Las palabras
nombran. Las utilizamos para designar algo que está ahí, un objeto o cosa que
nos enfrenta. Y al nombrarlo, establecemos lo que consideramos son sus
características esenciales. Esenciales para fijar nuestra conducta con respecto
a esa cosa que está ahí, que nos enfrenta. La palabra que utilizamos para
nombrar al fenómeno en cuestión dice sobre la cosa a la cual se la aplicamos,
pero también dice sobre nosotros. Sobre nuestra capacidad para entender al
mundo y para captar la esencia de los fenómenos.
En esa
medida, podemos decir que el nombre crea a la cosa. Y también podemos afirmar
que el nombre expresa las características del nombrador. Ilustro estas dos
afirmaciones con un ejemplo. Si en una noche oscura avanzamos por un camino
rural y vemos unas luces que se mueven, el término que utilicemos para designar
esa visión marcará nuestra interpretación y nuestra conducta posterior. Si
nombramos a esas luces como “espectros” o “fantasmas”, sólo nos quedará el
terror y la huida. Si lo nombramos como “fuegos fatuos” continuaremos nuestro
camino con tranquilidad, asumiendo que esas luces sólo denotan la existencia de
partículas de fosfato que se desprenden de restos orgánicos en descomposición.
Quien nombra a esas luces como “fantasmas” denota que su capacidad de nombrar
no traspasa la mera experiencia sensorial. Quien las denomina como “fuegos
fatuos” demuestra su capacidad para ir más allá de lo meramente fenoménico para
captar las determinaciones esenciales del objeto.