Las palabras
nombran. Las utilizamos para designar algo que está ahí, un objeto o cosa que
nos enfrenta. Y al nombrarlo, establecemos lo que consideramos son sus
características esenciales. Esenciales para fijar nuestra conducta con respecto
a esa cosa que está ahí, que nos enfrenta. La palabra que utilizamos para
nombrar al fenómeno en cuestión dice sobre la cosa a la cual se la aplicamos,
pero también dice sobre nosotros. Sobre nuestra capacidad para entender al
mundo y para captar la esencia de los fenómenos.
En esa
medida, podemos decir que el nombre crea a la cosa. Y también podemos afirmar
que el nombre expresa las características del nombrador. Ilustro estas dos
afirmaciones con un ejemplo. Si en una noche oscura avanzamos por un camino
rural y vemos unas luces que se mueven, el término que utilicemos para designar
esa visión marcará nuestra interpretación y nuestra conducta posterior. Si
nombramos a esas luces como “espectros” o “fantasmas”, sólo nos quedará el
terror y la huida. Si lo nombramos como “fuegos fatuos” continuaremos nuestro
camino con tranquilidad, asumiendo que esas luces sólo denotan la existencia de
partículas de fosfato que se desprenden de restos orgánicos en descomposición.
Quien nombra a esas luces como “fantasmas” denota que su capacidad de nombrar
no traspasa la mera experiencia sensorial. Quien las denomina como “fuegos
fatuos” demuestra su capacidad para ir más allá de lo meramente fenoménico para
captar las determinaciones esenciales del objeto.
Esta reflexión me ha parecido conveniente para comenzar estas breves líneas sobre el tema del populismo. Puede afirmarse que es el término más empleado, desde hace varios años, en el discurso político. Todos los días aparece en los medios de difusión masiva, es utilizado por los políticos y es analizado profusamente en el mundo académico. Y siempre con un sesgo amenazante. El populismo se nos presenta como el gran peligro para la democracia. Como el enemigo a combatir. Cada contienda electoral aparece como un momento más en este combate incesante. Sea en los recientes comicios presidenciales de Estados Unidos o de Francia, de Ecuador o de Filipinas, o en el referendo realizado en Gran Bretaña sobre la permanencia o no en la Unión Europea, o las elecciones al parlamento en España, y sin importar cuántos sean los candidatos o partidos que se enfrentan, la disputa electoral se nos presenta siempre como un combate entre dos y sólo dos bandos: por un lado, el de los políticos populistas (caracterizados por Rafael Hernando, portavoz del derechista Partido Popular español, como aquellos que “prometen cosas que saben que no pueden cumplir”) y por el otro, el bando de los políticos serios, razonables, apegados a los principios de una sedicente “democracia liberal”.
Pero también
puede afirmarse que es un término extremadamente vago e impreciso, y que la
teoría política dominante hoy en el mundo académico ha fracasado repetidas
veces en el intento de conceptualizarlo, de fijar sus características
esenciales. Ninguno de los cultores de este término ha dejado de reconocerlo.
Pero continúan utilizándolo, esgrimiendo, en lo esencial, el siguiente
argumento: “es cierto que el término populismo es borroso e impreciso, pero
algo está ocurriendo en la realidad y es preciso definirlo”. Lo que no explican
con suficiente argumentación es por qué escogen la definición de “populismo”
para caracterizar eso que está ocurriendo. Y el ejemplo que utilicé más arriba,
del caminante que en la noche aprecia unas luces que se mueven a su vera, y las
puede llamar –y, por ende, entender– como “fantasmas” o como “fuego fatuos”, me
parece asaz ilustrador para el tema de este dossier.
Voy a partir
de una idea presentada por Marco D’Eramo: el término populismo dice mucho más
sobre quien lo utiliza que sobre aquello que se intenta designar con él
(D’Eramo 2013; 11). Existen esencialmente tres posiciones, en la actualidad,
con respecto a la utilización de este término. Una, la mayoritaria y dominante,
es la que lo considera un instrumento válido para interpretar los procesos
políticos actuales y entiende al populismo como un fenómeno negativo, que pone
en peligro a la democracia. Una segunda, con menor número de adherentes,
intenta rescatar la validez del término afirmando que, lejos de constituir algo
negativo, todo proceso político es en esencia “populista”, porque la política
tiene siempre que remitir y convocar al pueblo. Esta segunda posición fue
inaugurada por Ernesto Laclau (Laclau 2014). En ambos casos, aunque la valencia
que se le otorga a la denominación es distinta, la imprecisión se mantiene.
Imprecisión que permite, para ambas posturas, definir como populistas a figuras
y movimientos tan disímiles entre si como Hugo Chávez, Rómulo Betancourt,
Silvio Berlusconi, Viktor Orbon, Pablo Iglesias, al partido Syriza de Grecia
pero también a su antípoda Amanecer Dorado, a Kemal Atatürk y a Duterte (el
actual presidente de Filipinas), a Donald Trump pero también a Bernie Sanders
(no importa que sus plataformas programáticas fueran no ya diferentes, sino
antitéticas). Por si no fuera poco, las filas del populismo se llevan hacia
atrás en el tiempo para incluir también a Catilina en la Roma antigua, a los
Levellers (niveladores) y los Diggers (cavadores) de la Gran Bretaña del siglo
XVII y así en una lista interminable, que llevó a D’Eramo a afirmar que “sería
más fácil enumerar lo que no ha sido definido como populista” (D’Eramo 2012;
9).
Existe aún
una tercera posición, que es a la que me adscribo: considerar que la
utilización del término “populismo” para el análisis de procesos políticos
contemporáneos constituye un mecanismo engañoso, con una clara intencionalidad
política. Ya en la década de 1980 tanto Rafael Quintero (Quintero 1980) como
Ian Roxborough (Roxborough 1984) –cada uno por separado– afirmaron esta idea,
que ha sido continuada por autores como Carlos Vilas, Moreno y Figueroa (Moreno
y Figueroa 2014), Jacques Ranciere (Ranciere 2011), Oscar Chamosa (Chamosa
2013), Alejandro Moreano (1992), entre otros.
Quiero hacer
al respecto una precisión: no rechazo la utilización de la denominación de
“populistas” para ciertos procesos políticos que se dieron en América Latina en
las tres décadas comprendidas entre 1930 y 1950 (aunque ello no excluye afirmar
la necesidad de una mejor precisión de los contenidos esenciales de esta
conceptualización, como demostró adecuadamente Ian Roxborough), pero sí la
extensión indiscriminada de su empleo a períodos posteriores, lo cual ha
llevado a meter en un mismo saco y a realizar evaluaciones negativas de
procesos y figuras con muy poco en común.
El término populismo ha sido utilizado en épocas muy diferentes y en contextos sociales muy disímiles. Apareció por primera vez a fines del siglo XIX en Estados Unidos y en la Rusia zarista, por separado, para denominar movimientos políticos de base agraria y rural, movimientos que se reconocían a sí mismos en ese nombre. En el lenguaje de los marxistas, a partir del conocido texto escrito por V. I. Lenin, “populismo” se convirtió en una palabra descalificadora, sinónimo de oportunismo y demagogia (Lenin; 1973). Específicamente, en el contexto latinoamericano de los años 1920 a 1940, los marxistas lo utilizaron para desacreditar a aquellos partidos y figuras políticas que consideraban como revisionistas y demagogos por desplazar el centro del movimiento revolucionario de la clase obrera a las clases campesinas. En 1928, J. A. Mella bautizó al APRA de Haya de la Torre como “populismo americano” (Mella 1960). Los partidos comunistas, ante el serio desafío cognitivo que plantearon los gobiernos de Lázaro Cárdenas, Getulio Vargas y Juan Domingo Perón, utilizaron distintos calificativos para denominarlos (bonapartismo, nazismo-peronismo, etc.), pero no emplearon el término de “populistas”, precisamente porque en la tradición teórica marxista simplemente no tenía sentido hacerlo.
No fue hasta
la década de 1950 que el término “populismo” adquirió verdadera carta de
ciudadanía en el mundo académico. Y, como no podía ser de otra manera, este
“renacer” del término y su difusión a nivel global se originó en el mundo
académico estadounidense. Varios autores han historiado este proceso y la
intencionalidad del mismo (D’Eramo), lo que me excusa de desarrollar esa
explicación aquí. Y fue en la década de 1960 que se adoptó para calificar a las
experiencias históricas del cardenismo en México, el varguismo en Brasil y el
peronismo en Argentina.
No es mi
intención disputar la pertinencia del concepto de populismo para explicar la
especificidad de aquellos procesos, enmarcados en un contexto histórico
específico. Pero sí lo es rechazar la expansión del mismo a otras épocas y
otros contextos. Es claro que algo importante está ocurriendo en el mundo de la
política, a nivel mundial. Pero querer encerrar toda la complejidad de los
procesos en curso en un término tan impreciso y superficial como el de
populismo –tal como se le interpreta hoy en el mainstream del
vocabulario político– es pecar de simplismo. Dwayne Woods afirma que, a pesar
de que carece de una definición básica establecida y compartida, existe un
amplio consenso en la literatura sobre el tema de que este concepto tiene, al
menos, tres componentes centrales que pueden ser entendidos como denominadores
comunes, que funcionan como un marco conceptual relativamente coherente que
sirve de base para las evaluaciones empíricas del populismo (Woods 2014: 3).
Estos tres elementos serían, según Jagers y Walgrave, los siguientes: “el
populismo hace referencia siempre al pueblo y justifica su proceder invocando
al pueblo e identificándose con este; se afinca en sentimientos de rechazo a la
élite; y considera al pueblo como un grupo monolítico sin diferencias internas,
excepto para algunas categorías específicas que están sometidas a una
estrategia de exclusión” (Jagers y Walgrave 2007: 322).
Aquí está
expresada, con meridiana claridad, la clave: el concepto de populismo remite
únicamente a cuestiones de forma, de discurso, pero no a cuestiones esenciales.
Y en un concepto de la teoría política, las cuestiones esenciales remiten a la
comprensión y develamiento de las relaciones de poder. Ya en 1844, Karl Marx
destacó que un concepto de nivel teórico debe “aprehender las conexiones en su
movimiento”. Es decir, debe construirse desde una visión relacional, sistémica
e histórica del objeto que se está estudiando. Nada de eso encontramos aquí.
Como señala Guillermo Almeyra, semejante interpretación sobre el populismo está
colocada “fuera de la historia y de los conflictos sociales y nacionales y
prescinde del estudio de las particularidades del desarrollo de cada formación
económico-social y de cada cultura” (Almeyra 2009: 283). Por su parte, Carlos
Vilas denuncia el “estiramiento conceptual” que significa tomar el concepto de
populismo, utilizado para definir procesos políticos de las décadas de los años
1930 a 1950 a los que he hecho referencia más arriba, y destaca una idea
importante: “la identidad de un régimen político deriva, en definitiva, de los
objetivos que se plantea y de los intereses en juego. Aquéllos y éstos
condicionan las modalidades de desempeño, el tipo de conducción política y el entramado
institucional, entre otras cuestiones” (Vilas, 2004: 134-135). Nada de esto lo
encontramos en el contenido del término “populismo”. Y más adelante afirma: “El
populismo latinoamericano correspondió a un momento determinado del desarrollo
capitalista –predominio de la producción orientada hacia el consumo final,
industrialización sustitutiva de importaciones, mercados regulados,
distribución progresiva de ingresos, gestión estatal de variables
macro-económicas consideradas estratégicas– que poco tiene que ver con el
capitalismo actual y en general con el de los últimos 30 o 40 años. Como todo
fenómeno complejo –y no hay régimen social o político que no lo sea– el
populismo tuvo dimensiones e ingredientes políticos, ideológicos, discursivos,
estructurales, estilos de liderazgo, etc., que posiblemente no fueron
originales en sí mismos o aisladamente considerados, pero cuya peculiar
combinación dio origen a nuevos rasgos y definió la caracterización específica
del conjunto” (Vilas, 2004: 135).
La extraordinaria
“portabilidad” que tiene hoy el término “populismo” y su amplia aceptación
acrítica demuestra las serias falencias contenidas en las formas hegemónicas de
enfrentar el desafío cognitivo que siempre representa la conceptualización
teórica de la realidad. Ante el argumento principal para legitimar la
utilización de este término consiste en afirmar que “algo” muy importante está
ocurriendo y que es preciso nombrarlo, debe entonces hacerse hincapié en que
ese “algo” es mucho más complejo y profundo que la simple irrupción de una
tendencia política irracional y de políticos demagógicos. Como acertadamente
afirma Jacques Ranciere, “lo que se designa actualmente bajo el nombre de
populismo en Europa es otra cosa. No es un modo de gobierno. Es, al contrario,
cierta actitud de rechazo frente a las prácticas de gobierno reinantes”
(Ranciere 2014). Creo que aquí se está apuntando a una clave fundamental: la
aceptación de un término tan impreciso y, sobre todo, tan equívoco, como el de
“populismo” en la actualidad es un síntoma. Y asumo el concepto de síntoma no
en su interpretación lacaneana, sino en su más simple definición, dada por el
Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española: “señal o indicio de algo
que está sucediendo o va a suceder”. Es la expresión de algo que intentaré
explicar con esta formulación: la crisis del liberalismo y la crisis de
representación concomitante con la primera.
Comienzo por
lo segundo: crisis de representación. No me refiero sólo, ni principalmente, a
la crisis que desde hace bastante tiempo enfrenta la interpretación liberal de
la representación política. Crisis que ha sido ampliamente reconocida por
muchos autores y es sentida por amplios sectores sociales a nivel global, y que
explica en buena medida muchos de los fenómenos políticos ocurridos o en
proceso. Me refiero, sobre todo, a las serias limitaciones que enfrenta el
pensamiento teórico-social contemporáneo para construir la representación
conceptual de la realidad. La crisis gnoseológica de representación teórica de
la realidad social. Tomo esta idea del importante filósofo político y del
derecho Pietro Barcellona (Barcellona 1992 y 1996). El éxito de la ofensiva
lanzada por el capitalismo a partir de mediados de la década de 1970, y a la
que se ha denominado como “neoliberalismo”, abarcó a todas las esferas de la
vida social, incluida la de la producción espiritual, la de la creación y
difusión de representaciones ideales –tanto de nivel empírico como teórico–
sobre la sociedad. Y el éxito de esa ofensiva –que no ha cesado y es
desarrollada por la burguesía mundial en formas cada vez más sofisticadas– ha
abarcado también a una parte sustancial del pensamiento de los grupos y
sectores sociales progresistas. Reproduzco una sentencia bastante conocida: hoy
es más fácil imaginar el fin del mundo que imaginar el fin del capitalismo. La
“naturalización” de los rasgos esenciales del capitalismo y la adopción de un
modo de producción del pensamiento teórico típicamente positivista como único
horizonte epistemológico válido, jalonan la tragedia específica de nuestra
época: la incapacidad de la izquierda anti-capitalista de elaborar teóricamente
e implementar en la práctica social alternativas viables al capitalismo. La
aceptación de un término que no sólo es impreciso, sino que intencionalmente
oculta la constelación de las relaciones de poder (en esencia, de las
relaciones de lucha de clases) es un claro síntoma de esta “crisis de
representación”.
Una crisis
de representación que se enmarca dentro otra: la crisis del liberalismo. Haré
algunas precisiones conceptuales. Ante todo, considero al liberalismo no sólo
como una ideología política o como una forma de ordenamiento político, sino
como un modelo civilizatorio. He desarrollado esta idea en otros lugares
(Acanda, 2002), por lo que la presentaré aquí en forma esquemática. El
liberalismo fue la primera producción espiritual sistémica construida por la
burguesía. No es sólo una forma de pensamiento político, sino que es también
una antropología, una ontología social y una plataforma epistémica para la
construcción de formas de apropiación espiritual de la realidad. Constituye la
ideología por excelencia de la burguesía. Su primera gran crisis, la primera
manifestación global de sus carencias comenzó hacia finales del siglo XIX e hizo
erupción catastrófica con la Primera Guerra Mundial y el triunfo, en 1917, de
la Revolución Soviética. La existencia misma del capitalismo se puso en serio
peligro, en Europa primero, y en otros lugares después. La crisis de 1929
reavivó ese peligro. La existencia de la Unión Soviética, el auge del
movimiento obrero y comunista y de los movimientos de liberación nacional
generaron un suelo nutricio para la construcción de alternativas espirituales y
materiales anti-capitalistas y liberadoras que fueron atractivas. Ante la
inoperancia de los esquemas liberales, la burguesía tuvo que construir en esos
años sus propias alternativas: el fascismo, por un lado, y el modelo keynesiano
de “Estado de bienestar”, por el otro. La Segunda Guerra Mundial eliminó toda
posibilidad de preservar el modelo fascista, y la expansión del movimiento
comunista y de las luchas de liberación nacional condicionaron la permanencia
del keynesianismo a lo largo de lo que Hobsbawn llamó “los 30 años dorados”. El
liberalismo como modelo de estructuración de todas las relaciones sociales
permaneció arrinconado hasta que en la segunda mitad de la década del 70 el
capital mundial sintió que ya estaban creadas las condiciones para abandonar al
keynesianismo y volver a implantarlo. Desde entonces, la ofensiva neo-liberal
(del nuevo liberalismo) no se ha detenido. Y una vez más, como ya ocurrió
anteriormente, su plena implantación provoca su profunda crisis. Pero ahora, a
diferencia de otros momentos históricos, la crisis del modelo liberal no
significa la crisis del capitalismo. La ideología liberal ha logrado hasta
ahora, con éxito, presentar todo desafío a los pilares del modelo liberal como
una explosión de “irracionalismo” y un peligro a la democracia. Pero es
evidente que, al igual que en otras épocas, construye sus propias vías y
mecanismos para reconducir y manejar la hostilidad de sectores mayoritarios de
la población mundial ante los resultados de la globalización neoliberal. Meter
en el mismo saco del “populismo” a Bernie Sanders y a Donald Trump implica
olvidar que fue la propia dirección del Partido Demócrata de Estados Unidos
quien se empeñó en destruir las aspiraciones de Sanders a lograr su nominación
para la contienda electoral, aún a sabiendas de que con ello era muy probable la
derrota del partido en las elecciones presidencias, y también ignorar que la
victoria de Trump fue saludada por Wall Street con un alza en sus cotizaciones.
Igualar como “populistas” a Silvio Berlusconi y a Jeremy Corbyn significa,
igualmente, negarse a reconocer que los círculos de poder capitalistas
mundiales nunca tuvieron el más mínimo conflicto de intereses con el primer
ministro italiano, mientras que todo el establishment británico (incluyendo al
mismísimo aparato del Partido Laborista inglés) no ha cejado en su intento de
desbancar a Corbyn, por cuanto el retorno del modelo social-demócrata clásico
no sólo no le es necesario al capitalismo, sino que constituye un estorbo. Es
cierto que en Europa, en Estados Unidos y en América Latina, se ha producido y
se seguirá produciendo un fuerte rechazo a muchos de los pilares básicos del
sistema político liberal (su peculiar concepción representativa del sistema
político, la concepción del aparato estatal como mero gestor de la economía
capitalista, la instauración de un sistema de partidos que impide que los
sectores populares influyan sobre la conducción de los asuntos públicos, la
reducción de los derechos de ciudadanía, la globalización del capital, etc.).
Pero ello no es expresión de la influencia de un grupo de caudillos políticos
demagógicos dotados de una gran habilidad para manejar a masas resentidas e
irracionales, sino de la incapacidad del sistema no ya para resolver, sino
siquiera para atenuar los graves problemas que su marcha triunfal ha acarreado
(destrucción ambiental, aumento exponencial de las desigualdades, inseguridad
existencial, pauperización creciente, anomia social). La ola que sacude al
mundo político no debe ni puede entenderse como la simple irrupción de lo
irracional e intentar aprisionarse conceptualmente con el endeble recurso al
término “populismo”. Aceptar esa palabra (que no concepto) para entender lo que
está ocurriendo es claro síntoma de la incapacidad de pensar al mundo sin los
instrumentos gnoseológicos del capital, a la vez que también es síntoma de como
la crisis del liberalismo no ha logrado ser convertida en una crisis del
sistema capitalista.
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