Como señala el historiador Eric Hobsbawm, “el ideal de la soberanía de mercado no es
un complemento de la democracia liberal, sino una alternativa a este sistema.
De hecho, es una alternativa a todo tipo de política”.
Efectivamente, la
incapacidad de la democracia liberal para cumplir sus objetivos en el marco de
la economía mundial explica el éxito de la doctrina neoliberal. Debido a este
sometimiento de la res publica al
mercado, de lo común a lo privado, el propio régimen representativo está en
proceso de ser deslegitimado. Nuestra capacidad para imaginar alternativas
parece tan obstruida como cerrado se presenta el futuro. Por tanto, el mercado
mundial parece haber devorado todo lo que es distinto a su funcionamiento. Lo Mismo se ha comido a lo Diferente. Ciertamente, la última vez que la izquierda europea llegó al
poder con un programa de cambio fue en 1981. Entonces, el que fuera el primer
presidente socialista de la V República, François Mitterrand, dio un aldabonazo
en un momento en el que la socialdemocracia entraba en una larga bancarrota
imaginativa.
Este último intento de defensa de lo común frente al mercado fue el acto final del socialismo europeo posterior a 1945. Sin embargo, el empeño del presidente francés se agostó pronto. Así como el desafío de los 68 se diluyó en lo que llamamos posmodernidad, los mercados doblegaron a un Mitterrand que se plegó a los dictados de la nueva economía mundial. Mientras, al otro lado del Canal de la Mancha, el moderado Neil Kinnock le ganaba la partida a Anthony Benn en el seno del Partido Laborista. La socialdemocracia, por mor de la responsabilidad, se inclinaba a las demandas del sistema mundial con la esperanza de mantener o recuperar el gobierno de la nación.
Por otra parte, Margaret Thatcher y Ronald Reagan llegaron
al gobierno en 1979 y 1980 respectivamente. De sobra son conocidas sus
políticas, centradas en favorecer el imperio de los mercados y en enterrar
definitivamente los restos de 1968. Lo que quizá es menos notorio es el legado
político de ese periodo para la izquierda parlamentaria. El cambio sistémico
que el capitalismo experimentó a principios de los años setenta halló su
expresión más acabada y su aliado más fiel en los gobiernos de los años
ochenta. El sistema resultante, llamado capitalismo tardío o post-fordista, se
iba a caracterizar por la desregulación, la volatilidad y la globalización.
El neoliberalismo no solo dio a la derecha y al sistema un
nuevo rumbo, sino que también definió el campo de la acción política para la
izquierda. Su victoria encerró la imaginación de lo que se podía hacer y de lo
que no. El ámbito de la actuación se redujo a aquello que el mercado no quería
hacer. Lo común se desguazó en manos de lo privado mientras la socialdemocracia
se acomodaba a su papel de espectador o gestor, según tocase. El turnismo
tradicional entre los dos partidos mayoritarios continuó su marcha, pero esta
vez con un claro desplazamiento ideológico hacia la derecha. De las
posibilidades que componían ese momento, fue la opción querida por los mercados
la que se impuso. Se dijo que era el único camino posible para salir de la
estanflación. Era el producto de la indomable Necesidad histórica.
Así se llegó al Consenso de Washington en los noventa, que
certificó la victoria de la cultura neoliberal de los ochenta. El sistema
encontraba al fin su más perfecto correlato político. Los gobiernos de Clinton,
Blair y Schroeder, hijos de la década anterior, santificaron esta definición de
la realidad dada por el poder. Fue el espaldarazo definitivo que este
movimiento necesitaba para legitimarse en una democracia representativa.
Continuaron con la desmovilización y sellaron el cierre de la imaginación
política. Todo parecía estático y en suspenso. La Historia, proclamó el
politólogo americano Francis Fukuyama, había llegado a su fin.
Hoy, el diagnóstico de Hobsbawm es clarividente. Los
mercados han tomado directamente el poder político en estados como Italia y
Grecia. Ante estos golpes de Estado, la prensa europea no pareció
escandalizarse. Tampoco ninguno de los dos partidos turnistas dijo nada
llamativo al respecto. En cambio, estremece recordar el miedo o la ira de
Europa ante el nonato referéndum que el entonces primer ministro griego
Papandreu pretendió convocar en otoño de 2011. Emociones que, en las recientes
elecciones griegas del 6 de mayo de 2012, se dirigieron hacia la vencedora
moral de la contienda electoral, SYRIZA.
Los adjetivos de populista, extremista e irresponsable han
sido corrientes a la hora de calificar a Alexis Tsipras, el líder de esta
coalición de izquierdas. Tampoco se han ahorrado las descalificaciones lanzadas
contra Grecia, que ha pasado del delirio de considerarla el pueblo fundador de
la democracia liberal a ser visto como un populacho vago y derrochador. El
gobierno en coalición de los dos partidos mayoritarios griegos no ha sido una
aberración, sino la consecuencia lógica del turnismo neoliberal en un momento
de descomposición del sistema. La consiguiente crisis de legitimidad de ambos
partidos, sobre todo del PASOK, puede ser vista como una crisis de la
democracia producida en los años ochenta, pero no tiene porqué transformarse en
un hundimiento de la democracia como tal, sino, quizá, en una profundización de
ésta.
En este contexto, SYRIZA aparece alegóricamente como la posibilidad
de lo Diferente. El terror o la esperanza que provoca este hecho, seguramente
no tiene nada que ver con lo que esta coalición de izquierdas es en sí misma.
Se justifica, quizá, porque para la imaginación europea la situación griega
representa la aparición de un espectro al que se creía desaparecido. La
alternativa, ya avistada en una Islandia a la que es posible ignorar por su
pequeño peso económico, está de nuevo aquí, en un estado demasiado conectado
con la banca europea como para obviarlo. La reaparición de la Diferencia, de
ese desafío al que se creía neutralizado o al que ni siquiera se había
conocido, viene a trastornar el dominio de lo Mismo, el imperio de los
mercados. Y esto nos remite a una Otredad perturbadora que nos fuerza a revisar
las lentes con las que vemos el mundo. El campo de la acción política actual se
definió treinta años atrás. Las fuerzas de lo común deben pugnar ahora por
redefinirlo de nuevo. De lo contrario, quedarán atrapadas dentro de la barrera
que la socialdemocracia actual es incapaz de atravesar. La Historia no ha
detenido nunca su marcha.