante”. Comentario, explica Reed,
que coincidía con el de los círculos de negocios y de intelectuales. El
profesor viajó después por el país y comprobó que “el pueblo pensaba lo
contrario”.
Reed explica esta “aparente contradicción”: “Las clases
pudientes se hacían cada vez más conservadoras, en tanto que las masas se
radicalizaban más y más”. El 15 de octubre mantuvo una entrevista con
Gueórguievich Lianózov, el Rockefeller ruso. “La revolución”, le dijo, “es una
enfermedad: tarde o temprano las potencias extranjeras tendrán que intervenir
para curar a un niño enfermo y ponerlo en pie”. El periodista comprendió que
aquel radicalismo era el caldo de cultivo para el estallido revolucionario. No
cesaba de entrevistar a gente de toda clase y condición antes de la llegada del
invierno: “Se acercaba el invierno, el terrible invierno ruso. En las ciudades
industriales y comerciales, me decían: ‘El invierno fue siempre el mejor amigo
de Rusia; tal vez ahora nos libre de la revolución’”.
Vivía con una familia rusa “donde el tema casi constante de
las conversaciones era la próxima llegada de los alemanes, portadores de la
legalidad y el orden”. Para comprender la situación, ofrece en su libro datos
de este tipo: “El café se compraba en Vladivostok al por mayor a dos rublos la
libra y el consumidor lo pagaba en Petrogrado a 13 rublos”, y explica cómo los
especuladores se aprovechaban de la ruina general. En este ambiente surge el grito
revolucionario: “Todo el poder para los Sóviets”.
Reed se detiene en la vida cotidiana y disecciona la
sociedad de Petrogrado:
“Septiembre y octubre son los peores meses del año ruso y particularmente del año en Petrogrado. Del cielo nublado y gris cae incesantemente durante el día, cada vez más corto, una lluvia que cala hasta los huesos. En todas partes se ve un barro espeso, resbaladizo y pegajoso, amasado por las pesadas botas y más pavoroso que nunca por el desmoronamiento de la administración urbana. Desde el Golfo de Finlandia sopla un viento cortante y húmedo, y las calles están envueltas por una bruma fría. De noche –por motivos de economía o por miedo a los zepelines– solo permanecen encendidas escasas y macilentas farolas callejeras; los domicilios particulares solo tienen electricidad de las seis a las doce, y las velas cuestan a cuarenta centavos la pieza y es casi imposible conseguir combustible. Desde las tres de la tarde hasta las diez de la mañana se vive a oscuras. Se dan infinitos casos de atracos y robos. En las casas, los hombres hacen por turno guardia de noche, armados con escopetas cargadas. Así se vivía durante el gobierno provisional”.
Las observaciones de John Reed recrean las reacciones de una
sociedad caduca, sumida en una crisis profunda. La fuerza de los
acontecimientos conduce el relato, pero el periodista vuelve una y otra vez al
testimonio directo de una población desbordada por los acontecimientos: “La
hija de una conocida mía volvió una vez a mediodía a su casa presa de un ataque
de histeria... ¡La cobradora del tranvía la había llamado camarada!”. La
tensión aumenta por momentos. Reed explica cómo la marcha del general Kornilov
sobre Petrogrado fue detenida “por los comités de soldados”. Escribe: “La vieja
Rusia se desmorona rápidamente; el caos aumenta día a día”.
A finales de octubre entrevista a Kerenski, junto a otros
dos corresponsales extranjeros. Fue la última vez que el líder reformista ruso,
que había asumido los poderes militares para intentar contener la situación,
recibió a los periodistas. “El pueblo ruso”, les dijo con amargura, “sufre las
consecuencias de la ruina económica y de haberse desilusionado con los aliados.
Todo el mundo cree que la revolución rusa ha terminado. Cuidado con el error.
La revolución rusa está comenzando”. Reed añade un comentario a estas
declaraciones: “Palabras más proféticas de lo que tal vez él mismo creía”.
Reed pasa casi todo el tiempo en el Smolny, un instituto
para hijos de la nobleza que la revolución incautó y entregó a las
organizaciones de obreros y soldados. Por fin, tiene un encuentro con Trotski,
el 30 de octubre [17 de octubre según el calendario juliano vigente entonces en
Rusia]:
“El 30 de octubre, poniéndome previamente de acuerdo con Trotski, me presenté ante él en una habitación pequeña y vacía del ático del Smolny. Estaba sentado en medio de la habitación sobre una simple silla, ante la mesa vacía. Tuve que hacerle muy pocas preguntas. Habló con rapidez y decisión más de una hora”.
León Trotski le anuncia “el último y decisivo combate”. El 3
de noviembre [21 de octubre, según el antiguo calendario] fue el primero de los
diez días que conmovieron al mundo. Los líderes bolcheviques celebran su
histórico encuentro. La reunión transcurre a puerta cerrada y John Reed espera
en el pasillo. Alguien sale y le cuenta lo que ocurre. Lenin está diciendo que
la fecha para actuar debe ser el 25, el día de la apertura en Petrogrado del
Congreso de los Sóviets de toda Rusia. Comienza la cuenta atrás.
El periodista estadounidense apenas sale ya del Smolny, un
hervidero de soldados y obreros, entre bultos de proclamas y periódicos. Va
recogiendo en su libreta día a día las reuniones y los comentarios de todo
tipo. Jack y Louise asaltan a líderes como Kámenev o amigos como Shatov para
obtener declaraciones que les permitan vislumbrar lo que ocurre. En el comedor
improvisado en el sótano comparten con la bolchevique sopa de col y grandes
rebanadas de pan negro. El gobierno municipal parece haberse derrumbado y los
periódicos abundan en crónicas de robos y asesinatos.
Jack y Louise viven con intensidad unos días llenos de
confusión y de esperanza. La noche del lunes 5 de noviembre, después de haber
ido al cine, se dirigen al Smolny. En una habitación del tercer piso, el Comité
Revolucionario Militar está reunido en sesión permanente. La fortaleza de San
Pedro y San Pablo, situada frente al Palacio de Invierno, al otro lado del río,
había declarado su apoyo a los Sóviets. A las tres de la madrugada, alguien dio
una palmada en el hombro de Reed: “¡Ya está! Kerenski ha tratado de cerrar
nuestros periódicos, pero han llegado nuestras tropas y han roto los sellos del
gobierno. Ahora somos nosotros los que enviamos destacamentos para que cierren
los periódicos burgueses”.
El martes 6 de noviembre [24 de octubre] grupos de soldados
patrullan por las calles. Reed describe cómo Kerenski implora poderes
extraordinarios para detener la revolución que ve inminente, pero el Consejo no
atiende su solicitud. Mientras tanto, el Comité Central celebra en el Smolny
una tormentosa sesión. Trotski defiende la insurrección como “un derecho de
todos los revolucionarios”. Los guardias rojos y las unidades del ejército al
mando del Comité Revolucionaria Militar se apoderan de estaciones de ferrocarril,
de las centrales de telégrafos y correos, del banco estatal y de otros
edificios gubernamentales. Cuando Reed se entera de la situación, a las cuatro
de la madrugada, el territorio del gobierno provisional se había reducido al
Palacio de Invierno.
John Reed se levantó tarde al día siguiente, el día en el
que la clase obrera llegó al poder.
“El 7 de noviembre [25 de octubre] me levanté muy tarde. Cuando salía a la Nevski, en la fortaleza de Pedro y Pablo retumbó el cañonazo de las doce. El día era húmedo y frío. Frente a las puertas cerradas del Banco del Estado había soldados armados con fusiles y con la bayoneta calada.
‘¿De quién son ustedes? –pregunté–. ¿Del gobierno?’.
‘¡Ya no hay gobierno! –respondió sonriente un soldado–. Gracias a Dios’. Esto fue todo lo que logré sonsacarle”.
John y Louise se dirigen a toda prisa al Palacio de
Invierno. Todas las entradas a la enorme plaza se hallan bloqueadas por
centinelas. A codazos, mostrando los pasaportes norteamericanos y gritando:
“Asunto oficial”, logran abrirse paso hasta el interior del edificio. Un joven
oficial les comenta ante la puerta del despacho de Kerenski que el primer
ministro ha partido rumbo al frente. La pareja deambula por los pasillos. Reed
capta una atmósfera rancia de humo de tabaco y de cuerpos sin lavar. Horas más
tarde regresarían al mismo palacio, aunque con el bando contrario.
Al atardecer, las calles cercanas al palacio están oscuras,
pero unas manzanas más allá, en la perspectiva Nevski, la vida sigue como si
nada ocurriera. Lo más distinguido de la sociedad de Petrogrado pasea por la
avenida Nevski aparentando desinterés hacia la aventura de los rojos, aunque
saludando a los soldados con el puño en alto. Es el momento en el que Reed
rompe las entradas para el ballet de esa noche, para un taxi y se cuela dentro
con Louise: “Al Smolny”.
Entre muchedumbres de obreros de camisa negra con el fusil
al hombro, soldados con insignias rojas sobre el uniforme gris y líderes
bolcheviques vociferando, John y Louise se abren paso hasta que logran llegar a
la sala en la que acaba de concluir la sesión de cuatro días ininterrumpidos
del congreso de los Sóviets de toda Rusia. Trotski –con quien Reed cruza por un
instante la mirada– anuncia que el gobierno provisional ha dejado de existir y
Lenin realiza su primera aparición pública después de cuatro meses de
clandestinidad: “Se inicia una nueva era
en la historia de Rusia, y esta tercera revolución rusa ha de conducir
finalmente a la victoria del socialismo”.
Los entusiasmados bolcheviques comentan que solo resta un
acto simbólico para completar la toma del poder: el asalto al Palacio de
Invierno. El crucero Aurora lleva toda la tarde disparando granadas de salva
contra el edificio en el que tenía su sede el gobierno provisional. Cuando
termina la sesión en el Smolny, la tensión que capta Reed es “indescriptible”.
Miembros de otras tendencias políticas se levantan para exigir conversaciones
con Kerenski. Gritando para hacerse oír, recorren los pasillos con los
cañonazos del Aurora de fondo. Entre un tumulto de vítores, silbidos y
amenazas, cincuenta moderados abandonan el recinto mientras Trotski ruge con un
grito de desprecio: “Pueden irse. No son
más que un desecho que la historia arrojará al cubo de la basura”.
John y Louise, junto a Rhys y Gumberg, otros dos periodistas
norteamericanos, abandonan también la sala, pero para recoger los pases del
Comité Revolucionario Militar. La revolución rusa está preparada para recorrer
su último trecho. Reed y los demás se suben a un camión descubierto –van
tiritando de frío– y cruzan la ciudad lanzando panfletos entre los himnos de
los soldados. A su lado viaja “un bizco de tipo mongol, con un gorro caucasiano
de piel de cabra”. Al llegar a la plaza, los vigilantes, más asustados que los
asaltantes, les impiden el paso. Sigue Reed:
“Arrastrados por la impetuosa oleada humana, entramos corriendo en el palacio por el portal derecho, que daba a una habitación abovedada, enorme y vacía, sótano del ala este, de donde arrancaba un laberinto de pasillos y escaleras. Allí había infinidad de cajones. Los guardias rojos y soldados se lanzaron furiosos a ellos, rompiéndolos a culatazos y sacando tapices, cortinajes, lencería y vajillas de porcelana y cristal. Alguien se echó al hombro un reloj de bronce. Otro encontró una pluma de avestruz y se la clavó en el gorro. Pero en cuanto empezó el saqueo, alguien gritó: ‘¡Compañeros! ¡No toquéis nada! ¡Esto pertenece al pueblo!’. Inmediatamente le apoyaron veinte voces por lo menos. Decenas de brazos se tendieron hacia los ladrones. Les arrebataron los brocados y los tapices. Dos hombres recuperaron el reloj de bronce (...)
Los viejos servidores del palacio con sus libreas azules y adornos rojos y dorados estaban allí nerviosos, repitiendo por la fuerza de la costumbre: ‘Aquí, señor, no se puede... Está prohibido’. Por fin, penetramos en una sala de malaquita con ornamentos dorados y colgaduras de brocado carmesí donde los ministros habían permanecido reunidos en consejo todo el día y la noche; el camino hasta allí se lo mostraron los ujieres a los guardias rojos (...)
Cogí de recuerdo una de aquellas hojas, escrita de puño y
letra por Kornoválov: ‘El gobierno provisional –leí– llama a todas las clases
de la población a sostener al gobierno provisional’”.
A las seis de la madrugada de una noche “fría y pesada”,
John Reed llega a su casa. La revolución ha triunfado. El jueves 8 de noviembre
amaneció aparentemente tranquilo. Mientras los sóviets toman las primeras
medidas para proteger la revolución, la ciudad es un hervidero de rumores. Reed
vuelve al Smolny y escucha por primera vez a Lenin:
“Era un hombre bajito y fornido, de gran calva y cabeza abombada sobre robusto cuello. Ojos pequeños, nariz grande, boca ancha y noble, mentón saliente, afeitado, pero ya asomaba la barbita tan conocida en el pasado y en el futuro. Traje bastante usado, pantalones un poco largos para su talla. Nada que recordase a un ídolo de las multitudes, sencillo, amado y respetado como tal vez lo hayan sido muy pocos dirigentes en la historia. Líder que gozaba de suma popularidad –y líder merced exclusivamente a su intelecto–, ajeno a toda afectación, no se dejaba llevar por la corriente. Firme, inflexible, sin apasionamientos efectistas, pero con una poderosa capacidad para explicar las ideas más complicadas con las palabras más sencillas y hacer un profundo análisis de la situación concreta en la que se conjugaban la sagaz flexibilidad y la mayor audacia intelectual. (…)
Subió Lenin. Estaba en pie agarrado a los bordes de la tribuna, recorriendo con los ojos entornados a la masa de delegados y esperaba sin respirar ante la creciente ovación, que duró varios minutos. Cuando esta cesó, dijo breve y simplemente: ‘Ha llegado la hora de emprender la construcción del orden socialista’.
Antes de terminar la noche, el congreso había aprobado por
unanimidad una proclama que pedía el cese inmediato de la guerra por parte de
Rusia, sin anexiones ni indemnizaciones, y un decreto que abolía las grandes
propiedades rurales y distribuía la tierra entre los campesinos. Los
bolcheviques, con 62 de los 101 miembros, controlaban el Comité Central de los
Sóviets.
Sin embargo, el nuevo régimen se tambaleaba. Reed presencia
un encuentro entre tropas con carros blindados y los líderes revolucionarios en
la Escuela Imperial de Equitación. Después de las arengas, la votación se
inclina del lado de los bolcheviques. El periodista norteamericano –que recoge
con apasionamiento y minuciosidad los detalles de estos días– apunta la razón
del triunfo de la revolución: millones de rusos escuchan atentamente, tratan de
entender la situación y se deciden al fin por el nuevo gobierno.
El sábado 10 de noviembre, mientras los sóviets lanzan
decreto tras decreto y los líderes bromean –“mañana quizá podamos dormir...
durante mucho tiempo”–, tropas de cosacos enviados por Kerenski llegan a las
puertas de la ciudad. Reed describe a miles de hombres y mujeres que se dirigen
al frente con rifles, picos y azadas. El periodista logra subir al automóvil de
dos de los principales comisarios militares. Se detiene en la descripción de
aquella aventura, aunque afirma que él no estuvo presente y que se la narró con
posterioridad un amigo. Su biógrafo Robert A. Rosentone asegura, sin embargo,
que sí realizó aquel viaje al frente, pero que no quería que los comisarios
tuvieran problemas por tolerar la intromisión.
El relato del viaje resulta esclarecedor. El coche en el que
viajaban se averió y tuvieron que requisar un taxi que pasaba. Uno de los
comisarios tenía hambre y el conductor paró a comprar salchichas y pan. Nadie
tenía dinero para pagar la cuenta, de la que finalmente se hizo cargo un
periodista norteamericano que acompañaba a Reed. Al llegar al frente, los
soldados dijeron que estaba todo listo pero que había una pega: no tenían
municiones. El comisario respondió que no había problema, que había muchas en
el Smolny, y se dispuso a mandar una orden. Se hurgó en los bolsillos: “¿Tiene
alguien un pedazo de papel?”. Con el papel en la mano, se volvió de nuevo al
grupo de norteamericanos: “¿Pueden dejarme un lápiz?”.
A pesar de la penuria, la revolución era imparable. Las
masas populares rechazaron el avance de las fuerzas del ejército provisional.
Kerenski se paseó a lomos de su caballo blanco por la ciudad, pero los soldados
ya habían asumido el programa bolchevique de paz, tierra y pan, y las
escaramuzas que se produjeron –los cines y los tranvías seguían funcionando,
recoge Reed– confirmaron que la contrarrevolución había sido derrotada.
Kerenski huyó definitivamente.
El resto de las ciudades cayeron hacia la causa bolchevique
como las fichas ordenadas de un dominó. Reed recoge testimonios, recorre los
frentes y es apresado por un grupo de guardias rojos analfabetos que a punto
están de fusilarle. El periodista reproduce el comentario de un soldado a las
puertas del Smolny: “¡Nieve! Buena para la salud”. Comenzaban las densas
nevadas del invierno ruso, nevadas que impiden la visión a tres metros de
distancia y que sedimentaron definitivamente la revolución soviética.
De la máquina de escribir de Reed brotaron miles y miles de
palabras sobre la revolución. Su primer artículo largo, a finales de 1917,
anunciaba: “Este gobierno proletario perdurará en la historia, eterna columna
de fuego para la humanidad”. En Rusia había hallado al fin lo que buscaba.
Reed participó en la construcción del nuevo orden. Durante
el Tercer Congreso de los Sóviets, el 23 de enero de 1918, se dirigió a los
revolucionarios. Inició su parlamento en ruso y prometió llevar a Estados
Unidos la noticia de lo acontecido. En febrero, tres días después de que Louise
hubiera partido rumbo a casa, el embajador norteamericano notificó a Washington
las actividades de Reed e hizo votos porque alguna ley le impidiera entrar en
el país. El periodista pidió ayuda a Trotski, que lo nombró embajador
honorario. Temía, sobre todo, por su equipaje: documentos, cartas, panfletos y
multitud de notas que servirían de base para su libro. Sus compañeros, entre
ellos Arno Dosch Fleurot, de The New York World, le advirtieron del peligro.
Los embajadores de Francia y Estados Unidos se movilizaron y
el asunto llegó a oídos de Lenin, quien preguntó a Trotski cómo podía confiar
en un hombre que “un día trabajaba para el capitalismo y otro para nosotros”.
El nombramiento fue revocado. Reed, mientras tanto, quedó bloqueado en Noruega,
donde el embajador norteamericano había recibido órdenes de no visar su
pasaporte. Reed malvivió allí un mes. Sin noticias de Louise, colaborando en
periódicos locales sobre temas rusos y escribiendo el prólogo de su libro.
Por fin fue autorizado a salir y el 28 de abril llegó a
Nueva York. Fue sometido a un intenso interrogatorio durante horas y sus
papeles confiscados, aunque después de varias semanas pudo recuperarlos. El
ambiente que se encontró al llegar era muy diferente al que había imaginado.
Solo The Independent publicó un artículo de Reed sobre la revolución, aunque
añadiendo un recuadro en el que se declaraba ajeno a las ideas “socialistas”
del autor.
Reed recorrió el país dando conferencias y colaborando
solamente con publicaciones militantes. Tuvo frecuentes enfrentamientos con las
autoridades. En Filadelfia fue detenido; en Detroit se produjeron graves incidentes,
y en Cleveland a punto estuvo de caer en manos de un grupo de
ultraconservadores.
Franceses, británicos, japoneses y norteamericanos
desembarcaron en Siberia en septiembre de 1918. La prensa publicaba constantes
pruebas de que los bolcheviques eran agentes al servicio del gobierno alemán.
Las huelgas, mientras tanto, recorrían Estados Unidos. John y Louise tuvieron
que comparecer ante un comité de senadores por sus actividades. La respuesta de
Reed fue enérgica: “Yo siempre he propugnado la revolución en mi país”.
El Partido Comunista de Estados Unidos, constantemente
acosado, terminó por escindirse. Reed participó activamente en los debates
–posiblemente manipulados– que hicieron saltar por los aires el germen del
comunismo norteamericano. Sus correligionarios le pidieron que volviera a Rusia
para obtener el respaldo de la Internacional Comunista. En octubre de 1919,
inició una nueva aventura, pero en esta ocasión –y por primera vez en su vida–
en contra de su deseo.
Bajo el nombre de Jim Gormley y la apariencia de un marinero
más, salió de madrugada rumbo a la URSS en un carguero escandinavo. El 22 de
octubre cruzó la frontera sueca y después de unos días en Estocolmo embarcó
hacia la patria de la revolución. El comité ejecutivo de la Internacional
Comunista aceptó su informe, pero su respuesta no iba a ser tan rápida como
Reed hubiera deseado. Recorrió el país dictando conferencias y confirmando
sobre el terreno los avances de la revolución.
Los líderes bolcheviques leyeron y elogiaron el libro de
Reed, y Lenin aceptó escribir un prólogo para las siguientes ediciones en el
que recomendaba la obra “con todo el alma” a los obreros del mundo, y afirmaba:
“Yo quisiera ver este libro difundido en millones de ejemplares y traducido a
todos los idiomas, pues ofrece una versión veraz y escrita con extraordinaria
viveza de gran importancia para lo que es la revolución proletaria”.
Cuando por fin logró salir de Petrogrado, en febrero de
1920, llevaba una recomendación para la unidad de los partidos comunistas
norteamericanos, 102 diamantes y 1.500 dólares en diversas monedas, todo ello
procedente de los líderes soviéticos para los camaradas americanos. El primer
intento de salir del país, en plena guerra, se vio frustrado por los
movimientos militares. En el segundo, llegó a Helsinki. Allí embarcó
clandestinamente, pero dos aduaneros que realizaban una inspección rutinaria le
descubrieron. Fue acusado de contrabando de joyas y dinero, y encarcelado.
Como era de esperar, la embajada de Estados Unidos se
desentendió de su defensa. Pero Reed logró que la noticia llegara a Nueva York,
donde sus amigos y compañeros, con Louise a la cabeza, se movilizaron. Después
de varios meses de prisión y gracias a las presiones de sus correligionarios,
fue liberado. Volver a Nueva York con los cargos que pesaban en su contra era
difícil; además, su salud se había resentido seriamente a consecuencia de los
meses pasados en la cárcel. Optó por volver a Rusia y mandar un patético
mensaje a Louise para que se reuniese con él.
Cuando Louise llegó a Moscú, donde había recalado John, le
encontró en cama, con fiebre y gravemente afectado por el tifus. Los
medicamentos escaseaban y la nieve comenzaba a hacer acto de presencia. Murió a
primera hora del 17 de octubre de 1920. El sábado 23, una banda militar que
interpretaba una marcha encabezó el cortejo fúnebre por las calles nevadas de
la ciudad hasta el Kremlin. En una tarde sombría, ya casi invernal, los restos
de John Reed fueron depositados junto a los de los antiguos zares y a los de
los nuevos revolucionarios.