La muerte del presidente Hugo Chávez, Comandante de los
pobres de Latinoamérica, nos encuentra de noche, hastiados tras un día más de
miseria cotidiana y pútrido Occidente. Su fallecimiento nos encuentra a
oscuras, lloviendo, indígena Caronte mágico, embajador de lo diverso, y de
golpe certero, implacable enfermedad, acaba, al menos por unas horas, con la
esperanza de los condenados de la tierra. Lágrimas de papel, tristeza y humedad
tropical, corren por los barrios de Caracas, lamentos -como infinitas elegías-
caen por las laderas, por los cerros, hasta inundar de sincero dolor las
avenidas del centro, de Altamira. Bajaron una vez, mujeres y hombres, niños,
armados de valor y palos, utensilios de cocina, para salvarte de las garras de
la tiranía blanca, del golpe de estado petrolero, Comandante, y bajarán de
nuevo, con las plurales tonalidades de lo negro en sus rostros, bajan ya de los
cerros, del 23, de todos, a rendirte un homenaje consciente, fraternal. El luto
se extiende por América, un luto intenso, del color del petróleo.
Es imposible explicar el sentido de la revolución
democrática bolivariana, su impresionante alcance, sin haber visto, sentido o
leído, el alma angosta de las chabolas, los barrios marginales, esos pueblos
del interior donde no llegaba la luz ni el agua, los viejos medio ciegos,
personas, inexistentes, sin documentación abandonadas a su suerte por la
oligarquía financiera, la infancia sin escuela ni médico de proximidad. La
muerte de Hugo Chávez, Comandante en Jefe de los otros de Latinoamérica es un
misil contra el progreso, lento, con dificultades, de un continente olvidado,
el patio trasero, lleno de corrupción y violencia inducida, de EE.UU.
La prensa libre, desinformación en marcha, le llama, en el
mejor de los casos, Caudillo. Docenas de observadores internacionales
vigilaron, con penetrante mirada, todas las elecciones: siempre ganaba el
caudillo. Hasta Jimmy Carter lo certificó en su día. Algo tenía este personaje,
hijo del desasosiego, de las aldeas del barro, que irritaba. Algo tenía este
extraño dirigente político, militar contrario a la Doctrina de la Seguridad
Nacional, capaz de hablar de Jesucristo y a Negri en el mismo párrafo, cantar
en directo, citar a Bolívar y vestir de rojo, girar los mapas –interpretando a
Lacoste y Harvey- mostrando que otra geografía es posible, que exasperaba a sus
enemigos. Quizá fuera su carácter y fuerza, quizá su imaginación y voluntad. En
realidad lo que asustaba al Orden era algo más sencillo: Chávez, con un
programa radical y transformador, ganaba las elecciones con el apoyo popular.
Esa gente que, millones de votos, nada tiene que perder.
Y llegó. La esperaban. Llegó la revolución democrática, las
sucesivas victorias electorales, los triunfos en los revocatorios, la Operación
Milagro, la Misión Identidad, el resto de las Misiones, los programas de
intercambio, la cooperación internacional, la construcción de las casas en
régimen cooperativo, la ayuda a los desfavorecidos de América, el progreso
sanitario y educativo -reduciendo de manera espectacular la tasa de
analfabetismo-, la ayuda a la alimentación, los supermercados subvencionados. Y
Venezuela cambió, se volvió hacia la mayoría social, 49,4% de pobreza en 1999,
27,8% en 2010, datos de la CEPAL, mientras los vocingleros del orden
capitalista, testaferros del odio, sombras del poder, inundaban la prensa
mundial, como ahora, de insultos, descalificaciones, mentiras, falsedades.
Algo había en la acción política de Hugo Chávez, en la idea
de participación, en la idea de poder popular, que molestaba a la elegante
burguesía local acostumbrada al bipartidismo corrupto, restaurantes de lujo,
escuelas privadas, coches de gran cilindrada, aviones particulares y fiestas
con guardaespaldas. Caudillo negro, indio, mulato, hijo de la tierra mezclada
con las sangres de la explotación histórica, presidente de la otra América,
hizo de su retórica antiimperialista, quizá de forma algo teatral, una
herramienta de combate apta para ser entendida por todo el mundo. Esa era una
de sus fortalezas: se entendía lo que decía. Los bienpensantes lo desacreditan
con un nombre: populismo. Y a otra cosa. Cuentan que, en la Cumbre de las
Américas, 2009, se cruzó con Barack Obama por los pasillos y le regaló Las
venas abiertas de América latina de Eduardo Galeano, todo un ejercicio de
historia y política para entender una realidad mutante.
La muerte de Hugo Chávez, Comandante de los olvidados, deja
huérfanos, huérfanas, en Venezuela y en Cuba, en Bolivia, Ecuador y en el resto
del maltrecho continente. Es difícil imaginar un “chavismo” sin Chávez, igual
que es fácil pensar en el regocijo y suspiro de alivio en EE.UU. y sus aliados
estratégicos en la zona. Los hijos de la ira, vidas destrozadas, se han quedado
sin su referente político, sin su símbolo real de la acción en marcha. La
bibliografía sobre Chávez y el movimiento político bolivariano ha crecido en
los últimos años. Es posible que un repaso por sus intervenciones y discursos,
del azufre a la geopolítica, sea una forma discreta de homenaje, de oración
fúnebre.