Foto: Daniel Bensaïd |
del siglo XVII -Hobbes, Locke- o a Tocqueville y a los “padres fundadores” de Estados Unidos como la última palabra de la filosofía política. Es notorio además que los ‘90 estuvieron marcados en el debate intelectual, al menos en Europa, por la vuelta de tuerca de esta filosofía que intenta reducir la política a una moral de gestión rechazando la carga conflictiva de la cuestión social. Alain Badiou lo subrayó mucho en ¿Podemos pensar la política? (1985) y en su Metapolítica (1998), así como lo hizo Jacques Rancière en Al costado de lo político.
En realidad el problema es mucho más profundo. Lo que
trastorna la globalización es el conjunto del paradigma político de la
modernidad tal como se constituyó y se sistematizó, de la Revolución Inglesa de
Cromwell a la Revolución Francesa: los conceptos de soberanía, territorio,
frontera, pueblo, nación, derecho internacional interestatal y guerras
nacionales se articularon para proporcionar el marco del pensamiento político.
Hay una ilustración muy interesante de esto en el curso de Foucault
sobre Seguridad, territorio y población, que se refiere justamente a este
período. Lo importante es que las políticas -revolucionarias- de subversión del
orden establecido utilizaron prácticamente el mismo dispositivo conceptual
dándolo vuelta: ciudadanía pero social, soberanía pero popular, liberación del
territorio, socialismo estatal o nacional, etc. Es totalmente banal en las
relaciones de subalternidad, tal como Gramsci las entendió bien. Pero es también
lo que determinó las grandes hipótesis estratégicas resultantes de las
experiencias de las revoluciones rusa, china, vietnamitas, así como de las
derrotas de las revoluciones alemana y española de los años 20 y 30. La huelga
general insurreccional -hipótesis de Octubre- tiene por desafío la toma de la
sede de un poder oficial centralizado: la capital, “cabeza” de la nación,
transformada en Comuna. No solo la de París en 1871, sino también la de
Petrogrado en 1917, Hamburgo en 1923, Barcelona en 1937, etc. La “guerra
popular prolongada” tiene por desafío la liberación de un territorio como
desenlace de un doble poder institucionalizado territorialmente. Se trata
obviamente de “modelos” límite o de ideales-tipo cuya realidad presenta siempre
variantes híbridas, y es por eso que prefiero el término más flexible -por
estar sujeto a la prueba de la práctica- de hipótesis estratégicas.
Ahora bien; desde el inicio del contraataque y la
contrarreforma liberal -los años de Thatcher y Reagan-, el debate estratégico
parece haber caído a su grado cero -lo que yo llamo un eclipse de la razón
estratégica- en favor, por un lado, de las retóricas estoicas de la
resistencia: “mantenerse”, no ceder, seguir siendo fiel, ante lo inaceptable,
incluso si no se cree más en otro mundo posible. Y por otro lado, en favor de
lo que yo llamo una teología del milagro circunstancial: Badiou y, bajo formas
más moderadas, Holloway o Negri. Es justamente porque las categorías en las
cuales se teorizaron las últimas experiencias revolucionarias, sin ser
completamente permitidas, y sobre todo sin ser sustituidas, se tornan
insuficientes para pensar el presente de la política. No tomaré más que dos
ejemplos.
Toda estrategia implica cuestiones de espacio y de tiempo, y
de relación entre ambos -lo que resumía bien la fórmula de Mao: ceder espacio
para ganar tiempo-. Desde hace dos siglos, las clases antagónicas se enfrentan
principalmente, no exclusiva pero sí principalmente, en un espacio estratégico
común que es el espacio nacional delimitado por sus fronteras y centralizado
por un Estado. Por supuesto, vivimos desde hace tiempo una pluralidad de
espacios: hogar, barrio o pueblo, región, nación, continente y mundo. Pero
entre estos espacios había hasta cierto punto uno dominante: el nacional. Contrariamente
a lo que tienden a decir Negri y Hardt, ese espacio no desapareció. Pero si por
un lado se imbrica cada vez más estrechamente a espacios continentales o
mundiales, a la vez se disgrega por las llamadas políticas de
descentralización. Además los distintos estratos sociales de la población
tienden a evolucionar en espacios de representación y representaciones del
espacio diferentes: si las élites europeas que siguen el curso de la Bolsa de
Tokio y Nueva York y circulan habitualmente por los aeropuertos internacionales
tienen una experiencia vivida del espacio europeo o mundial, es probable que
jóvenes relegados en los guetos de suburbio y surgidos de una reciente
inmigración vivan en otra dimensión de espacio.
En particular, no es seguro -dada la crisis del sistema
escolar y la precariedad masiva- que ellos conciban el espacio nacional como
una referencia concreta o que el espacio europeo sea algo más que un espacio
monetario: su espacio vivido está más probablemente encuadrado entre el horizonte
limitado del barrio o la ciudad y el espacio imaginario del país de origen -que
la mayoría no conoció y al que no volverán- o de un espacio también imaginario
de una comunidad religiosa. Definir un espacio estratégico común, en el cual el
nivel nacional sigue siendo probablemente el eslabón decisivo, supone entonces
una especie de escala móvil de los espacios estratégicos que articulan
estrechamente las acciones a nivel local, nacional e internacional, más todavía
de lo que los articulaba la teoría de la revolución permanente, aun siendo
pionera en la materia.
Por eso, habiendo más o menos asimilado al pensamiento
revolucionario los conceptos de no contemporaneidad, contratiempo o
discordancia del tiempo, me parece hoy igualmente necesario pensar la producción
y la discordancia de los espacios. Los trabajos de Lefebvre o David Harvey
pueden ayudarnos a eso.
El segundo ejemplo a debatir, aunque habría otros, sería el
del “sujeto revolucionario”. No pretendo aquí -lo intenté en otros lugares-
tratar sobre la pluralidad y la unidad estratégica de los movimientos sociales,
sino más bien de la representación en términos de sujeto, categoría también
involucrada en lo que yo llamo el paradigma político de la modernidad surgido,
entre otras cosas, con el ego cartesiano. Esta categoría es en cierta medida
solidaria de la psicología clásica y de su vínculo con la política: la
ciudadanía, la conciencia cívica, la opinión del elector, etc. En realidad los
grandes sujetos del cambio revolucionario -sobre todo las tres P mayúsculas:
Pueblo, Proletariado y Partido- fueron fantasmas como grandes sujetos
colectivos, en consecuencia con una discutible dialéctica del en sí y
el para sí, del consciente y el inconsciente. El problema hoy debería
plantearse de otro modo: cómo de una multiplicidad de protagonistas que pueden
reunirse por un interés negativo común -de resistencia a la mercantilización y
privatización del mundo-, hacer una fuerza estratégica de transformación sin
recurrir a esta dudosa metafísica del sujeto. No obstante, aclaro que para mí
la lucha de clases no es una forma de conflicto entre otras, sino el vector que
puede atravesar los otros antagonismos y superar los límites de clan, capilla,
raza, etc. Abordé estos temas en Cambiar el Mundo, editado en español.
Todo esto para decir que el nuevo ciclo, aún balbuceante,
iniciado desde hace una quincena de años, no reclama un retorno a las
filosofías políticas pre (o contra) revolucionarias -incluso la vuelta a las
Luces, cuando se opone su humanismo abstracto a la Revolución Francesa y al
Terror, puede volverse reaccionaria-, sino una profundización y ampliación del
legado de Marx, cuya actualidad es la del propio Capital, a la prueba de
la globalización capitalista. Como decía Derrida: no hay futuro sin Marx; ¡con,
contra, o más allá, pero no sin él! Esto no significa un peregrinaje religioso
a las fuentes de un marxismo original, sino que no se pensará el presente sin
pasar por allí; tan cierto es -como repetía Deleuze- que “se reinicia
siempre por el medio”.
- JS: ¿Cómo deberíamos pensar una “escala móvil de espacios estratégicos” y qué asociación puede hacerse con el concepto de la reformulación espacio-temporal estudiada por David Harvey?
- DB: Ya hice referencia a la utilidad que pueden tener a
este respecto los trabajos de Harvey. Pero pienso que se trata de sacar las
consecuencias políticas. Tomaré un ejemplo de esta escala móvil un poco
misteriosa si uno se queda en las generalidades, en el caso de Francia y
Europa. Creo, a diferencia de Negri, como lo dije en la pregunta anterior, que
el eslabón nacional sigue siendo importante ya que el Estado-nación se debilita
pero no desapareció. Sigue estructurando las relaciones de fuerzas sociales: el
mercado laboral sigue segmentado nacionalmente y no tiene la fluidez de la
circulación de las mercancías y capitales. Estas relaciones de fuerza están en
parte incluidas en relaciones jurídicas -derechos sociales, sistemas de
protección social, código laboral- determinadas por las historias nacionales y
las luchas sociales correspondientes.
Por otra parte, incluso si una parte creciente del derecho
es producida a nivel europeo, son aún los Estados los que deben decidir, por
unanimidad en la mayoría de cuestiones o por mayoría cualificada. Asimismo más
del 90% del derecho internacional sigue siendo un derecho de tratados, o sea un
derecho interestatal, en ausencia de poder constituyente o legislativo
supranacional. Así, si el referéndum sobre el Tratado Constitucional Europeo
-en efecto, es un tratado ratificable por los Estados- hubiera tenido lugar por
mayoría en un espacio europeo común, es probable que el Sí al Tratado liberal
hubiese ganado y sido ley para todos los países miembros, incluso aquellos como
Francia u Holanda donde el No era mayoritario. En cambio la victoria del No en
Francia y Holanda revela -más que provoca- una crisis del proyecto liberal de
la construcción europea, modifica la relación de fuerza, deslegitima las
políticas liberales y puede servir de palanca o de aliento a la lucha en países
vecinos cuya población percibía el Tratado sin entusiasmo como una fatalidad a
la cual resignarse.
El nivel nación sigue siendo entonces importante, sobre todo
como punto de apoyo para la defensa de conquistas sociales, y no es
inevitablemente “nacionalista” o chauvinista” como parecía creer Negri. Al
contrario: en Francia, el “No de izquierda” superó al “No de derecha”
oponiéndose a él, en particular, sobre la cuestión de la inmigración, la
solidaridad con los indocumentados, contra la guerra en Irak y oponiendo un proyecto
de Europa social y democrática a la Europa liberal. Pero al mismo tiempo,
cuando se trata de formular, más allá de la “defensa de las conquistas
sociales”, propuestas transicionales de contraofensiva -sobre los servicios
públicos, la moneda común, las políticas presupuestarias, la armonización de
los derechos sociales, las políticas ecológicas, etc.- es preciso tomar la
iniciativa al menos a nivel europeo, ya que es a este nivel que hoy se puede
iniciar eficazmente una reactivación económica y social, un ordenamiento
ecológico del territorio, una red de transportes públicos, una política de
energía, etc. A la vez, hay que oponer a la descentralización liberal
competitiva en las regiones -que transfieren las cargas presupuestarias en
materia de educación o equipamientos sociales a las provincias-, una
descentralización autogestionaria y democrática. Lo mismo sobre cuestiones como
las políticas de salud, los acuerdos sobre medio ambiente y hasta los temas
militares.
Efectivamente, la discordancia de los espacios no se refiere
a una escala política sino a la disociación de distintas funciones espaciales.
Retomemos el espacio de la Unión Europea. Existe un espacio institucional
-Comisión de Bruselas y Parlamento de Estrasburgo-, un espacio judicial y policial
-llamado de Schengen-, uno e incluso varios espacios militares -la OTAN y
también los pactos intra europeos-, un espacio jurídico -el Tribunal de
Luxemburgo-, sin hablar de las “cooperaciones reforzadas” que asocian un número
variable de países socios en función de los temas en cuestión. Estos distintos
espacios no se superponen. En cada caso cubren conjuntos territoriales
diferentes y asocian socios estatales diferentes. Por eso creo, aunque el nivel
de los Estados nacionales sigue siendo determinante en la cadena de poderes,
que debemos acostumbrarnos a una clase de gimnasia estratégica para intervenir
simultáneamente a estos distintos niveles y establecer las alianzas
estratégicas correspondientes desde el punto de vista de los oprimidos.
- JS: En los últimos años han tenido una importante repercusión dos espacios teóricos muy diferentes. Uno se refiere a lo que se denomina genéricamente el autonomismo, que ha hecho hincapié en la idea de la “dispersión del poder”, el anti-poder y la celebración idealizada de la espontaneidad desorganizada y horizontal. El otro, revaloriza la acción política como momento del acontecimiento contingente. El posmarxismo en particular estructura su teoría mediante espacios articulatorios discursivos constitutivos de hegemonías, pero rechazan algún anclaje social para sus prácticas articulatorias. ¿Qué espacios quedan entre el territorio espontáneo y anti-estatal del autonomismo, y la política sin anclajes sociales o condicionantes estructurales, expresados tanto en el acontecimiento inesperado y a-condicionado de Badiou, como en el anteriormente mencionado “pluralismo contingente” de Laclau?
- DB: A menudo
escribí, sobre todo en polémicas acerca de los libros de Negri y Holloway, que
en esas retóricas del antipoder -o de cambiar el mundo sin tomar el poder- hay
más bien la señal de una dificultad o una impotencia que de un comienzo de
solución. La “dispersión de los poderes” tiene una parte, pero solo una parte
de verdad, en la medida en que la fórmula abarca una multiplicación de las
formas, lugares y relaciones de poder. Pero en esta dispersión todos los
poderes no son equivalentes: el poder del Estado y el poder de la propiedad no
se disuelven en las redes -o rizomas- de poderes, y siguen siendo los desafíos
estratégicos centrales. Además, mientras que estos discursos sobre la
espontaneidad, la acción descentralizada y una “lógica de las afinidades”
opuesta a la “lógica de la hegemonía” -tema de un reciente libro de Richard Day
publicado en Canadá-, la sociedad líquida contra la sociedad sólida, etc,
pretenden superar las trampas de la hegemonía del capital sobre las formas de
oposición de los dominados, en realidad los movimientos flexibles en red no
hacen más que reflejar de nuevo la organización flexible y reticular del capital
globalizado.
Más allá de tu pregunta sobre Badiou -he publicado en un
reciente número de Contretemps una nota crítica hacia él sobre este
tema, creo que dos tipos de problemáticas filosóficas expresaron valientemente,
desde los ‘80, una negativa a capitular y a someterse al clima -liberal- del
momento. Por una parte, un imperativo categórico de resistencia (en Francia,
autores inspirados por Foucault como Françoise Proust y yo mismo si se observan
los títulos de algunos de mis libros: Elogio de la resistencia al clima
del momento, Teoremas de la Resistencia, Resistencias. Ensayo de topología
general). Por otro lado, una apuesta sobre el acontecimiento no condicionado,
surgido de la nada, a la luz de milagros, que me parece presente en Badiou
incluso si él intenta atenuar esa observación. Además muchos textos de Negri o
Badiou tienen un tono claramente teológico. Lo importante es que si el
acontecimiento surge de la nada, si nada lo anuncia ni lo prepara, si no hay
más que subjetividades post y no-pre-acontecimientos, entonces todo pensamiento
y organización estratégica resultan imposibles. No queda más que “la fidelidad
al acontecimiento” una vez producido éste.
JS: En tu libro Marx Intempestivo reconsiderás los temas fundamentales que Lenin abordara sobre las crisis nacionales, las oportunidades decisivas y en fin rescatás la política como arte frente al determinismo social o la filosofía de la historia. ¿En qué medida ese hincapié imprescindible para revalorizar la vigencia de la acción política revolucionaria no debilita la política en tanto espacios de poder cotidianos? Me explico: la moda de las políticas contingentes, atemporales, imprevistas, descuidan hasta extinguir las disputas de poder que todo acto cotidiano de la lucha de clases atraviesa. Rancière, por ejemplo, rechazando la idea de que “todo es política”, considera que la dominación del capital en la vida cotidiana entra en la esfera de las normas de gobierno, pero no de la política propiamente dicha. En el campo del marxismo, ¿no tenemos el peligro de despolitizar las fuerzas y dispositivos de poder permanentes, resaltando sobre todo los momentos decisivos y las coyunturas revolucionarias? Después de todo, sólo una acumulación de fuerzas sociales y políticas de largo plazo, la educación política y la constitución de hegemonía según Gramsci pueden resolver favorablemente una crisis revolucionaria intempestiva. ¿Cómo conjugar la acumulación paciente de campos políticos de fuerza con la irrupción violenta de la crisis revolucionaria?
- DB: Tu pregunta
es enorme y plantea muchos -demasiados- problemas al mismo tiempo.
1. La fórmula de Benjamin según la cual “desde ahora la
política precede a la historia” está, en su brevedad, llena de
consecuencias mayores. Elimina en efecto una concepción determinista de la
historia, o una forma secularizada de predestinación hacia un paraíso
reencontrado. Si la política precede a la historia, el resultado de la lucha
nunca está dicho de antemano. El presente no es un simple eslabón de la cadena
temporal que emanaría necesariamente del pasado y prepararía un futuro
igualmente necesario: es un momento, plenamente político, de decisión entre
varios posibles. De ahí la importancia del acontecimiento. Pero éste no es un milagro
caído del cielo (del “Vacío”, según Zizek o Badiou): se inscribe en un campo de
posibilidades históricamente determinadas. Por eso el concepto de crisis, a
diferencia del “Vacío”, es un concepto estratégico esencial que articula lo
necesario y lo contingente, las condiciones históricas y el acontecimiento
impredecible, etc. Como lo destacaba pertinentemente Gramsci: no se puede
prever más que la lucha y no su desenlace.
2. De allí se desprende la respuesta sobre la relación o
vínculo entre el movimiento y el fin, entre la lucha diaria y el objetivo
estratégico de la lucha por el poder. Cuando Rancière y Badiou hablan de
escasez de la política, en oposición a “la policía” de la gestión ordinaria
-Rancière- o a la institución que sea -Badiou, así como opone la verdad, que es
precisamente del orden de la revelación circunstancial, al conocimiento-,
reducen la política a momentos excepcionales, iluminaciones intermitentes, que
vuelven difícilmente concebible la acción permanente cotidiana, la acumulación
de fuerzas, la acción sobre las relaciones de fuerzas, en resumen la
articulación entre estrategia y táctica. Prueba de esto es por ejemplo, en
Badiou, la oposición de principio a toda participación electoral, mientras que
si bien es cierto que el terreno electoral es tramposo no por eso es menos
constitutivo de las relaciones de fuerzas de conjunto.
Marx a veces coquetea, a su estilo y en un contexto muy
diferente, con esta concepción intermitente de la política reservada a momentos
de ascenso del movimiento social o de crisis abierta (1848-1852, 1864-1872).
Por eso es que en los períodos de reflujo, disuelve las organizaciones que se
han vuelto nidos de intrigas mezquinas: la Liga de los Comunistas y luego la
Primera Internacional. Se puede decir que su pensamiento, extraordinario en su
potencia crítica del orden existente, permanece en estado embrionario -en
relación al estado naciente del movimiento obrero en su época- a nivel
estratégico: El 18 Brumario, los textos sobre La Comuna… La “revolución en
la revolución” es Lenin, pensador de la continuidad política y organizativa
entre el movimiento y el objetivo final. Sobre este punto, te remito a mi
artículo sobre la política como arte estratégico en Cambiar el Mundo. Es
él quien sistematiza los conceptos de crisis revolucionaria, doble poder y el
partido como operador estratégico. Los debates de la Tercera Internacional
sobre el frente único y las reivindicaciones transitorias -y el aporte decisivo
de Trotsky sobre estos temas- y la problemática de la hegemonía en Gramsci se
inscriben directamente en este legado.
3. Me preguntás “cómo combinar la acumulación paciente
de fuerzas políticas con la irrupción violenta de la crisis revolucionaria”. Es
nuestro problema. No hay recetas ni “manuales de uso”. Sería necesario aquí
hacer intervenir la sociología de las organizaciones. Toda organización genera
sus rutinas y sus conservadurismos, sus formas más o menos desarrolladas de
burocratización. Podemos encontrar formas de resistirlo, pero no escapamos
totalmente ya que son efectos del fetichismo, la enajenación y la división del
trabajo que caracterizan a las sociedades en las cuales luchamos. Y se lucha
siempre en concreto, y en parte en las condiciones de los sectores dominantes.
Por eso la pregunta “cómo de nada hacer todo” es también riesgosa. El
discurso revolucionario más intransigente no garantiza nada sobre el
comportamiento, ante situaciones críticas, de quienes lo sostienen. Como prueba
están las divisiones del Partido Bolchevique y sus cuadros más combativos en el
momento de la decisión de Octubre.
4. Al mismo tiempo, sin la experiencia colectiva acumulada
ni la educación de una red de cuadros, etc., el Lenin de las Tesis de
Abril y la insurrección no hubiera podido sostener la decisión contra la
inercia y la rutina de los “cuadros” formados en la acción clandestina. La
crisis es un cambio de ritmo brutal. Por eso hablo del partido como de una
“caja de velocidades”.
- JS: El neoliberalismo con su globalización planetaria se parece mucho a lo que Marx describió en el Manifiesto Comunista. En estas nuevas circunstancias quizás las condiciones de la lucha revolucionaria sean distintas que en el pasado. Vos dijiste que el pensamiento estratégico desapareció de la agenda en el movimiento de la izquierda. ¿En qué condiciones deberíamos pensar hoy la revolución? ¿Sobre qué bases podemos pensar la idea de ruptura, que sea capaz de aprender las experiencias del pasado y conservar la idea de pluralidad como esencia de la capacidad revolucionaria de la clase trabajadora? Pienso sobre todo en “los peligros profesionales del poder”, en el hiper-politicismo autoritario del estalinismo, que instrumentó desde los soviets hasta la ideología socialista en función de sus intereses de casta. En resumen, ¿cómo conjugar la lucha de poder y la aspiración libertaria que Lenin expresara en textos como El Estado y la Revolución? A la vez, ¿cómo pensar la política revolucionaria cuando la globalización reconstruye terrenos mundializados de acción política?
- DB: También es
una pregunta enorme y múltiple.
1. Yo no dije que el pensamiento estratégico “desapareció”
del orden del día: hablé de un “eclipse” de la razón estratégica desde,
digamos, los ‘80. ¿Cómo superarlo? Para eso será necesario acumular nuevas
experiencias fundantes. Ninguna respuesta surgirá del cerebro fértil de algún
genio. Basta pensar en el tiempo que hizo falta y en las experiencias
acumuladas -1848, La Comuna, 1905, 1917, la Revolución Alemana de 1918-1923, la
República de los Consejos de Baviera, etc.- para que tome forma la problemática
estratégica de la Tercera Internacional. Ahora bien; no estamos más que al
inicio de un nuevo ciclo en un nuevo contexto. Ya se ve, bajo el efecto de las
situaciones en Venezuela y Bolivia, el balance -negativo- del gobierno de Lula
y la explosión de 2001 en Argentina, que el debate se reaviva.
2. La retórica un poco hueca de Holloway, por ejemplo,
parece ya en parte muy fija y envejecida. En todo caso, no permite siquiera
entrar en la discusión concreta de las situaciones presentes. El giro de “la
otra campaña” zapatista, cualquiera sea su resultado inmediato, es otro indicio
de esta reactivación de las cuestiones políticas de orientación, tanto a nivel
nacional -qué hacer en Bolivia o Venezuela en el contexto concreto de las
relaciones de fuerza mundiales-, como qué alternativa continental al ALCA, etc.
3. Vos planteás más ampliamente la cuestión de la propia
idea de revolución. La palabra evoca una historia larga y compleja. En parte se
inscribe en el paradigma político de la modernidad que yo citaba: concepción
dinámica de la aceleración, la nueva semántica de los tiempos analizada por
Koselleck y el vínculo con la idea de progreso. Entonces se vuelve problemático
cuando el paradigma mismo es quebrantado. Por eso me parece útil distinguir diferentes
contenidos evocados por el concepto de revolución.
4. Lo más general es la aspiración milenaria a otro mundo
-mejor- posible y un levantamiento contra la injusticia y la desigualdad. El
objetivo revolucionario es la expresión, en el marco de la modernidad, de esta
gran esperanza de larga data. Está cargada de un contenido más concreto durante
el siglo XIX con el nacimiento de los movimientos socialistas, como lo prueba
sobre todo la distinción establecida por Marx, desde Sobre la cuestión judía (1844),
entre “la liberación solamente política” o cívica (la revolución política) y
“la liberación humana” (o social), así como los revolucionarios franceses de la
época oponían el tema de la República Social al de la mera República, que puede
ser una República reaccionaria o colonialista. Este contenido programático de
la revolución social se cristaliza, a través de las diferencias entre
corrientes libertarias, socialistas o comunistas, en torno a la cuestión de la
propiedad y la apropiación social -cooperativa, autogestionaria, nacionalizada-
como alternativa al despotismo del mercado y la propiedad privada. Este tema
sigue siendo más actual que nunca e incluso abarca desde la problemática de las
empresas y servicios públicos hasta las cuestiones cruciales de los bienes
comunes de la humanidad y la propiedad intelectual. En mi opinión, es el punto
clave y el contenido que caracteriza a una política revolucionaria hoy y que da
sentido a la palabra revolución, mientras que nuestros adversarios quieren
hacerlo un sinónimo de violencia. La tercera dimensión más específicamente
estratégica, de las formas de luchas por el poder, de la palabra revolución hoy
está oscurecida tanto por los avatares del siglo XX como por las consecuencias
de la globalización. Sobre este punto hay que observar “el movimiento real de
abolición del orden existente”, las nuevas formas que surgen de la lucha de los
oprimidos, etc. Nadie había imaginado la Comuna antes de la Comuna, los Soviets
antes de los Soviets, los Consejos Obreros de Turín o las Milicias de Cataluña
antes de su aparición. Esta es precisamente la fuerza de innovación del
acontecimiento a la cual los revolucionarios deben seguir estando atentos y
abiertos. Por otra parte, aunque no es éste el lugar para abordarlo demasiado superficialmente,
habría un debate específico importante sobre la violencia revolucionaria y la
violencia social a la luz de las pruebas del último siglo.
5. Con respecto a la burocratización, ya mencioné
anteriormente la cuestión de los “peligros profesionales del poder”. Hoy
tenemos la ventaja de saber que existen y de conocer mejor sus mecanismos para
también intentar evitarlos mejor. Para nosotros las relaciones entre
movimientos sociales independientes de los partidos y Estados, y organizaciones
políticas, quedan más claras. Son las cuestiones de democracia sindical y
también democracia en el seno de los partidos. De aquí en adelante consideramos
el pluralismo político como un principio, conclusión a la que Trotsky mismo en
verdad no llegó más que en La Revolución Traicionada. Más en general, la
cultura democrática progresó y se apoderó de los nuevos medios de comunicación
que permiten, en particular, romper el monopolio de los aparatos centralizados
-políticos o sindicales- sobre la información. La diversidad de los movimientos
sociales y el impacto del feminismo sobre el conjunto de la sociedad y la
cultura juegan a nuestro favor. Eso no significa que no siga habiendo una
tensión inevitable entre las lógicas de poder y las exigencias de la
autoemancipación, entre lo colectivo y el individuo, entre la norma mayoritaria
y el derecho de las minorías, entre el socialismo por la base y un grado
necesario de centralización y síntesis. Es decir, la hipótesis de un “leninismo
libertario” sigue siendo un desafío de nuestro tiempo.
http://www.democraciasocialista.org/ |